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El Gran Arco |
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Es cierto que los británicos habían cambiado el rostro de la India, construyendo miles de kilómetros de canales y vías, creando ciudades enteras; pero en un nivel más profundo, la presencia británica no era más que un velo efímero sobre el cuerpo de una tierra que era más un estado de ánimo que un Estado nacional, una civilización que había permanecido en pie cuatro mil años como un imperio de ideas más que como fronteras territoriales. La India se había rendido una y otra vez a las acometidas de los invasores, pero al final, siempre había resultado victoriosa, absorbiendo los impulsos extranjeros y, a través del mero peso de su historia, provocando mutaciones que de manera inevitable transformaban cada nueva influencia en algo indeleblemente indio.
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Surveying in the Himalayan foothills photo lsu.edu |
Al mismo tiempo, la India era en sí misma una invención británica, un lugar imaginado definido por unas fronteras e intereses políticos y comerciales siempre en constante cambio y expansión que, a su vez, volvían a hilarse con la realidad gracias a los matemáticos y técnicos del organismo nacional de topografía, la Survey of India. Los mapas serían la clave para tener una noción verdadera de la India; codificar en dos dimensiones los rasgos geográficos y culturales de un subcontinente, al tiempo que creaban los fundamentos para la ocupación. La India, ese territorio imaginado, se convirtió en algo concreto y pleno de significado cuando fue reducido a un mapa. No es casualidad que la mayor empresa científica del siglo XIX fuese la medición literal de la India, o que a través de esta cruzada se descubriera la montaña más alta del mundo [...].
Si los mapas eran la metáfora por la que se creó el Raj,* el conocimiento ofrecía unos cimientos sobre los que descansaba la aventura del imperio. Los arqueólogos, junto con los comerciantes, los topógrafos y los misioneros, eran la brigada avanzada de exploradores. La antropología surgió a partir de la necesidad de entender a los pueblos y las cultura para poder administrarlos y controlarlos bien.[...]
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Porcelanas o conchas de cauri. |
En una maniobra de espionaje -que fue celebrada por Kipling en la célebre novela
Kim-, los británicos habían estado entrenando desde 1851 a eruditos indios, los
pundit, como topógrafos, quienes -disfrazados como peregrinos, hombres de fe o campesinos- eran enviados a pie a través de los altos pasos del Himalaya para descubrir qué había más allá del muro de montañas que desafiaba cada una de sus iniciativas diplomáticas. El objetivo podía ser Lhasa y la oportunidad de sonsacar información, así como la naturaleza del gobierno tibetano, la fuerza de sus ejércitos, el rendimiento de las cosechas, la posibilidad del hambre y las hambrunas. Lo normal era ordenar a estos expertos que exploraran en busca de información puramente geográfica; la altura y orientación de las cadenas montañosas, la localización y accesibilidad de los pasos mayores, el carácter y la dimensión de los ríos que regaban la meseta tibetana y fluían hacia las faldas de la India. Como elemento de medición sólo llevaban consigo aquello que podían pasar disfrazado como icono religioso de un monje. Entrenados para andar 1.250 pasos cada kilómetro, ni uno más ni uno
menos, se les daban rosarios con cien cuentas en lugar del tradicional,
que tiene ciento ocho, y se les instruía para dejar caer una sola cuenta
en sus
yapa mala por cada cien pasos que daban. En el manuscrito que escondían en cada rueda de oración, que lanzaba girando al universo mantras de compasión, se podían registrar datos de manera subrepticia. El
pundit Nain Singh, el primer explorador en fijar la localización de la capital tibetana, viajó a pie de Sikkim a Lhasa y después por todo el Tíbet central, recorriendo a pie 2.543 kilómetros, o lo que es lo mismo, 3.178.750 pasos, todos y cada uno de ellos contados. Para determinar el horizonte, del que pudo fijar la longitud y la latitud, usó mercurio, que transportaba por el Himalaya en conchas de cauri selladas con cera.
El número más impresionante de todos el del
pundit Kinthup, quien fue enviado a las montañas para resolver el enigma más desconcertante de la geografía del Himalaya. Se sabía que el río Yarlung Tsangpo, que nacía en el Tíbet occidental, en las faldas del Kailash, la montaña más sagrada para hinduistas, budistas y jainistas, discurría hacia el este y desaparecía en el Himalaya desde el norte hasta un lugar conocido como Dhemu Chamnak. Al otro lado de la cordillera, el Brahmaputra, surgía entre las montañas a una distancia de sólo 193 kilómetros de Dhemu Chamnak. La caída de altura era de 3.600 metros y la cuestión que se planteaba era si los dos ríos eran uno en realidad.
En 1880, a Kinthup se le encargó la tarea de entrar de incógnito al Tíbet y encontrar un camino hacia el río Tsangpo hasta un punto donde pudiera lanzar a la corriente troncos marcados que, si más tarde eran encontrados por observadores asignados a esta tarea en el tramo alto del Brahmaputra, probarían que los dos ríos eran una sola arteria. Le llevó siete meses llegar a la cabeza del cañón del Tsangpo, a unos 2.400 metros, lugar donde un compañero lo traicionó y fue vendido como esclavo durante quince meses. Esto ocurrió cuatro años antes de que, por fin, fuera capaz de seguir el curso del Tsangpo. Preparó quinientos troncos y lanzó al río cincuenta cada día; pero para aquel entonces, su misión había caído en el olvido y no había nadie esperando para avistarlos.
Cuando Kinthup regresó al fin a Darjeeling, en septiembre de 1884, aquellos que le habían enviado a las montañas bien habían abandonado la India, bien habían fallecido. Nadie de importancia creyó su historia. Sus logros no se reconocieron hasta 1913 cuando F.M. Bayley y Henry Morshead dieron por bueno el descubrimiento que Kinthup reclamaba. Gracias a Morsahead y a Bayley, Kinthup, ya de avanzada edad, fue agasajado y condecorado por el virrey de la India en persona.
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El pundit Kinthup |
En el silencio
Wade Davis
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