viernes, 15 de diciembre de 2017

Un espíritu alemán del siglo XIX

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El ejemplo más inquietante del desbocado espíritu alemán en el siglo XIX fue Wagner, el compositor de talento diabólico.
   Su salto a la fama coincidió con el muy cacareado ascenso de Alemania a la categoría de gran potencia, y las dudas resultantes sobre sí misma. Wagner había abandonado Riga por frustración y para buscar fama y fortuna en París (donde brevemente hizo amistad con Heine). La pobreza, la falta de atención y la miseria que padeció en la capital francesa, donde reinaba totalmente el compositor judío Meyerbeer en los círculos musicales, infundió en Wagner un odio perdurable hacia la ciudad: "Yo no creo ya en ninguna revolución", escribió en 1850 "salvo la que empiece por quemar París". Wagner dejó París en 1842 después que Rienzi, su primera ópera romántica sobre un revolucionario fracasado, lograra un éxito paneuropeo (un adolescente a quien embelesó fue Adolf Hitler en 1906). Pero sus grandes obligaciones como Kapellemeister de la corte de Dresde le producían profunda insatisfacción. Como artista con un fuerte sentido de su vocación, se veía humillantemente obligado con los plutócratas burgueses.
   Considerando a los acomodados filisteos burgueses que acudían a la ópera como causa de todo mal, Wagner despreciaba los parlamentos y deseaba que la Revolución gestara un líder capaz de elevar a las masas al poder, y hasta cotas estéticas ignotas, mientras creaba un nuevo espíritu nacional alemán. Wagner encontró su verdadera vocación cuando en 1848 estallaron revoluciones en toda Europa: "Deseo", escribió, "destruir el imperio del uno sobre el otro [...] Deso hacer pedazos el poder de los poderosos, de la ley y de la propiedad". Anheloso de fundir su excitable persona con lo que él llamaba "el fluir mecánico de los acontecimientos", halló un compañero dispuesto en Bakunin que comenzaba su larga trayectoria como exponente del anarquismo.
   Mientras Karl Marx huía del continente europeo en 1849 a su último refugio en Inglaterra, Wagner guarnecía las barricadas de Dresde (procurando, entre otras cosas, granadas de mano). Bakunin le sugirió que compusiera un terzetto en que el tenor cantara "¡Degolladlo!", la soprano, "¡Ahorcadlo!", y el bajo, ¡"Fuego, fuego!". Wagner se sintió emocionado cuando se incendió el teatro de la ópera donde hacía poco había dirigido la democrática Novena Sinfonía de Beethoven (y después fue acusado de haber provocado el fuego). Pero la revuelta fue aplastada y Wagner tuvo que huir a Zúrich en un coche de caballos alquilado, lanzando a Bakunin y otros compañeros cariacontecidos gritos demoníacos de "¡Luchad, luchad por siempre!". [...]

Los románticos alemanes había deseado fundar con su arte una nueva visión comunal para contrarrestar las divisiones sociales del utilitarismo económico y el individualismo desnortado. [...]
   El proceso iniciado en los siglos XVII y XVIII -por el cual el hombre ocupa el lugar de Dios como centro de la existencia, y pasa a ser señor y dueño de la naturaleza mediante la aplicación de nuevas ciencias y tecnología- había alcanzado el cénit en las décadas medias del siglo XIX.
   En sus gigantescos proyectos, Wagner concedía un lugar estelar a su arte. Según él, el artista, degradado por el capitalismo y el filisteísmo burgués, debía ser el sumo sacerdote de la nación. En cambio, estaba produciendo "entretenimiento para las masas, excesos lujosos para los ricos". Hacía falta un nuevo vínculo social entre las masas, y entre las masas y el poeta. Entre 1848 y 1874, Wagner logró una síntesis de teoría y práctica al escribir el libreto y la música de El anillo de los Nibelungos, que se representó completa dos años después .
   Marinetti, el futurista italiano, que detestaba la "insoportable vulgaridad" de las óperas de Puccini, calificó a Wagner como "el mayor genio decadente y por ello el artista más afín a las almas modernas". El culto a Wagner fue paneuropeo y se extendió más allá de divisiones nacionales e ideológicas. Hitler declaró que había concebido su Weltanschung* a raíz de su primer encuentro con la Rienzi de Wagner. "Comenzó a esa hora". Theodor Herzl escribió su decisivo manifiesto sionista, El estado judío (1895), en constante proximidad con esa música antisemita en París, confesando que "sólo las noches en que no se tocaba a Wagner tuve alguna duda sobre lo acertado de mi idea". Marinetti declaró: "Wagner despierta el ardor del delirio en mi sangre y es tan propicio para mis nervios que voluntariamente, por amor, yacería con él en una cama de nubes". [...]
   Aun así, el propio Wagner, en el cénit de su fama, seguía atormentado por su humillación en París, donde la fascinación de este provinciano por la lujosa vida de la metrópolis había terminado en éxito parcial y en escándalo. Compuso una oda cuando los ejércitos alemanes rodeaban París en 1871 y una obra en un acto cuando conquistaron y ocuparon la ciudad. Pronto corroboró el temor de Heine de que el otro lado de la francofobia era el antisemitismo....

Weltanschung*: Visión del mundo

La edad de la ira
Pankaj Mishra




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