Andrey Kasay |
Timeo danaos et dona ferentes. Virgilio
Cuando hablamos de innovación miramos con admiración provinciana a Silicon Valley, laboratorio y motor de la revolución digital que durante los últimos 30 años ha dado forma a nuestro presente. Cuando buscamos referencias de éxito económico nos fijamos también con cierta admiración acomplejada en los grandes centros financieros globales, especialmente en la City londinense, el faro de la revolución neoliberal que desde hace algo más de 30 años ha ido definiendo el espacio de lo posible.
Cuando hablamos de innovación miramos con admiración provinciana a Silicon Valley, laboratorio y motor de la revolución digital que durante los últimos 30 años ha dado forma a nuestro presente. Cuando buscamos referencias de éxito económico nos fijamos también con cierta admiración acomplejada en los grandes centros financieros globales, especialmente en la City londinense, el faro de la revolución neoliberal que desde hace algo más de 30 años ha ido definiendo el espacio de lo posible.
Este
matrimonio tecno-financiero establece el inevitable marco ideológico
occidental. Un gas invisible que permea y ocupa todos los espacios de la
realidad, que dicta lo que hacemos, lo que somos y lo que deseamos.
Desde las fronteras del imperio nos esforzamos en
replicar sus modelos de éxito. En las escuelas de negocio, las
consultorías y los centros de innovación absorbemos sus perspectivas,
ponemos en práctica sus procesos para intentar llegar así a sus mismas
conclusiones y alcanzar sus mismos logros.
El trabajo de muchos de nosotros consiste
principalmente en entender estas claves de funcionamiento y aplicarlas a
nuestro contexto, evangelizando con pasión sobre nuevas formas de
vivir, de aprender, de trabajar y sobre todo de pensar, aceptando sin
atisbo crítico todo aquello que refuerce el mito prometeico y triunfal
de este tecnocapitalismo tardío.
Pero lo real, como la Carta Robada de Edgar
Allan Poe, está descarnadamente a la vista, manifestándose en la obscena
sensación de fallo sistémico que se respira en Occidente, en la
hipótesis de que el sueño de la razón liberadora que han representado de
manera monopolística Silicon Valley y la City nos arrastra
irremediablemente hacia su reflejo distópico, hacia una derrota en forma
de sus correspondientes Trumps y Brexits.
Por supuesto que los ambiciosos geeks de San
Francisco, o los urbanitas cosmopolitas de Londres no son, al menos por
ahora, votantes nacionalistas de ultraderecha, pero ello no debe
impedir la reflexión sobre cómo sus modelos de innovación tecnológica y
de negocio, a pesar del peso tan relevante que tienen sobre la nueva
economía, no han contribuido a la articulación de una idea integral e
integradora de un progreso económico, social o cultural que alcance a
todos los ciudadanos.
Ni la magia de la tecnología desarrollada en las
últimas décadas ni el enorme poder financiero acumulado por fondos y
corporaciones han tenido la capacidad - ni el objetivo - de llegar,
elevar y acompañar al conjunto de la sociedad en su desarrollo. Muy al
contrario, lo que se ha producido es una profundización de la
desigualdad económica, de la precarización laboral, del alienamiento de
grandes sectores demográficos, de la utilización perversa de la
comunicación, de la ansiedad, del miedo y del resentimiento, llegando a
su conclusiva respuesta en forma de victoria de una política
reaccionaria y cargada de testosterona, que seduce con la promesa de
protección y venganza contra esta complejidad elitista e impostada del
ideal contemporáneo.
La pregunta que me hago es la siguiente:
¿Se pueden considerar modelos de éxito aquellos que
en tan solo unos años han contribuido a crear un clima político y social
tan disfuncional y peligroso como el actual?
Si es así, ¿por qué seguimos teniéndolos como referencia?
Y, sobre todo, ¿de qué sirve la innovación o el crecimiento si no se traduce en prosperidad y bienestar para la mayoría?
Aunque la correlación entre los fenómenos no sea del
todo aparente, quizás debemos preguntarnos hasta qué punto la aparición
de un Trump o la agresiva irrupción del Brexit están ya contenidos en
los principios aparentemente neutrales e inocuos de innovación y gestión
financiera que provienen de estos centros de poder y que tomamos como
guía de acción de modo acrítico. Implícitos en los libros y los
artículos que leemos, en las opiniones de los expertos que seguimos por
las redes, en los procesos y metodologías que aplicamos, en los
invisibles principios que dictan nuestras decisiones, en los valores que
damos por universales.
Una prueba de esta extraña dinámica entre las élites
tecnocapitalistas y la realidad es que en un contexto político y social
tan preocupante como el que se está desplegando en Estados Unidos la
única solución creativa que proponen grandes iconos de la innovación
como Elon Musk o Jeff Bezos es la de huir al espacio.
Tratar a la tecnología como una herramienta neutral
es paradójicamente una idea cargada de ideología, como lo es poner el
foco en los resultados sin considerar el impacto en el entorno sobre el
que se actúa.
En el contexto actual la indiferencia ante la realidad humana, social y ecológica es una grave forma de psicopatía.
Para frenar este descenso hacia la distopía, para
negar la irremediabilidad de la derrota, necesitamos definir un nuevo
territorio de lo posible que nos ayude a imaginar nuevos futuros,
futuros de los que no sea necesario huir. Y para poder hacerlo primero
tendremos que esforzarnos en desvelar los mitos invisibles que
construyen esta narrativa única, opcional y ajena que define el marco
del presente.
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