Las transformaciones de la familia no se reducen a las que afectan a la vida de las parejas: se refieren también a la forma de educar a los hijos, a las relaciones paternofiliales. En este plano también son impresionantes los cambios producidos: por decirlo brevemente, hemos pasado de un modelo autoritario a un modelo flexible, comprensivo, cool. El cambio es tan profundo que algunos autores hablan de una ruptura portadora de revolución antropológica.
Durante todo el ciclo de la primera modernidad, incluso cuando había diferencias importantes según los medios sociales, se consideraba buena educación la que exigía sobre todo disciplina y obediencia estricta del hijo. Este modelo autoritario se expresaba mediante el poder de los padres, a los que se reconocía el derecho a decidir el futuro de sus hijos, los estudios que harían, el oficio que ejercerían. Los castigos corporales eran frecuentes y aceptados: Jules Vallés cuenta que su madre le pegaba todos los días. Los matrimonios, eran concertados por las familias, los padres debían controlar la correspondencia y las lecturas de sus retoños, les escogían la ropa que se ponían, así como las amistades que debían frecuentar. Durante las comidas, en principio, los hijos debían guardar silencio y no servirse ellos mismos. Había que evitar las confianzas y por encima de todo no había que malacostumbrarlos ni que satisfacer sus caprichos. Una educación rígida que se basaba en la idea de que había que enseñar a los hijos la dureza d la vida, prepararlos para las adversidades, inculcarles el sentido del deber por la práctica de la obediencia. La cultura moderna del individuo comportó de este modo, hasta los años sesenta, un modelo educativo severo que impedía el reconocimiento de los deseos propios de los hijos.
Este modelo ha periclitado, su legitimidad ha desaparecido en beneficio de normas relacionales y psicológicas que valoran la comprensión, el diálogo, el intercambio. Desde principios del siglo XX la educación rigorista, de "mano dura", recibió críticas de diferentes corrientes reformistas, pero la concepción comprensiva, psicológica y a veces permisiva de la educación no se difundió en el cuerpo social hasta las revueltas de los años sesenta. El sistema centrado en la "frustación" y la obediencia del hijo fue reemplazado por un orden educativo cuyo objetivo era su felicidad inmediata y el fomento de su autonomía. El nuevo sistema educativo se alzó frente al espíritu coercitivo y de sanciones que se consideraba incompatible con el respeto a la individualidad y la vida independiente de los ciudadanos más jóvenes. El maestro no es ya la disciplina, sino la atención a los deseos, el reconocimiento de la singularidad personal. Se van las imposiciones rigoristas y los castigos corporales, llegan el desarrollo y la realización sin imposiciones, el intercambio flexible abierto, cool. No castigar, sino respetar y favorecer la individualidad del niño en un espacio de afecto, placer y comprensión.
Los aspectos positivos de este cambio de paradigma no deben subestimarse. Pero a estas alturas tampoco deben ocultarse los efectos negativos que comporta. La educación permisiva, en efecto, favorece el desarrollo de los niños inquietos, hiperactivos, ansiosos y frágiles, porque se han educado sin reglas ni límites, sin figura que representa la autoridad, sin asignación de lugares claros que son como normas indispensable para la construcción y la estructuración del yo. No a otra razón se debe el considerable aumento de los niños atendidos por los psicólogos y los servicios de psiquiatría pública. Está demostrado que este estilo educativo priva a los niños y más tarde a los adultos de recursos psíquicos suficientes para resistir la confrontación con la realidad, para adaptarse al mundo exterior, soportar las frustaciones y los conflictos: en Francia el 20% de las chicas y casi un chico de cada diez ya han intentado suicidarse antes de cumplir dieciséis años. La lógica educativa cool tiende a producir inseguridad psicológica, desestructuración de la personalidad, incapacidad para dominar los impulsos y deseos. Tal es la ironía de la ligerza hipermoderna, que no deja, por sus excesos permisivos, de volverse contra sí misma.
De la ligereza
Gilles Lipovetsky
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