Ilustración de Pitx. |
Tras ordenar el asesinato del director, Guillermo
Cano, demoler con una bomba la redacción de Bogotá y mandar ejecutar a
más de una veintena de personas relacionadas con el periódico, Pablo
Escobar consideró inacabada su guerra contra El Espectador de Colombia.
Escobar
convirtió la delegación del diario en Medellín, abandonada ante la
imposibilidad de proteger a sus periodistas, en uno de sus laboratorios
de droga. “Era propio de la inteligencia cínica de Escobar: su forma de
degradar a los enemigos y mostrar su poder”, dice Carlos Mario Correa,
que entre 1990 y 1993 tuvo que ejercer como corresponsal en Medellín
haciéndose pasar por contable.
Escobar había puesto precio a su cabeza.
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Correa
vivió la época en la que los periodistas colombianos se enfrentaban a
diario a la pregunta de Escobar popularizada por la serie Narcos de Netflix:
—¿Plata o plomo?
Muchos
aceptaron la plata, otros recibieron plomo y un grupo de reporteros
escogió tinta, arriesgando la vida por seguir publicando informaciones
sobre el narco. Correa narra aquellos días en Las Llaves del periódico,
la autobiografía que publicó hace una década y que fue reeditada el año
pasado. El libro se lee como el diario de un tiempo traumático para una
generación de informadores colombianos que, hasta la guerra lanzada por
Escobar para detener las extradiciones de narcotraficantes a Estados
Unidos, solo había visto masacres con coches bomba a través de las
imágenes que llegaban a las redacciones desde Beirut. “No estábamos
preparados para contar el horror y, sin embargo, nos convertimos en
cronistas de la muerte”, dice Correa mientras repasa viejas fotografías
de aquellos años en su despacho de la Universidad EAFIT de Medellín,
donde imparte clases.
El
veterano reportero, de 52 años, observa estos días con desesperanza la
resurrección de Escobar como estrella de la televisión, prueba, según
él, de que sigue pendiente contar su verdadera historia.
La imagen romántica de Escobar
Los jóvenes colombianos han crecido rodeados de una imagen romántica del patrón del mal,
la de un bandolero de leyenda que se opuso al poder, hizo fortuna y
pasó por encima de las élites para crear su propio imperio. “Ven en él
un icono, un personaje de cine subversivo, y no el criminal que era”, se
lamenta Correa.
En
Medellín se ofrecen hasta ocho tours turísticos para revisitar la vida
de Pablo Escobar, incluido uno organizado por su hermano Roberto, que
comienza en el barrio de Los Olivos, donde el capo fue abatido en 1993,
pasa por su oficina “de trabajo”, recorre los barrios donde prosperó su
negocio de tráfico de drogas y llega hasta la tumba donde descansa. El
precio, 30 dólares, incluye un relato de la vida de Escobar que admite
algunos errores —“todos somos humanos”— y lo ensalza como un héroe del pueblo colombiano.
Los
turistas, además, pueden llevarse camisetas con la imagen del narco por
15 dólares, elegir entre los libros que cuentan sus andanzas y
fotografiarse junto a lemas pintados en las paredes que recuerdan sus
citas más conocidas —“Prefiero una tumba en Colombia a una cárcel en Estados Unidos”—, todo dentro del revisionismo que llevó a la revista Traveller a describir al jefe del Cartel de Medellín como una “suerte de ídolo pop”.
La
representación de Escobar como un icono duele especialmente a quienes,
como Correa, vivieron bajo su reino de terror y arriesgaron la vida por
relatar quién era en realidad. La guerra del criminal colombiano contra El Espectador
comenzó cuando el periódico publicó en 1983 una fotografía de su
primera detención por tráfico de drogas, tomada siete años antes, cuando
aún era un traficante de poca monta que empezaba a abrirse camino en el
negocio. Había sido arrestado en un Renault 4 volviendo de Ecuador con
el coche cargado de cocaína.
La
publicación de la fotografía de la ficha policial cambiaría la vida del
hombre que hasta entonces se había presentado como el Robin Hood de
Colombia, repartiendo fajos de billetes en los barrios pobres mientras
dominaba el tráfico de drogas, infiltraba todos los resortes del Estado y
asesinaba con impunidad a sus oponentes. “Nunca nos perdonó haberle
revelado como un delincuente”, dice Correa del comienzo de la guerra
contra el periódico.
El Espectador eligió tinta a pesar de todo y se llevó plomo como ningún otro medio. Primero fueron llamadas en las que se advertía de que El Doctor no quería que se publicara la fotografía de su detención. Correa recuerda sobre todo las que hacía un tipo que se hacía llamar El Poeta. Al descolgar el teléfono, se escuchaba su voz cantando sus amenazas en verso:
Obedézcanle a don Pablo
Él ya les dijo que fueran
Pero si se ponen tercos como el Diablo
No les extrañe que se mueran...
Don Pablo es el rey y lo que dice es la ley.
Luego vinieron los envios de coronas
de flores con los nombres de los periodistas disidentes, las visitas de
sicarios a sus viviendas con la pregunta de siempre —¿plata o plomo?—
y, finalmente, los asesinatos, secuestros y coches bomba contra lo que
Escobar definió como una “empresa que inyecta veneno morboso” a las
noticias. A cada atentado respondió El Espectador con una
crónica; a cada amenaza, con una investigación; y a cada muerte de un
compañero con un editorial anunciando que el diario saldría al día
siguiente. Y también al otro.
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Mientras
castigaba a los periodistas que trataban de contar la verdad sobre sus
actividades, Escobar compraba el silencio de gran parte de los medios y
la pluma de algunos de los reporteros más reconocidos del país. Las
redacciones recibían regalos o bombas, según fueran sus crónicas. El
capo se mostraba implacable o condescendiente: en 1982 se presentó en
una rueda de prensa en el Hotel Nutibara de Medellín y empezó a repartir
grabadoras entre los periodistas asistentes. “Era la primera vez que se
veían en Colombia”, recuerda Correa.
Los
periodistas cercanos a Escobar cobraban bajo cuerda, ocultaban sus
crímenes, ensalzaban la carrera política que le llevaría al Congreso y
amenazaban a los colegas de El Espectador que hacían su
trabajo, cuando no trataban de convencerles de que se pasaran al lado
oscuro. Fue la época en la que Escobar se había ganado a la sociedad
colombiana, obtenía legitimidad internacional y se permitía traer al
cantante Raphael para entretener a sus seguidores, mientras tramaba
convertirse en presidente del Gobierno. Pudo haberle salido bien, si no
hubiera cometido el error que cambiaría su destino y supondría el
principio del fin para él.
Pablo Escobar ordenó en 1984 el asesinato del ministro de Justicia Rodrigo
Lara Bonilla, lo cual forzó al Estado colombiano a declarar una guerra
abierta contra su organización y las redes de narcotráfico, un conflicto
que se alargaría una década y dejaría un reguero de muerte y
destrucción en Colombia. La política de apaciguamiento, por la que se
otorgaba al narco legitimidad institucional, había terminado.
Los años siguientes fueron los más duros para El Espectador.
Escobar trató de destruir el periódico empezando por arriba. Tras el
asesinato en 1986 del director, Guillermo Cano, sus sicarios acribillaron a balazos, tres años después, a los principales responsables del diario en Medellín:
su administradora; Martha Luz López, el jefe de circulación, Miguel
Arturo Soler; y más tarde a su sustituto, Hernando Tavera. La
persecución se extendió después a los repartidores, distribuidores,
anunciantes e incluso lectores. Los más fieles compraban otro periódico y
embuchaban El Espectador entre sus páginas, para leerlo en la clandestinidad.
La
delegación de Medellín terminó echando el cierre en 1989. Los 28
empleados que quedaban perdieron su trabajo, la empresa se centró en su
edición de Bogotá y una de las pocas voces valientes de la prensa colombiana
se apagó allí donde más se la necesitaba, en el bastión de Escobar.
Correa recuerda el último día en la redacción como uno de los más
tristes de su vida. “Mudamos los muebles a Bogotá, descolgamos los
cuadros y recogimos las cosas. Cerré el periódico y me llevé las
llaves”, dice rememorando el título que da nombre a su biografía. “La
policía nos había dicho que no podía protegernos”.
El
final de la delegación de Medellín pareció durante un tiempo el triunfo
definitivo de Escobar. Y lo habría sido, si Carlos Mario Correa no
hubiera tomado la decisión de reabrir la corresponsalía en 1990, tras un
año de ausencia. Su familia pensó que había perdido el juicio. Alquiló
una oficina haciéndose pasar por contable, fue a cubrir las noticias de
incógnito y durante los siguientes años envió notas a la central de
Bogotá mientras los sicarios de Escobar trataban de descubrir quién
seguía informando sobre sus actividades. Las Llaves del Periódico
arranca precisamente en el momento en que los mercenarios del
narcotraficante creen haber dado con Correa. Lo tienen encañonado en el
suelo y le preguntan:
—Decí que ya no trabajás más para ese pasquín, que ya no tenés que ver con él, que estás por fuera. Es una orden del Doctor. El Espectador
se va porque se va, y no queremos a nadie que tenga nada que ver con
ese periódico de mierda. Confesá o te vuelo la cabeza. (...) ¿Sí o no?
[trabajas para El Espectador].
A Correa le salva la intervención de las dos mujeres que presencian la escena:
—Ese muchacho no trabaja allá, ese muchacho no es ningún periodista, es un carnicero del pueblo.
El
periodista recuerda que en aquella época cubría asesinatos, secuestros y
atentados por la mañana y a veces tenía que ir a informar del partido
de fútbol del equipo local por la noche, sin acreditación y haciéndose
pasar por un seguidor más. Desconocía por entonces hasta qué punto la
muerte le pisaba los talones.
La
policía organizó una redada en el edificio donde Correa había instalado
su pequeña redacción secreta, acribillando a balazos a El Chopo,
el más temido sicario de Escobar y el hombre que tenía el encargo
personal de matarle. “El jefe de sicarios del cartel de Medellín y yo,
el periodista de El Espectador, al que ordenó buscar para
matar, éramos vecinos y vivíamos clandestinos en el mismo edificio”,
cuenta Correa. Ninguno de los dos era consciente de ello.
Cuando
Escobar fue abatido finalmente, el 2 de diciembre de 1993, tras una
caza en la que participaron miles de soldados, mercenarios y sicarios de
bandas rivales, El Espectador y su
corresponsal clandestino pudieron respirar al fin aliviados. Habían
ganado. Pero si era así, ¿por qué Carlos Mario Correa no recuerda haber
sentido nada parecido a la euforia de la victoria?
“¿Por qué no entrevistan a sus víctimas?”
Aunque
se recuperaría con el tiempo, su periódico había quedado herido de
muerte; Colombia traumatizada por la violencia; y la ciudad de Medellín
en manos de otros narcos y bandas, que no tardaron en ocupar el vacío
dejado por Escobar. El paso del tiempo desvanecería la esperanza de que
quedara al menos la memoria sobre los años de plomo.
El
narco había dejado un legado de 623 atentados, según datos del Gobierno
colombiano. El asesinato de 550 policías. Fue responsable de la muerte
de los 111 pasajeros fallecidos en la explosión de un avión de
Avianca en 1989. Más de 5.500 personas perdieron la vida durante el
reino de terror de su cartel de Medellín, entre 1993 y 1989. Y, en uno
de los efectos menos cuantificables y más olvidados, Escobar convirtió
en sicarios a cientos de jóvenes sin futuro, que mataron para él sin
remordimiento y siguieron haciéndolo tras su desaparición.
A
Correa le cuesta entender que todo ello quede relegado por los
reporteros que estos días vuelven a descender sobre Medellín, empujados
por la actualidad que marca la cultura del entretenimiento y series como
la de Netflix, cuya tercera temporada arranca en septiembre. “Vienen y
escriben del mito. ¿Por qué no entrevistan a sus víctimas, a las viudas y
los huérfanos que dejó?”, se pregunta. El relato, con los años, ha ido
dejando atrás a los muertos, maquillando el dolor de aquellos días y
lavando la imagen del capo que algunos colombianos siguen imaginando
vivo, oculto en algún lugar recóndito y disfrutando de la fortuna que
ganó con el crimen. “Se ha creado una caricatura del monstruo que fue y
los periodistas son responsables en gran parte”, dice Correa. “Les
debemos a las nuevas generaciones contar quién fue realmente Pablo
Escobar”.
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