lunes, 9 de septiembre de 2019

El traje y la fotografía


August Sander, Jóvenes granjeros, 1914
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   Hay en esta imagen tanta información como en las páginas de un maestro de la descripción de la talla de Zola. Sin embargo, yo solo quiero tomar en consideración una cosa: sus trajes.
   La foto fue realizada en 1914. Los tres jóvenes pertenecen, como mucho a la segunda generación del  campesinado europeo que utilizó este tipo de traje. Veinte o treinta años antes, estas ropas no eran asequibles a un precio que pudieran pagar los campesinos. Hoy, en los pueblos, por lo menos en los de la Europa occidental, no es frecuente que los jóvenes lleven este tipo de traje formal, oscuro. Pero durante gran parte del siglo XX, la mayoría de los campesinos  -y de los trabajadores- se han vestido de traje oscuro en las ocasiones especiales, los domingos y las fiestas.
   Cuando voy a un funeral en el pueblo donde vivo, los hombres de mi edad y los más viejos siguen llevando esos trajes. Claro está que ha habido modificaciones en la moda: la anchura de los pantalones y de las solapas y el largo de las chaquetas han cambiado. Pero el carácter físico del traje y su mensaje siguen siendo los mismos.
   Consideremos en primer lugar su carácter físico. O, más precisamente, su carácter físico cuando quienes lo llevan son campesinos. Y para hacer más convincente esta generalización, examinemos una segunda fotografía de una banda de música de pueblo.

August Sander, Banda de pueblo, 1913
   Sander tomó esta fotografía en 1913, pero muy bien podría haber sido la banda del baile hacia el que, bastón en mano, se encaminan los otros tres. Hagamos un experimento. Tapemos las caras de los músicos y fijémonos solo en sus cuerpos.
   Por mucho que forzáramos nuestra imaginación no podríamos creer que estos cuerpos pertenecen a alguien de la clase medio o de la clase dirigente. Podrían pertenecer a trabajadores, más que a campesinos; pero salvo esto, no parece que nos planteen mayores dudas. Tampoco es que sus manos nos den una pista, como sería el caso si pudiéramos tocarlas. ¿Por qué es entonces tan evidente su clase social?
   ¿Será acaso una cuestión relacionada con la moda o con la calidad del tejido con el que están hechos sus trajes? En la vida real, estos detalles nos dirían algo. En una pequeña fotografía en blanco y negro no son muy evidentes. Sin embargo, la estática fotografía muestra, tal vez más claramente que la vida, la razón fundamental por la que los trajes, lejos de disfrazarla, subrayan y acentúan la clase social de quienes los llevan.
   Los trajes los deforman. Con ellos puestos, da la impresión de que son contrahechos. Un estilo pasado en el vestir suele parecer absurdo hasta que la moda vuelve a incorporarlo. De hecho, la lógica económica de la moda depende de hacer que parezca absurdo lo que no se lleva. Pero aquí no se trata primordialmente de este tipo de absurdo; aquí las ropas parecen menos absurdas, menos "anormales" que los cuerpos de los hombres que están dentro de ellas.
   Se diría que los músicos carecen de coordinación en sus movimientos, que son patizambos, cachigordos, culibajos, contrahechos o jorobados. El violinista situado a la derecha de la foto casi parece enano. Ninguna de estas anormalidades es extrema. No inspiran lástima. Son justo lo necesario para socavar la dignidad física de una persona. Lo que vemos son unos cuerpos toscos, desmañados, como de bestias. Y esto es incorregible.
    Hagamos ahora el mismo experimento a la inversa. Tapemos los cuerpos de los músicos y observemos solo sus caras. Son caras de campesinos. Nadie podría suponer que se trata de un grupo de abogados o de directores de empresa. Son cinco hombres del pueblo a quienes les gusta tocar y lo hacer con cierto orgullo de sí mismos. Cuando miramos sus caras podemos imaginarnos cómo serán sus cuerpos. Y lo que imaginamos es bastante diferente de lo que acabamos de ver. En la imaginación los vemos como los podrían recordar sus padres cuando ellos no están delante. Les atribuimos la dignidad que normalmente poseen.
   Para dejar más claro este punto, examinemos ahora una imagen en la que unas ropas confeccionadas preservan, en lugar de deformar, la identidad física y, por consiguiente, la autoridad natural, de quienes las llevan. La fotografía es también de Sander y, por su anticuado aspecto podría prestarse fácilmente a la parodia; cuatro misioneros protestantes realizada en 1931.

August Sander, Misioneros urbanos, 1931
   Pese a lo solemne, lo presuntuoso, de la expresión, en este caso ni siquiera es necesario hacer el experimento de tapar las caras. Está claro que aquí los trajes confirman y realzan la presencia física de quienes los llevan. Los trajes transmiten el mismo mensaje que sus caras y que la historia de los cuerpos que ocultan. Trajes, experiencia, formación social y función coinciden.
    Volvamos a mirar ahora a los tres jóvenes que se encaminan hacia el baile. Sus manos son demasiado grandes, sus cuerpos demasiado delgados, sus piernas demasiado cortas. (Utilizan el bastón como si estuvieran conduciendo ganado.) Podemos hacer el mismo experimento con sus caras y el efecto sería exactamente el mismo que en el caso de la banda de músicos. Lo único que les sienta bien es el sombrero.
   ¿Adónde nos conduce todo esto? ¿Simplemente a la conclusión de que los campesinos no pueden comprarse buena ropa porque no saben llevarla? No, lo que se plantea aquí es un ejemplo, que, aunque mínimo, es tal vez uno de los más gráficos que puedan darse, de lo que Gramsci llamaba la hegemonía de clase.
   La mayoría de los campesinos, si no padecen de algún tipo de malnutricióm, son fuertes físicamente y están bien desarrollados. Y esto se debe al mucho y variado trabajo físico que hacen. Sería demasiado simplista hacer una lista de sus características físicas: las manos grandes a causa de haber trabajado con ellas desde una edad muy temprana, los hombros anchos en relación con el resto del cuerpo, debido a la necesidad de transportar cosas pesadas y así sucesivamente. Se puede hablar del ritmo físico característico que llegan a adquirir la mayoría de los campesinos, tanto los hombres como las mujeres.
   Este ritmo está directamente relacionado con la energía que requiere la cantidad de trabajo que ha de ser realizado en un día y se refleja en unas posturas y unos movimientos físicos típicos. Es un ritmo de abanico incesante. No necesariamente lento. Además, los campesinos poseen una dignidad física especial; esta viene determinada por cierta forma de funcionalismo, una manera de sentirse totalmente identificados con el esfuerzo.
   El traje, tal como lo conocemos hoy, se desarrolló durante el último tercio del siglo XIX como atuendo profesional de la clase dirigente. Casi tan anónimo como un uniforme, fue el primer vestido de la clase alta que idealizaría puramente el poder sedentario. El poder del administrador y de la mesa de conferencias. Esencialmente el traje fue concebido para la gestualidad que acompaña a la charla y al pensamiento abstracto.
   Fue el gentleman inglés quien, con todas las trabas que al parecer implicaba este nuevo estereotipo, lanzó el traje que hoy conocemos. Se trataba de un vestido que impedía la agilidad de movimientos, los cuales, además, eran la causa de que se arrugara, desplanchara y estropeara. Hacia principios del siglo XX, y sobre todo después de la I Guerra Mundial, el traje empezó a producirse en masa para los masificados mercados urbanos y rurales.
   La contradicción física es obvia. Por un lado unos cuerpos que se sienten totalmente identificados con el esfuerzo, unos cuerpos que están acostumbrados a un movimiento de abanico incesante; y por el otro, unas ropas que idealizan lo sedentario, lo discreto, la ausencia de fuerza. Sería el último en defender la vuelta a las ropas tradicionales de los campesinos. Cualquier retorno de este tipo no puede ser sino escapista, pues esas ropas eran una forma de capital transmitido de generación en generación, y en el mundo de hoy, en el que todo está dominado por el mercado, tal principio es anacrónico.
   Podemos observar, sin embargo, hasta qué punto las ropas campesinas tradicionales, tanto de trabajo como las ceremoniales, respetaban el carácter específico de los cuerpos que vestían. Por lo general eran sueltas, y solamente se ajustaban en los sitios en los que era necesario para dejar una mayor libertad de movimientos.
   Sin embargo, nadie obligó a los campesinos a comprarse un traje, y los tres que se encaminan hacia el baile están claramente orgullosos del suyo. Lo llevan con una suerte de presunción. Esta es precisamente razón por la que el traje podría convertirse en un ejemplo clásico y fácil de explicar de la hegemonía de clase.
   Se convenció a la población rural y, de forma diferente a los trabajadores urbanos, para que escogieran el traje como prenda de vestir. Mediante la publicidad y el cine; a través de los nuevos medios de comunicación y de los viajantes; mediante el ejemplo y la aparición de nuevos tipos de viajeros.
   Las clases trabajadoras -aunque en esto los campesinos son más sencillos, más ingenuos, que los trabajadores- llegaron a aceptar como suyos ciertos valores de la clase que los gobernaba, en este caso la elegancia en el vestir. Al mismo tiempo, su misma aceptación de estos estándares, su conformismo con respecto a unas normas que no tenían nada que ver ni con su propia herencia ni con su experiencia cotidiana, los condenó a ser siempre, para las clases que están por encima  de ellos, ciudadanos de segunda categoría, toscos, groseros, desconfiados. Esto es sucumbir a una hegemonía cultural.
   Quizá, pese a todo, podríamos suponer que al llegar al baile, después de beberse una o dos cervezas y de echar un ojo a las chicas (cuyos trajes todavía no habían cambiado tan drásticamente), los tres jóvenes campesinos colgaron sus chaquetas, se quitaron la corbata y bailaron, probablemente con el sombrero puesto, hasta el amanecer y el siguiente día de trabajo.
 
John Berger

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