lunes, 23 de septiembre de 2019

Estados Unidos, el miedo endémico

Trump ha ampliado sus enemigos, de migrantes indocumentados a residentes legales y ciudadanos con rasgos físicos u origen no blancos. Su supervivencia depende de la actualización continua del ‘otro’

<p>Miembros de <em>South Central Farm</em> manifestándose a favor de los derechos civiles de migrantes <br /> y descendientes de estos en Los Ángeles (California), 1 de mayo de 2006.</p>
Miembros de South Central Farm manifestándose a favor de los derechos civiles de migrantes
y descendientes de estos en Los Ángeles (California), 1 de mayo de 2006.
Jonathan McIntosh
 Hace algunos años, la pensadora y ensayista Susan Sontag afirmó que Estados Unidos estaba aquejado de un mal casi endémico, omnipresente y del que se sacaba una rentabilidad política considerable: el miedo. Las declaraciones, hechas en el contexto de la guerra de Irak, sobrepasaban la amenaza de un ataque terrorista o un enemigo internacional; más bien, de sus palabras se infería un desasosiego constante, el pánico a ser violentado o asaltado en cualquier momento, lo que podría quizá explicar la obsesión de este país con las armas, el racismo intrínseco a sus leyes y prácticas cotidianas o el silencio, o la banalidad, que a menudo inunda las conversaciones diarias por temor –quizá– a ofender a otros.

En un país líder en población encarcelada y con una presencia policial masiva, este cuerpo de seguridad del Estado, cuyas bondades suelen inculcarse a los colectivos blancos y pudientes, se ceba a menudo con los más oscuros y son innumerables los casos de brutalidad policial que han terminado en la total impunidad de los agresores. Sin embargo, esa misma policía se encargó hace poco de expulsar a una profesora universitaria blanca de su hogar cuando esta acudió a ellos para que la ayudaran a controlar a su hija de diez años. La niña, quien sufre problemas psiquiátricos que a veces se manifiestan en ataques de ira, residía con su madre en territorio considerado parte del campus. Tras evaluar el caso, la policía determinó que ambas tendrían que mudarse según los protocolos de seguridad de la universidad. El miedo, esta vez de la institución, les jugó una mala pasada: lo que comenzó por una llamada de socorro terminó en un desahucio.

El ejemplo anterior ilustra un hecho difícil de evaluar, cuya descripción se torna hasta superflua cuando, en principio, no existe una amenaza real. La moraleja, si hay alguna, indicaría que hasta las situaciones más banales guardan la potencialidad de convertirse en tragedia. En Estados Unidos, país que ostenta las cifras de ansiedad más altas del globo, el miedo es tangible pero no se ve, se respira: a una factura médica impagable, a una demanda por no haber limpiado la nieve en tu parte correspondiente de la acera, a que un fanático te vuele los sesos con un rifle adquirido de manera perfectamente legal. No obstante, se puede hablar de una gradación del miedo según el nivel de vulnerabilidad que te corresponda en la estratificada sociedad yanqui, marcado sobremanera por el color de la piel –la niña, lo digo ahora, era negra. Entre el grupo de los más vulnerables, el miedo muta en otra cosa: materialidad exponencial del terror, visceral agonía que afecta, también de forma exacerbada y sin piedad, a los inmigrantes.

Cuando una multa de tráfico puede transformarse, debido a los misterios burocráticos de un régimen disfrazado de electoralismo, en deportación inmediata, por poner un ejemplo, los niveles de alerta se disparan hasta el punto de que la mera existencia en un clima de continuo peligro se vuelve en sí peligrosa, incluso desde el punto de vista inmunológico. Vivir así fuerza a los individuos a adoptar dos posturas, que a veces conviven: la reclusión numantina en uno mismo, que invoca la falaz sensación de protección aunque las fronteras sean perfectamente penetrables; o un activismo que invita a la vocalización del peligro exponiendo la propia debilidad con el fin de encontrar apoyos. Entre uno y otro polo van oscilando vidas ajenas a la criminalidad que se les imputa y cuya única acción disidente ha sido la de haber cruzado una linde nacional, tener la piel más oscura de lo que los estándares casi eugenésicos de Estados Unidos demandan, hablar un idioma distinto al inglés; en definitiva, exhibir una ‘diferencia’ que desafía los raquíticos estándares de lo aceptable. Junto a las masas de desarrapados que, cada vez más, componen este país –los enfermos condenados a vagar sin seguro médico, el 50% que vive por debajo o cerca del umbral de la pobreza, los negros–, los inmigrantes representan la mayor escoria humana a ojos de una presidencia que se ha empeñado en reducir sus derechos a escombros, sobre todo los de aquéllos que no constituyen el círculo selecto de Silicon Valley ni son la primera dama, sino que conforman el tejido productivo sobre el que literalmente se asienta el aparato beligerante en su contra.

Dice Hannah Arendt que, en un Estado totalitario, no hay “sospechosos” porque este se erige una vez que los oponentes han sido destruidos. En su lugar, se esgrimen enemigos últimos de carácter ideológico designados sin que exista ningún delito que recriminarles. Además, la caracterización del enemigo no es definitoria, sino que se actualiza continuamente porque en ella radica la supervivencia del régimen mismo. En la escalada de persecución a los inmigrantes durante la actual ‘Era Trump’, estamos asistiendo a esa renovación del enemigo que cristaliza en continuos decretazos cuyo fin es privar de derechos fundamentales a quienes menos tienen. Si la cruzada principal se ensañó con los inmigrantes indocumentados, tanto dentro como fuera del territorio nacional –los solicitantes de asilo, por ejemplo–, sus ramificaciones ahora atañen a los ‘con papeles’: residentes legales y ciudadanos americanos cuyos rasgos físicos u origen los emparentan con el objeto del odio.

En los últimos meses hemos sido testigos de la criminalización de la presencia ilegal en Estados Unidos, que antes era una falta administrativa; de la separación de familias y el internamiento de niños en centros de concentración; de la muerte de siete menores en estos y el tratamiento denigrante de los vivos, confinados en jaulas, sin atención médica y, en muchos casos, negándoles una higiene y alimentación acordes con la dignidad humana. Más allá, Trump ha anunciado medidas para detener de manera indefinida a estos menores y a sus familias, así como su intención de denegar la residencia a inmigrantes documentados que requieran algún tipo de prestación social –ya de por sí escasas– tales como cupones de comida. Por último, ha hablado de revocar el derecho a la ciudadanía de los nacidos en Estados Unidos, garantizado por la decimocuarta enmienda, y hasta se ha llegado a detener a estadounidenses de cuyo pasaporte legítimo se sospechaba. Si esta progresión sigue su rumbo, como está previsto, al menos, hasta que se celebren las elecciones de noviembre, habremos alcanzado un nivel de injusticia sistemática que a todas luces impedirá a esa masa silenciosa de ciudadanos ‘aptos’ llamar a su patria democracia, si es que pueden hacerlo ahora. Quizá estén, ellos también, encadenados al miedo; quizá no hayan aprendido que, cuando no quede más enemigo que su pasividad ante el espejo, irán a por ellos.

Fuente: https://ctxt.es/es/20190918/Firmas/28429/Azahara-Palomeque-tribuna-EEUU-racismo-xenofoboia-Trump-migrantes-derechos-sociales-derechos-civiles.htm#.XYYi181XwqI.twitter

No hay comentarios:

Publicar un comentario