sábado, 9 de febrero de 2019

Mary Poppins y el viento del Este

Por qué el clásico de Disney es, seguramente, la película política más importante de todos los tiempos. 

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Podríamos dividir el mundo en dos grandes categorías: en una, la de los que consideran un gasto superfluo y una prueba de imbecilidad suprema comprar comida para las palomas a una anciana indigente; en la otra, el resto de la humanidad. La primera controla nuestra vida desde el nacimiento, aleccionándonos sobre la utilidad de las cosas, moldeando nuestros deseos, encauzando nuestra vocación hasta ponerla finalmente a su servicio. Un ejemplo: puede que te guste escribir, puede que tengas madera de periodista, pero es muy difícil que llegues a ganarte la vida con eso. En cambio, si escribes lo que hoy se llama branded content, si escribes (bien, obviamente) para las marcas, es bastante probable que puedas llenar la nevera. Y hay que comer, así que no tienes muchas más alternativas. Dicho de otra forma: hay que hacer rentable tu habilidad. Hay que hacerte rentable a ti. Rentable para otras personas que no escriben ni crean ni fabrican nada. Personas que no hacen otra cosa que acumular capital, propiedades, poder. ¿Cómo encaja el arte en un mundo así? Pues igual. Haciéndolo rentable. Piensen en Jeff Koons, por ejemplo. No en el valor artístico de su obra, que es muy cuestionable, sino en el dinero que genera.

Desde esta perspectiva, pintar escenas campestres en una acera con unas tizas de colores puede considerarse el summum del arte inútil. Eso no puede comprarse, no puede subastarse en Christie’s. ¿Qué rentabilidad podría sacarse a un dibujo efímero que queda a merced de la lluvia y los viandantes? Para el capital, ninguno. Para el autor, con suerte, unas cuantas monedillas surgidas de la empatía de sus semejantes y conseguidas gracias a su talento y su esfuerzo. Retirar a ese hombre la circulación y ponerlo a producir para el sistema es un imperativo del capitalismo. Por eso Bert, el artista callejero/músico ambulante/deshollinador de Mary Poppins, es un anarquista. Un héroe que desafía el poder establecido. Y un quintacolumnista luminoso, porque dinamita la moral económica neoliberal desde su mismo corazón ideológico: el cine de Disney.

Tras el estreno de la segunda parte, El regreso de Mary Poppins (2018), es bueno recordar que la película original de 1964, además de ser una de las más grandes obras maestras de la historia del cine, es un hito del arte revolucionario a la altura de El acorazado Potemkin. Y si Bert es un anarquista, la niñera mágica que se presenta en el domicilio de la familia Banks es una jacobina (poder centralizado y dirigido de arriba abajo) con un enorme poder de movilización (pone a marcar el paso a cualquiera que se cruce en su camino) y que actúa siempre bajo la ética de la responsabilidad. ¿Y de dónde viene esta mujer “prácticamente perfecta en todo”? El sitio exacto no lo sabemos a ciencia cierta, aunque podemos hacernos una idea: viene con el viento del Este. ¡Del Este! La cosa está clara como el agua. Pero sigamos analizando alguna de las características más sobresalientes de ese soberbio manifiesto político que es Mary Poppins.

Alegría
El director francés Robert Guédiguian hablaba en estas mismas páginas de la mala imagen que tiene la izquierda: “La izquierda está del lado de la tristeza, del castigo, del trabajo duro, de la culpa, del sacrificio. Mientras que la derecha es la euforia, la fiesta, la movida, la ficción de que todos vamos a triunfar. Hay que acabar con eso. Yo llevo muchos años diciéndolo: la revolución es festiva, es un carnaval, es divertida”. La de Mary Poppins también lo es.

La película no es solo un hermoso canto revolucionario, también es uno de los mejores musicales jamás rodados. Todas las canciones, compuestas en el mejor estilo del music hall victoriano, son extraordinarias. Tan inspirados estaban los hermanos Sherman, autores de la banda sonora, que hasta les sobró material. Cuando Mary Poppins, Bert y los niños entraban en el cuadro campestre (una escena que mezclaba acción real y dibujos animados), se descartó una secuencia subacuática en la que sonaba The Beautiful Briny, temazo alrededor del cual se construiría toda una nueva película: La bruja novata (1971). Parece un descarte inevitable si tenemos en cuenta que la cinta, sin ese número musical, sobrepasa ya con creces las dos horas de duración. Y a pesar de todo, esas dos horas y pico se pasan volando, son pura diversión. Como canta Bert en la citada escena: “¡Qué alegre ilusión es ir con Mary! ¡Qué bueno es ir con Mary a pasear!”. Porque todo el mundo tiene derecho al ocio y el recreo, claro. Y más aún: en la fantasía socialista florecida alrededor de Mary Poppins, el intercambio de bienes y servicios por dinero ha sido abolido. En el merendero, los camareros pingüinos lo proclaman con absoluta claridad: “Lo que quieras tú, podrás tomaaaar… ¡y todo sin pagaaaar!”.

A la izquierda, una imagen de ‘Los alegres muchachos’ (1934), de Aleksandrov. A la derecha, ‘Mary Poppins’ (1964)
 La escena tiene incluso un guiño ecologista: los caballos de tiovivo en los que montan los protagonistas se inmiscuyen en el deporte aristocrático por excelencia en el Reino Unido: la caza del zorro. Y, como no podía ser de otra manera, toman partido por el más débil y salvan al animal. Estamos ante una intervención de Greenpeace avant la lettre.

En el plano puramente estético también se pueden encontrar similitudes (seguramente casuales, pero ahí están) entre algunas escenas de Mary Poppins y los musicales soviéticos de Grigoriy Aleksandrov (colaborador habitual de Eisenstein), musicales a los que Stalin, por cierto, era muy aficionado. Pero esta última información, ejem, podemos obviarla…

Fotograma de ‘Volga-Volga’ (1938), de Aleksandrov, a la izquierda. Y ‘Mary Poppins’ (1964).
 Para terminar, destaquemos la coreografía (soviética a tope: los paralelismos con la escena de los marineros del ballet La amapola roja, de 1927, son más que evidentes) de los deshollinadores por los tejados de Londres. La clase obrera se monta allí una juerga frenética que provocaría un mohín de asco entre la clase distinguida, sino el más tembloroso de los espantos, si llegara a verla. Contemplar al proletariado disfrutando en libertad es un espectáculo difícilmente aceptable para la burguesía. Ese placer está reservado a los ricos. El sacrificio y el trabajo duro, como se quejaba Guédiguian, es lo que les toca a los pobres. Y ya que hay que hacerlo, mejor ejecutar el trámite con buen humor o, como indica certeramente Mary Poppins, “con un poco de azúcar”. 

Desde tiempo inmemorial, los predicadores y las damas de la alta sociedad han dedicado grandes esfuerzos a reventar verbenas, aguarle la fiesta al personal y a reconducirlo por el camino de la moralidad. Pues bien, la rebelión contra el orden establecido propugnada en el filme llega hasta ahí: “Aunque viva ahumado el deshollinador, no hay tipo en el mundo con tan buen humor”, proclama Bert. O sea, que me quieres triste, sumiso, recatado, agradecido, y yo me niego. Y no sólo voy a reír sino que voy a celebrar la vida bailando. Y el mensaje va dirigido a todo el mundo, también a los mustios y melancólicos jerarcas de la izquierda: como decía la pionera del feminismo Emma Goldman, “si no puedo bailar, tu revolución no me interesa”.

Feminismo
La señora Banks (interpretada por Glynis Johns, para la que todos los elogios son pocos) coloca unas rosas en un jarrón mientras se dirige al servicio.
—Hermosa mañana, ¿verdad, Helen?
—Sí, señora, muy buena.
—¿Ha puesto los huevos podridos en mi bolso?
—Naturalmente —responde la criada.
—¡Cuando acabe el mitin iremos todas en manifestación a tirárselos al primer ministro!
Y las dos mujeres estallan en risas.

Ojo, esta aguerrida mujer sería considerada hoy en día una terrorista. Si tenemos en cuenta que la historia está ambientada en el Reino Unido en 1910, aún faltaban ocho años para que la señora Banks pudiera considerar cumplido su sueño de ver a las mujeres votar, aunque no lo harían en las mismas condiciones que los hombres. En 1918, tras la Primera Guerra Mundial, se aprobó que podrían participar en las elecciones las mayores de 30 años que contaran con un mínimo de propiedades (concluimos de este modo que el despectivo término “democracia burguesa” era bastante exacto por aquel entonces). Diez años más tarde, los derechos masculino y femenino al voto serían finalmente equiparados. Así pues, cuando Mary Poppins aparece por allí aún le quedaba un largo camino de movilizaciones a la señora Banks, que en la película enuncia de forma explícita su apuesta por la sororidad: “Y las hijas de nuestras hijas cantarán a coro: ¡Bien hecho, hermana sufragista!”, entona literalmente en la versión original en inglés.

Pero esta luchadora (privilegiada socialmente pero luchadora al fin y al cabo) que desfila enérgicamente por las calles de Londres (y por los pasillos de su casa) al grito de “¡hoy las cadenas hay que romper!” no es la única feminista de la historia. La propia Mary Poppins lo es. Es una mujer independiente que mantiene una relación de igualdad y de amistad con otros hombres, singularmente con Bert (sin sexo, que sepamos, aunque tal vez sí, y no tendría nada de sorprendente ni de reprobable), pero también con el tío Albert, el señor que no puede evitar salir volando cuando le da un ataque de risa y sobre el que volveremos más adelante.

Mary Poppins es una feminista de una pieza porque no se deja avasallar por nadie, y por un hombre mucho menos. Cuando el señor Banks le pide informes antes de contratarla, con toda la seguridad del mundo le dice que no acostumbra a darlos por considerarlo “anticuado”. Cuando nuevamente le pide explicaciones tras la invasión de su casa por los deshollinadores, Mary Poppins marca la línea roja (o morada, más bien) con contundencia: “En primer lugar, me interesa mucho aclarar una cosa… Nunca doy explicaciones”. La niñera recibe el mansplaining de su patrón como una estrella del tenis al resto: devuelve la pelota con habilidad maestra y será es el señor Banks el que acabe haciendo lo que ella diga, como llevar a los niños a conocer su lugar de trabajo. El banco. ¡Ah, el banco…! Eso merece un capítulo aparte.

Redistribución de la riqueza
Quizás la lección más valiosa que Mary Poppins da a los niños sea la de la piedad. La canción Feed the birds (Compre migas de pan, en la versión española) ejemplifica la importancia de compartir la riqueza con las clases más desfavorecidas. Esta educación en valores contrasta con la moderna invasión que los bancos han ejercido sobre las aulas, donde se quiere inculcar a los niños el valor del dinero y la importancia del ahorro. Como si de mayores no fueran capaces de hacerlo por sí mismos y a la fuerza. Lo de la solidaridad, la generosidad, el feminismo, la igualdad de oportunidades o el ecologismo que lo aprendan en alguna extraescolar ya si eso. 

Lo que el pequeño Michael Banks tiene previsto hacer con su capital líquido disponible es un acto de justicia redistributiva. Los dos peniques que ha ahorrado, y que podrá sustituir fácilmente porque su padre no anda escaso de dinero, son una ayuda para una víctima de la exclusión social: la anciana vendedora de comida para las palomas. El propio Walt Disney lo entendió rápidamente. “Eso es, ¿no? De eso va todo. Es la metáfora que resume toda la película”, les dijo a los hermanos Sherman cuando estos interpretaron la canción por primera vez en su despacho. Aunque dirigida por el artesano Robert Stevenson, Disney supervisó personalmente cada detalle de la película, y en especial la parte musical. Por supuesto, no era consciente de la rojada que le iba a salir, pero es normal, esas cosas pasan cuando uno da rienda suelta a los buenos sentimientos. Sobre la difícil génesis de esta cumbre cinematográfica conviene ver la magnífica Al encuentro de Mr. Banks (2013), en la que Tom Hanks interpreta al famoso productor y Emma Thompson a P. L. Travers, madre literaria de Mary Poppins y detractora número 1 de la película, pues siempre la consideró una chorrada. A los protagonistas, Julie Andrews y Dick Van Dyke, no los podía ni ver, y estimó el resultado final como una traición a su personaje. Disney y sus píldoras de azúcar habían transformado la personalidad de su heroína, que ella concibió como una niñera severa, casi gótica, a menudo aterradora. Por suerte para la humanidad, en Hollywood soportaron a la escritora cascarrabias mientras fue necesario y luego pasaron olímpicamente de sus opiniones.

Pero volvamos a la vendedora de migas de pan. Es sólo un cameo con apenas una frase pero, ¿quién interpreta este papel? Jane Darwell, rotunda actriz que ganó el Oscar en 1941 por su papel de madre de Henry Fonda en Las uvas de la ira, la adaptación de la novela de John Steinbeck. El autor tenía un objetivo claro al escribir aquella conmovedora radiografía de la pobreza en Estados Unidos y así lo dejó escrito en sus notas: “Quiero ponerles la etiqueta de la vergüenza a los bastardos codiciosos que son responsables de esto”. Con “esto” se refería a la Gran Depresión. En el cine, el rostro de aquellos migrantes pobres era el de Darwell. El de la menesterosa que vende migas de pan en la escalinata de la catedral, frente al banco Dawes en el que trabaja el señor Banks, también es el de Darwell. Veintitantos años después y colocada nuevamente al pie de los “bastardos codiciosos”.

Antisistema
Toda la película es una burla al orden burgués y al poder del capital que llega a su punto culminante en la escena del banco, cuando el viejo señor Dawes intenta arrebatarle sus dos peniques a Michael. Los cantos de sirena de este “gigante de la finanzas” no se diferencian en nada de la actual publicidad de los bancos: danos tu pasta y así asegurarás tu futuro y serás parte de nuestra gran familia de inversionistas. A cambio de esos dos peniques, prometen a Michael que será propietario de saltos de agua en Brasil, ferrocarriles en África, transatlánticos, plantaciones de té… En resumen, el global y eterno timo de la estampita capitalista, pero al niño no se la dan con queso (Mary Poppins lo ha aleccionado bien) y se niega en rotundo a dar sus dos peniques. Son para la comida de las palomas y punto. Un acto verdaderamente revolucionario a juicio de quienes acostumbran a “poner el dinero a trabajar” (porque trabajar, lo que se dice trabajar, nunca lo hacen ellos mismos; y el dinero, por añadidura, tampoco es suyo, aunque los beneficios sí). No lo pueden consentir y forcejean con el pequeño para quitarle los dos peniques. El poder simbólico de la escena es grandioso. Es puro Bertolt Brecht. ¿Un banquero multimillonario se tomaría tantas molestias por una cantidad tan insignificante? ¿De verdad lo haría? Todos sabemos que SÍ. 

En cuanto a caricaturizar a la clase dirigente, el que se lleva la peor parte es el señor Banks (el señor ‘Bancos’, por si no se habían dado cuenta, interpretado de forma admirable por David Tomlinson). El padre de Jane y Michael es representado como un obseso del orden, la puntualidad, la pulcritud y los valores tradicionales. Fuma en pipa y bebe jerez frente a la chimenea. Es un tory de los pies a la cabeza, vaya. Pero el huracán Poppins pone patas arriba su casa. En realidad, no es el malo de la historia y no se ensañan con él. Inspira más pena y simpatía que otra cosa. Y la niñera, además, también ha acudido en su rescate. Su aparición provocará una cadena de acontecimientos que le servirá para aclarar su escala de prioridades: pasar la tarde con los niños volando una cometa no es perder el tiempo ni el dinero. En realidad, jugar es una de las pocas cosas importantes que venimos a hacer a este mundo. En la secuela, El regreso de Mary Poppins, se hará hincapié asimismo en este hecho capital: el drama del adulto (un Michael Banks ya crecido y padre) que pierde su capacidad para jugar. En plano social, el filme tampoco se olvida de la perfidia de los bancos ya que la familia Banks deberá enfrentarse a un desahucio.

'El regreso de Mary Poppins'.
El regreso de Mary Poppins’.
 Empatía
Se dirá que la empatía no es una característica exclusiva de la izquierda, pero lo cierto es que no puede entenderse la izquierda sin ella. Llorar con los que lloran y (esto es importantísimo y atañe directamente al disfrute del arte y las fiestas populares) reír con los que ríen es fundamental en el aprendizaje del buen socialista.

Eso es precisamente lo que Jane y Michael practican cuando visitan al tío Albert. Contagiados por la comicidad del venerable enfermo, acaban flotando en el aire junto a él y merendando en el techo. El divertido y paranormal suceso es una hermosa declaración de empatía y, por eso mismo, una impugnación del individualismo neoliberal, que vendría a decir exactamente lo contrario: tus problemas (de salud, vivienda o formación) no sólo no me importan sino que son mi beneficio. Es el mercado, amigo.


 Pero no es este el único episodio destacable de empatía que encontramos en la película. Hay otro, que es prodigioso en sus diálogos, en el que Bert intenta explicarle a los niños que su padre los quiere aunque a veces los riña y que hay que comprender que su vida no es fácil: “Todo el día encerrado en ese banco frío y triste con montones de dinero tan fríos y tan tristes como el banco. Siempre me ha dado pena ver a un hombre enjaulado. Hay jaulas de todas clases, algunas en forma de banco con alfombras y todo”.

La grandeza de Mary Poppins, como la de todas las obras inmortales de la historia de la narrativa, estriba en sus diferentes niveles de lectura. El Quijote, por ejemplo, es una comedia descacharrante, el drama de un hombre enfermo y un precioso tratado de humanismo, todo a la vez. De la misma forma, Mary Poppins es un torbellino de diversión y fantasía para los niños, un musical que podrían haber firmado los mismísimos Gilbert y Sullivan, y seguramente la película política más importante de todos los tiempos.

Fuente: https://www.lamarea.com/2019/02/08/mary-poppins-y-el-viento-del-este/

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