Jorge Riechmann, después de la entrevista.
Manolo Finish |
Profesor de Filosofía moral en la Universidad Autónoma de
Madrid, traductor, poeta, ensayista y miembro de Ecologistas en Acción,
Jorge Riechmann (Madrid, 1962) desgrana un buen puñado de reflexiones
incómodas sobre un modelo de vida que dirige a la humanidad hacia el
despeñadero. En su libro Autoconstrucción cataloga el siglo XXI
como “la era de la gran prueba” porque, según dice, “somos la primera
generación que entiende perfectamente lo que está pasando con el clima y
posiblemente seremos la última que pueda evitar la catástrofe hacia la
que nos dirigimos”. Lo suelta a bocajarro, como un puñetazo entre los
ojos. Consciente de que el pesimismo en estos tiempos de oscuridad tiene
cada vez menos adeptos, Riechmann censura sin ambages la mercadotecnia
del “buenismo” de la que hace gala el sistema convocando grandes cumbres
climáticas en las que a muchos se les llena la boca con compromisos
medioambientales y “energías verdes” pero luego estigmatizan a los
movimientos ecologistas como ingenuos apestados. La realidad que dibuja
es desoladora. Todo está en contra del planeta pero, frente a eso, no
cabe la resignación. “Aún podemos actuar contra este modelo de
producción salvaje porque no está sujeto a ninguna ley física, como lo
está la naturaleza, que impida cambiarlo”. Es el mínimo espacio que este
investigador apasionado deja abierto a la esperanza.
¿Tiene solución el planeta?
Pienso que sí. Lo que no tiene sentido es intentar
salvarlo interviniendo sobre el consumo y dejando intacta la voraz
cultura productiva. Ambas variables caminan de la mano aunque no valga
sólo con esto. Por nuestro comportamiento depredador con los recursos
naturales y la biosfera habría que hablar también del extractivismo y, a
mi modo de ver, también del exterminismo, una noción acuñada por el
historiador británico E. P. Thompson para explicar la estructura del
mundo a finales del siglo pasado, cuando las dos superpotencias
nucleares enfrentadas amenazaban con aniquilar cualquier rastro de vida
en el planeta.
La medida referencial del éxito de un sistema es
el PIB. Si crece significa que las cosas van bien y hay esperanza de una
vida mejor.
Es la locura típica de una cultura denegadora como la
nuestra. Digo denegar porque va más allá de ignorar lo que pasa y es no
ver lo que tenemos delante de los ojos. Significa que no nos hacemos
cargo de las consecuencias de seguir chocando contra los límites
biofísicos de manera violenta. Nos hacen creer que vivimos en una
especie de Tierra plana en la que podemos avanzar de manera infinita
porque los recursos naturales son inagotables y la capacidad de
absorción de la contaminación es ilimitada. Esto es una fantasía porque
las leyes de la naturaleza, de la física, de la dinámica de los seres
vivos nunca podremos cambiarlas, por grandes que sean nuestras ilusiones
al respecto.
Pero las grandes cumbres climáticas aseguran haber
empezado medidas drásticas para evitar el apocalipsis. ¿Qué
credibilidad concede a sus decisiones?
El calentamiento global, siendo una realidad devastadora,
es sólo la manifestación de otras dinámicas que deberíamos atajar si
queremos evitar el apocalipsis climático hacia el que nos dirigimos.
Nuestro principal problema ambiental es la extralimitación ecológica, el
choque de las sociedades industriales contra los límites biofísicos de
la Tierra. Si utilizamos la herramienta de la huella ecológica como
indicador del impacto ambiental generado por la demanda humana podemos
observar que, en la actualidad, consumimos los recursos inexistentes de
1,5 planetas Tierra. Y eso a pesar de las carencias y desigualdades que
asolan a buena parte de la humanidad. Dicho de una forma más didáctica:
si quisiéramos generalizar al resto del mundo el modo de vida de los
españoles necesitaríamos tener 3 planetas como la Tierra a nuestra
entera disposición. Y si quisiéramos generalizar el de EEUU, que muchas
veces ponemos como ejemplo de éxito, necesitaríamos 6. Es una locura que
emana de esa construcción económica de tierra plana de la que hablaba
antes.
Entonces, ¿qué empuja al mundo a seguir enalteciendo el crecimiento económico pese a saber que conduce a la destrucción?
El capitalismo, cuya dinámica es autoexpansiva y deniega
cualquier salida alternativa. Para hacer frente al cambio climático
deberíamos cuestionarnos antes los resortes básicos del capitalismo,
algo que parece prohibido. Por eso digo que las cumbres mundiales sobre
el calentamiento global no son realmente efectivas sino más bien
ejercicios de diplomacia teatral.
¿No sirven para nada?
Confunden a la opinión pública. La prueba es que los
grandes expertos en el cambio climático como James Hansen, a quien
podríamos considerar el climatólogo jefe del planeta, calificó de farsa
la cumbre celebrada en París. Se intenta poner un límite a las emisiones
a la atmósfera de gases de efecto invernadero pero los límites son
absolutamente incompatibles con el sistema productivista actual. Aunque
el síntoma sea el calentamiento climático, la enfermedad se llama
capitalismo.
¿Por qué el movimiento ecologista, cuya expresión
política llegó a gobernar en países como Alemania, es descalificado hoy
por muchos gobiernos?
Ojalá fuéramos descalificados un poco más porque así
seríamos mucho más fuertes y activos. La realidad es que las
descalificaciones son un indicio de una situación paradójica: aunque la
percepción generalizada es que el mundo se ha comprometido en la lucha
contra el cambio climático, eso no es así. Sabemos que desde los años 60
y 70 había evidencias sobre cuál era la dinámica del sistema y los
límites del crecimiento pero los mismos a los que hoy se les llena la
boca con la lucha contra el cambio climático decidieron poner en marcha
toda una campaña global para impedir que se tomaran las decisiones
correctas. Bastaría con leer un libro de Sicco Mansholt, un
socialdemócrata holandés que era presidente de la CEE cuando en los años
1972 y 1973 se produjo el primer choque petrolero mundial, en el que
aboga por un cambio radical en las estructuras de producción y consumo
que hoy serían catalogadas como radicales y peligrosas.
¿Cuándo se quiebra ese proceso de sensibilización medioambiental?
En los años 80, con la fase neoliberal del capitalismo.
Desde entonces, el retroceso ha sido constante pese al aumento de lo que
algún experto denomina sosteni-blabla, es decir, mucho
discurso, mucha cháchara, mucha propaganda y mucha estrategia de
comunicación sobre energía verde. Pero la realidad vuelve a ser
demoledora: la acción brilla por su ausencia y los planteamientos de
fondo, incluso aquellos realizados por gente del establishment como Sicco Mansholt, son estigmatizados por rechazar el dogma del crecimiento infinito.
¿Estamos a tiempo de frenar el cambio climático?
Hemos llegado a un punto tal que lo que hace 30 años
hubieran sido estrategias de cambio gradual ahora ya no están a nuestro
alcance. Para hacer frente al calentamiento global necesitamos salir a
toda prisa del capitalismo salvaje en el que hoy nos movemos.
¿Cree que el mundo está dispuesto a renunciar a esos principios económicos pese a conocer los riesgos?
Los cálculos teóricos realizados por investigadores
canadienses sobre las opciones que resultarían de respetar los límites
biofísicos de la Tierra indican que, por ejemplo, el parque móvil de un
país como España, que tiene 15 millones de coches, debería ser de unos
180.000 vehículos con motor de combustión. Pero claro, eso es
inaceptable en términos industriales. El caso es que, si no se acepta
esta realidad, no hay lucha alguna contra el cambio climático.
¿Quiere decir que la humanidad está condenada si no renuncia al modo de vida capitalista?
Ya decía antes que las leyes de la naturaleza existen y
son las que son. No podemos cambiarlas pese a la ilusión que albergamos
de que una especie de tecnociencia omnipotente conseguirá derrotarlas.
Donde podemos actuar, en cambio, es contra la organización de nuestro
modelo de vida que no está sujeto a ninguna ley física.
¿Qué impide cambiarlo?
Que no nos creemos lo que sabemos. Si fuéramos capaces de
hacerlo, tomaríamos decisiones racionales para cambiar un modelo que nos
lleva a la destrucción. Para que esto se produzca nos haría falta un
enorme ejercicio de reforma intelectual y moral. El problema es que
nuestras sociedades están organizadas contra eso. Fatídicamente, el
neoliberalismo se impuso con sus ideas aberrantes de que todo depende de
los gustos y preferencias individuales, y que igualdad y libertad son
dos principios contrapuestos, cuando una mínima reflexión indica que es
una falacia. Necesitamos bienestar humano pero necesitamos que sea
compatible con los límites biofísicos del planeta. Somos la primera
generación de la historia que entiende perfectamente lo que está pasando
y posiblemente seremos la última que pueda evitar la catástrofe hacia
la que nos dirigimos.
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