Los "chalecos amarillos" reclaman que las decisiones políticas dejen de estar delegadas. No quieren seguir confiando la soberanía popular a unos pocos y reivindican otras formas de democracia
Baltasar Gracián escribió que “No es uno solo el que vale por
muchos”. Esta verdad parecía escandalosa en su época. Han sido
necesarias revoluciones, la educación de las masas y la difusión del
saber a gran escala para imponerla en la práctica. Una vez enunciada,
esta concepción del ser humano, fiel a la realidad, no sufre ninguna
reserva, ninguna excepción. No se puede decir que en ciertas
circunstancias, en virtud de determinados procedimientos, un hombre
puede valer tanto como varios, porque no tendría ningún sentido. El
problema es que, en ese caso, la democracia representativa contiene en
sí misma una discordancia. En ella surgen inmediatamente dos grupos, el
pueblo entero y sus representantes. Y salta a la vista que es una
contradicción difícil de resolver.
Una
contradicción que es, precisamente, la que estamos viendo en Francia
desde hace más de 10 semanas. Por un lado, los representantes dan voz y
toman medidas autoritarias. Por otro, los chalecos amarillos
reclaman que las deliberaciones y las decisiones políticas dejen de
estar delegadas. No quieren seguir confiando la soberanía popular a unos
pocos.
Los chalecos amarillos forman un conjunto social heterogéneo,
de obreros, comerciantes, artesanos, profesionales liberales modestos,
intelectuales precarios. En otras palabras, todo tipo de gente, el
ciudadano corriente. Su existencia se opone a la del pequeño grupo de
los gobernantes y privilegiados. Quizá parezca una definición endeble,
pero no puede ser de otra forma. Vivimos en una época en la que, después
de muchas reestructuraciones, lo que antes se denominaba la lucha de
clases ha adoptado la forma de un antagonismo entre las clases
dirigentes y propietarias —cuyo peso económico y cuya volatilidad de
bienes han cambiado de naturaleza y de dimensión— y el resto de la
población. Por supuesto, no todo el resto de la población está dispuesto
a rebelarse, pero todos sienten los efectos de esa fractura, todos
sufren esa división desigual.
Porque el ciudadano de hoy en día, desde los asalariados de los
grandes almacenes hasta esos pequeños burgueses cuyos hijos comienzan
tímidamente unas prácticas en bancos, experimenta de forma habitual, y
diferente según su clase, la asimetría: económica, profesional,
jurídica, social, geográfica, fiscal, administrativa... Afecta por igual
a la búsqueda de piso, las entrevistas para encontrar trabajo, la
matrícula universitaria o la entrada en una discoteca. En un mundo en el
que esta experiencia de la asimetría es casi cotidiana para el conjunto
de la población, en el que la segregación de las formas de vida y las
carreras profesionales rige nuestra vida, el sentimiento de desigualdad
prolifera.
Ese es el motivo de que la gente desee reunirse, agruparse
espontáneamente en torno al mínimo común denominador, ese chaleco
amarillo que nos ponemos cuando tenemos una avería para ser visibles en
la carretera. Una prenda que solo indica una cosa: frente a las
incontables desigualdades que sufrimos, no queremos seguir delegando
nuestro poder. Somos nosotros quienes debemos proponer ideas, debatir y
deliberar sobre nuestros asuntos, en lugar de confiarlos a otros.
Sabemos desde Montesquieu —es su primera enseñanza— que aquel al que
se entrega un poder tiene tendencia natural a abusar de él. De acuerdo
con este principio, ponerse en manos de personas cuyas condiciones de
vida son mucho más favorables que las nuestras y que, por consiguiente,
no comparten nuestros intereses ni nuestras costumbres, confiar en ese
pequeño grupo para que se ocupe de los asuntos colectivos parece poco
razonable.
Es una cuestión de física social elemental. Si se considera que la
historia está acabada, es saludable que esperemos más democracia y más
igualdad y es lógico que queramos descubrir, por nuestra cuenta y de
forma colectiva, nuevos procedimientos de deliberación y decisión. Aun
así, es difícil ver por qué la democracia representativa es la forma
política suprema de la humanidad.
Los chalecos amarillos rechazan ese pesimismo. Afirman,
ayudados de pancartas y declaraciones, que somos capaces de tomar
decisiones conjuntas, de adoptar procedimientos más democráticos, de
desconcentrar el poder. Sin duda, algunas mentes preclaras se
lamentarán: esos chalecos amarillos ¿no son el hombre
espectáculo, el blanco preferido de la mercadería y la servidumbre
voluntaria? Su odio parece incluso más antiguo, ¿no es un chaleco amarillo el que se queda fascinado contemplando las sombras en las paredes de la caverna de Platón?
Ni siquiera tenéis un proyecto concreto, sermonean los que nunca
están contentos; cuando, precisamente, la ausencia de proyecto es la
forma contemporánea, posible y necesaria de la libertad. El partido, la
clase universal —el proletariado— encargada de emancipar a toda la
humanidad ya no existe. Nos han dejado el terreno libre. El monoteísmo
político ha terminado. Los chalecos amarillos reivindican otras formas de democracia y más igualdad: parece un buen comienzo.
Desde luego, es una consigna vaga, pero eso es precisamente lo
estimulante. Nadie tiene una idea redonda y general que proponer. De las
discusiones, de la inteligencia colectiva, será de donde broten las
nuevas formas de solidaridad. La relativa heterogeneidad de nuestros
intereses se confabula en favor de la democracia. Querámoslo o no,
debemos escucharnos, debemos vivir más a fondo la experiencia de la
democracia, de una vida compartida, decidida por todos. Nos corresponde
moldear nuestra multiplicidad, amorfa, pero temible. Hay mucho que
hacer, siguiendo al pie de la letra el fabuloso pensamiento de Baltasar
Gracián: “No es uno solo el que vale por muchos”.
Después de que el proceso denominado capital —así se bautizó— haya
desarticulado y vaciado de contenido todas las tradiciones, todas las
teologías, todas las comunidades asfixiantes, debemos ahora descubrir,
más allá de la elocuencia, si podemos, nosotros, los ciudadanos
corrientes, hablar y decidir en común. Que yo sepa, nunca ha habido una
razón mejor para reunirse cada sábado en los Campos Elíseos.
Fuente: https://elpais.com/elpais/2019/02/01/opinion/1549045648_646564.html
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