Hace mucho tiempo que en el corazón de la injusticia está la deshumanización de otros seres humanos
Los
refugiados son un grupo que ha sido deshumanizado sistemáticamente: si
creyéramos que son como nosotros o como nuestros hijos, no toleraríamos
que se ahoguen en masa en el Mediterráneo
Casi todos los seres humanos tenemos la capacidad de ser
empáticos. Potencialmente, todos podemos sentirnos al menos preocupados,
o sentir angustia de verdad, ante el sufrimiento de otros seres
humanos. Reconocemos que, igual que nosotros, otras personas tienen
inseguridades y ambiciones; nos enamoramos y tenemos relaciones que
pueden rompernos el corazón; nos preocupamos por el bienestar de
nuestros hijos; decimos cosas de las que luego nos arrepentimos; a veces
no podemos dormir por el miedo o las preocupaciones; e intentamos
causarles una buena impresión a aquellos a los que admiramos. Vemos
cosas en otras personas que reconocemos en nosotros mismos, y eso nos
acerca. ¿Pero qué sucede cuando dejamos de ver a un grupo específico de
personas como seres humanos?
En Hombres contra el Fuego,
el penúltimo episodio de la extraordinaria serie Black Mirror de
Charlie Brooker, unos soldados son enviados a matar unas “cucarachas”
terroríficas, con colmillos estilo zombi. Los soldados disfrutan
matándolas, incluso algunos parecen sentir cierto placer sexual al
hacerlo. Pero resulta que las víctimas son en realidad personas. Luego
se descubre que a los soldados se les ha implantado algo que transforma
ante sus ojos las víctimas civiles desesperadas en monstruos que no
merecen ningún tipo de compasión. Como le dice un psiquiatra militar a
un soldado consternado al enterarse de la verdad: “Los seres humanos son
empáticos por naturaleza. No queremos matarnos entre nosotros, lo cual
es bueno, hasta que tu futuro depende de eliminar a un enemigo.”
Mientras arde el campo de refugiados de Calais,
hay pocas personas que quisieran matar a todos aquellos que logran
escapar de la guerra, la persecución o las dictaduras. Sin embargo, no
tiene sentido simular que la causa de los refugiados cuenta con mucho
apoyo. Se trata de un grupo que ha sido deshumanizado sistemáticamente.
No son como tú, ni como tu familia, ni como tus vecinos. Se los ve como
una masa amorfa compuesta de criminales sin rostro, violadores en
potencia y asesinos que nos robarán nuestros hogares, nuestros empleos y nuestros
recursos. Si creyéramos que son como nosotros o como nuestros hijos, no
toleraríamos que se ahoguen en masa en el Mediterráneo.
Un refugiado intenta salvar su "casa" en |
El año pasado, Sky News tuiteó sobre
un migrante que “murió intentando llegar a Inglaterra a través del
túnel del Canal en un tren de carga”. Las respuestas no representaban a
la mayoría decente: estaban llenas de sentimientos extremos pero de
ellos se podía sacar algunas conclusiones. “Lo siento, pero ¿tenemos que
sentirnos mal por estos criminales?”, preguntaba uno. “Pues uno menos
que llega a arruinar la economía inglesa. No me dan pena,” decía otro.
“Casi llega…apuesto que quedó hecho trocitos!!” se burlaba otro. Otros
eran más escuetos, con un simple “bien” les bastaba.
Uno siempre intenta pensar que las personas capaces de expresar ese
nivel de crueldad, ya no hablemos de llevarla a los actos, son
sociópatas. Pero estas personas no son sociópatas. Los sociópatas son
una parte muy pequeña de la población. Y hay una gran diferencia entre
celebrar la muerte de un extraño en Twitter y llevar a cabo el acto de
matar a alguien.
Pero la
realidad es que mucha de la violencia en la sangrienta historia de la
humanidad no fue llevada a cabo por personas incapaces de sentir
empatía. Las atrocidades las cometen personas que, en otros contextos,
podían ayudar a un abuelito a cruzar la calle, sonreírle tiernamente a
un niño desconocido en el tren, o ayudar a un desconocido en problemas.
Seres inferiores
Durante la guerra de los Balcanes en los años noventa, vecinos, colegas, incluso amigos se asesinaban los unos a los otros.
No importaba quiénes eran: eran miembros de un grupo que, se creía,
representaba una amenaza existencial para su comunidad. El colonialismo
occidental se basó en no ver a los oprimidos como seres
humanos. Pseudocientíficos y antropólogos desarrollaron teorías que
presentaba a los africanos como seres inferiores a los europeos. Hasta
1967, los aborígenes australianos estaban enmarcados bajo la ley
nacional de “flora y fauna”:
eran, de forma oficial, vida salvaje, como los canguros. La opinión
pública británica no habría tolerado las hambrunas evitables de mataron a
decenas de millones de personas en la India si hubieran pensado que las
víctimas eran como ellos.
En los
años treinta el nazismo se apoderó de Alemania, una nación considerada
una de las más civilizadas y cultas del planeta. Deshumanizar a los
judíos, los eslavos y otros “indeseables” era una precondición para
poder asesinarlos. En octubre de 1943, en el pueblo polaco de Poznan,
Heinrich Himmler confirmó
oficialmente el Holocausto nazi. “Debemos ser honestos, decentes y
leales camaradas con los miembros de nuestra propia sangre, y con nadie
más,” declaró.
Hoy no existe un plan
sistemático e industrializado para exterminar a millones de personas,
pero cientos de miles están muriendo en campos de concentración en Siria
y la ONU describe el trato de los yazidíes como un genocidio. Nuestra
lúgubre historia está plagada de casos en que la deshumanización llegó a
ser extrema. Como explica la profesora de neurociencia social Tania
Singer, “se puede fácilmente bloquear la capacidad natural para la
empatía, no sólo en sociópatas sino en todos nosotros: basta con pensar
que alguien no ha sido justo con nosotros o que no pertenece a ‘nuestra
tribu”. Vuelvo continuamente sobre este tema porque en el corazón de la injusticia está la deshumanización.
También nos ofrece pistas sobre cómo deberíamos reaccionar. Los
lingüistas políticos argumentan que la derecha utiliza historias para
armar un argumento, mientras que la izquierda se basa en hechos y
estadísticas. Pero somos seres humanos, no máquinas. Hablemos de la
crisis de refugiados. ¿Qué ha generado, al menos por un momento, un
cambio de actitud? Fue cuando un niño kurdo, Alan Kurdi,
llegó muerto a una playa turca. De pronto, pudimos ver a los refugiados
como seres humanos: como los niños que juegan al fútbol en nuestras
calles.
En el Reino Unido, siempre se ha demonizado a aquellos que cobran
ayudas del Estado. A menudo recuerdo el caso de Stephen Taylor, un
veterano del ejército de 60 años al que se quitó la ayuda estatal porque
no estaba buscando empleo activamente. En realidad estaba trabajando
como voluntario en la Legión Real,
ayudando a recaudar dinero para antiguos colegas heridos. Es una
historia que siempre nos hace respirar hondo, pero mencionar a los
cientos de miles a los que se les ha quitado la ayuda no. Del mismo
modo, responderle al Daily Mail sobre su historia
de un “gorrón” que vivía de lujo con ayudas del Estado obtenidas de
forma fraudulenta no funciona, sobre todo cuando se estima que el fraude
no llega al 0,7% del gasto en seguridad social. La anécdota se tropieza
con las cifras reales.
La
injusticia se vuelve menos tolerable si las víctimas son humanas en vez
de cucarachas. La deshumanización nos lleva a tolerar el sufrimiento de
otros, en el mejor de los casos, o a matar en el peor de los casos. No
es fácil recomponer nuestra humanidad en común, más cuando hay tantos
intereses poderosos –desde medios de comunicación hasta políticos– que
constantemente intentan socavarla. Pero es la única esperanza que nos
queda en este mundo turbulento.
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