Irak fue un excelente negocio para empresas y petroleras estadounidenses, como Halliburton, a las que Bolton parece seguir representando. También fue un pésimo negocio para los más de 400.000 iraquíes muertos a causa de las guerras que siguieron al derrocamiento de Sadam Husein. Podríamos añadir los 500.000 muertos de Siria, un conflicto derivado del caos iraquí, y los sufrimientos de millones de refugiados; también, la existencia del grupo terrorista ISIS y el brote de xenofobia global. Invadir Irak sería un buen negocio privado, pero no lo ha sido para los ciudadanos de medio mundo.
Bolton es la mente que está detrás de la crisis de los dos presidentes de Venezuela, o como la quieran llamar, y de la amenaza poco sutil de intervención (los 5.000 soldados para Colombia de su cuaderno amarillo). También quiere bombardear Irán, un objetivo más complejo y peligroso. En este caso emplea los mismos embustes de 2003. No necesita reciclarlos en un mundo sin memoria. Esta semana tuvo la desfachatez de hablar en un programa de la cadena Fox News del petróleo venezolano, de lo bueno que sería para las empresas de Estados Unidos.
Junto a Bolton está el vicepresidente Mike Pence, un ultrarreligioso que está colocando su agenda y sus jueces, mientras que seguimos distraídos con las andanzas tuiteras de Donald Trump.
Han elegido a Elliott Abrams para devolver la democracia a Venezuela, un intervencionista experto en guerras sucias, condenado en 1991 por mentir al Congreso en el escándalo Irán-Contra. Fue uno de los creadores de la contraguerrilla nicaragüense, una guerra que costó miles de vidas. Su currículo incluye El Salvador. Calificó de “propaganda comunista” la matanza de El Mozote, ocurrida en diciembre de 1981. El batallón Atlacatl, entrenado y armado por Estados Unidos, asesinó a cerca de 500 salvadoreños, incluidos niños y mujeres. También en Guatemala, la guerra centroamericana más canalla con más de 45.000 desaparecidos.
Igual que Bolton, Abrams no tiene problemas con la gestión de su pasado. Ni arrepentimiento ni dudas. La indecencia debería ser incompatible con una democracia. Es cierto que en todo Estado existen cloacas, una mano que no sabe lo que hace la otra. Pero nunca se presume de ello ni se ofrece una segunda oportunidad a los amorales. Es esencial el disimulo, un cierto teatro de la decencia, para que podamos seguir pensando que somos los buenos de la película.
Fuente: https://elpais.com/elpais/2019/01/31/opinion/1548957819_624650.html?id_externo_rsoc=TW_CM
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