ILUSTRADO POR SR GARCÍA |
La prima Eugenia ha venido a pasar unos días con nosotros. Ella es solo un año menor que yo y nos gustan las mismas cosas. El verano es más divertido cuando está ella, juntas exploramos el pequeño bosque que hay detrás de casa y a veces dormimos en el jardín mientras nos contamos historias.
Mamá prefiere que nos quedemos en casa y la ayudemos con las tareas de casa, pero nos lo consiente. Cuando Eugenia no está no me queda otro remedio que obedecer.
Eugenia y yo teníamos un secreto. Algunas noches, nos escapábamos de la habitación y subíamos sin hacer ruido al despacho del segundo piso. En él, papá guarda muchos libros antiguos y polvorientos. Es ingeniero y lee mucho, así que hay libros de un montón de temas distintos, pero Eugenia y yo siempre acabábamos buscando aquellos que hablaban de medicina. Nos pasábamos horas mirando los dibujos que explicaban cómo es el cuerpo humano por dentro y descubriendo cómo los médicos intentan curar las enfermedades que afectan a las personas. Lo que más curiosidad me ha despertado siempre es cómo funciona el cerebro. Es increíble que un órgano tan pequeño sea capaz de controlar el resto de funciones del cuerpo. Me imaginaba llevando una bata blanca y estudiando entre tubos de ensayo las hermosas células estrelladas que lo componen. A Eugenia también le apasiona la medicina, aunque ella siempre acaba leyendo los libros acerca de cómo los embriones se desarrollan durante el embarazo. También se ha leído todos los libros que hablan sobre vacunas, estoy segura de que sabe incluso más del tema que algunos médicos.
Pero una noche, papá nos pilló leyendo en su despacho. Nos quitó los libros de las manos y nos dijo que las chicas no deberíamos perder el tiempo leyendo y que deberíamos aprender a hacer las tareas de la casa, para que cuando tengamos nuestro propio hogar seamos buenas esposas. Entre lágrimas le dije que yo no quería ser ama de casa —¡ni casarme!—, que quería ser médica, pero no me quiso escuchar. «La ciencia no es cosa de chicas, Rita», me dijo. Me puse furiosa y le grité que seguro que muchos de los libros de su despacho estaban escritos por chicas. Intenté recordar algún nombre, pero no pude. Nos prohibió volver a entrar en el despacho y desde entonces siempre lo cierra con llave. Aquella noche lloramos mucho: pasar las noches entre libros era lo que más nos gustaba hacer cuando estábamos juntas. Desde entonces no he podido leer ningún libro, han pasado ya tres meses, pero se me han hecho tan largos como tres años.
Ayer fue la primera vez que nos veíamos después de aquel día. Eugenia estaba sonriente, me abrazó nada más verme y me dijo al oído que tenía una sorpresa para mí. Por la noche, Eugenia se levantó, se puso a buscar dentro de su mochila y sacó un cuaderno. Al abrirlo y ojearlo me quedé boquiabierta. Cada una de las páginas tenía como título el nombre de una mujer y un dibujo hecho a mano por Eugenia de su rostro. Y debajo de cada nombre venía su formación. Matemática. Química. Bióloga. Eran disciplinas que siempre habían tenido un nombre masculino, pero ahí estaban, escritas justo al lado de nombres de mujer. «No he podido dejar de pensar en lo que nos dijo tu padre, así que he dedicado estos meses a buscarlas».
Recorrí las páginas con las manos temblorosas de emoción. De vez en cuando Eugenia me señalaba sus mujeres científicas favoritas. «Esta es Mary Somerville. La llaman la reina de las ciencias del siglo pasado. Sabía un montón de química y de matemáticas, ¡hasta predijo la existencia de Neptuno antes de que el planeta se descubriera! Era tan buena científica que la Royal Astronomical Society la aceptó como miembro a pesar de que nunca antes había aceptado mujeres. Y aquí está Mary Montagu. Sus padres le intentaron obligar a casarse con un noble mayor que ella, pero se escapó con un diplomático del que se enamoró. Gracias a sus conocimientos de medicina consiguió convencer a gente de muchos países para que empezara a vacunarse contra la viruela. Ya sabes que me encanta este tema, sin las vacunas estaríamos expuestos a muchas enfermedades… ¡Pero hay muchas más! Laura Bassi era italiana, como nosotras, y fue la primera mujer que consiguió dar clases en una universidad. Era una eminencia de la física y de la química, pero también de la enseñanza de la anatomía, y estuvo en contacto con todos los científicos importantes de la época. Y también…»
Pero mis ojos buscaban desesperadamente una palabra diferente. La interrumpí y le pregunté, con un nudo en la garganta, si también había médicas. «Sabía que me preguntarías eso. Existen, pero están muy escondidas. Encontré un libro que habla de cuatro mujeres que ejercieron la medicina en la edad Media, las mujeres de Salermo. Las cuatro impartían conferencias y escribieron tratados que ayudaron a que la medicina de la época avanzara. La más importante fue Trótula de Ruggiero, que vivió en el siglo XII y se la considera la primera ginecóloga. Estudió nuevas formas para reducir el dolor en el parto y sus descubrimientos fueron seguidos por muchos médicos de la época. Y hace no tanto tiempo, Florence Nightingale se dio cuenta de que los soldados en la guerra de Crimea morían en gran medida por las malas condiciones higiénicas. Le encantaban las matemáticas y fue la primera en aplicar la estadística para convencer a los gobernantes de que la mayoría de las muertes se debía a contagios por falta de higiene y no tanto a las heridas recibidas durante los combates. Pero estas dos son mis favoritas: Emily y Elizabeth Blackwell. Fueron de las primeras mujeres en convertirse en médicas en Estados Unidos, incluso cuando allí a las mujeres no se les dejaba ejercer la medicina.
Juntas ayudaron a crear una escuela de medicina solo para mujeres y escribieron muchos libros acerca de cómo tratar diferentes enfermedades, como el tifus». Eugenia me miró fijamente. «Eran familia y tenían un sueño: convertirse en médicas. Como nosotras». Las lágrimas empezaron a caer por mis mejillas. Creo que nunca he sido tan feliz como lo fui anoche. Porque si existen otras mujeres que no se conformaron con el destino que les tenía reservado el mundo, eso quiere decir que nuestro sueño es posible.
Eugenia y yo anoche nos hicimos una promesa. Cuando seamos mayores seguiremos los pasos de las mujeres del cuaderno. No tengo intención de ser ama de casa. Las dos estudiaremos en la facultad de Medicina, aprenderemos aún más y dedicaremos nuestra vida a investigar cómo curar a las personas y no me importa lo que papá me diga, nadie podrá convencerme de lo contrario.
Porque si ellas pudieron, nosotras también podemos.
Rita
Turín, verano de 1923
Rita Levi-Montalcini estudió Medicina en la Universidad de Turín pese
a la oposición de sus padres. Pronto se interesó por el estudio del
sistema nervioso y logró identificar el factor responsable del
crecimiento de las células neuronales (NGF, por sus siglas en inglés).
Este hallazgo fue reconocido con el premio Nobel de Fisiología o
Medicina en 1986. Su prima hermana, Eugenia Sacerdote de Lustig, también
estudió Medicina junto a Rita en la misma universidad. Se dedicó a los
cultivos in vitro en el prestigioso laboratorio de Giuseppe
Levi y tras exiliarse a Argentina debido al auge del fascismo en Italia
aprendió la metodología para preparar la vacuna contra la polio,
enfermedad que estaba asolando aquel país. Su esfuerzo por difundir la
existencia de esta vacuna y por implantarla en el sistema sanitario
salvó innumerables vidas.Turín, verano de 1923
Ellas, como tantas otras, hicieron historia. Quizá heredaron su pasión por la ciencia de otras pioneras científicas y sus voluntades serán heredadas con toda seguridad por aquellas que están por venir.
Fuente: https://principia.io/2019/02/11/voluntad-heredada.Ijg2OSI/
No hay comentarios:
Publicar un comentario