Es un momento dantesco. Desde que se ve una barca cerca de la costa grupos de voluntarios intentan hacerle señales para que no se dirija a una de las abundantes zonas de rocas de la isla de Lesbos. Algunos valientes incluso se meten hasta muy lejos en el mar, nadando, para agarrar las lanchas y conducirlas a la buena orilla. Es el momento más delicado. Los refugiados gritan y se agitan y es fácil que vuelque la embarcación. Con un poco de suerte se consigue evitar y finalmente se acerca a la playa. Los voluntarios hacemos un pasillo que se mete en el agua hasta la proa de la barca y las personas van saltando. La mayoría vienen ya mojados antes de entrar en el agua. En todas las barcas vienen niños y algún bebé. Hay mujeres con un ataque de nervios que no paran de gritar de pánico y a las que tenemos que sacar prácticamente en volandas. Los bebés vienen metidos en salvavidas de juguete que no servirían para protegerlos ni en una piscina; les chorrea el agua del mar por la cabeza y a veces están tan empapados y helados que incluso tardan en llorar.
En la orilla se arremolinan los voluntarios. Tanto gente de
la isla como gente venida de otros países. Envuelven a los refugiados
en mantas térmicas y los abrazan hasta que dejan de tiritar. Algunos les
quitan los zapatos y los calcetines mojados y se los cambian por otros
secos. A veces llega gente con termos de té caliente que reparten para
ayudarlos a entrar en calor. En diez minutos ha acabado todo. Envueltos
en mantas, los recién llegados suben a autobuses de Naciones Unidas que
los llevarán al campo de refugiados.
No se trata de un desembarco concreto; son todos
prácticamente iguales. Cambia la cara de la gente y poco más. Cada día,
desde hace más de un año más de mil personas llegan así a las costas de
Lesbos en un éxodo masivo y trágico. En su mayoría vienen de Siria, Irak
y Afganistán. Huyen de la guerra. Han dejado sus casas, sus trabajos,
sus amigos y familia y escapan a Europa. Medio millón de ellos hicieron
el año pasado esa travesía de pocos kilómetros. Más de tres mil murieron
en el intento.
En la playa quedan montones de salvavidas y restos de ropa
–botitas de bebé, gorros de lana empapados, chaquetones mojados-- y de
mantas térmicas. Medio millón de salvavidas y toneladas de ropa usada
son un problema para la costa y las playas de Lesbos, así que también
hay voluntarios que se dedican a amontonarlos y cargarlos luego en un
camión de basura.
Al poco los refugiados, con la mirada perdida, andando a
pasos cortitos y envueltos en mantas, llegan al campo de Moria donde van
a pasar los próximos días. Son colinas de olivares en las que se han
levantado algunas tiendas y se sobrevive de mala manera. Apenas hay
letrinas; las tiendas de campaña no están preparadas para el invierno, a
pesar de que estos días se llega a cuatro grados bajo cero, y la única
calefacción son unos bidones vacíos en los que los voluntarios mantienen
fogatas encendidas.
En este lugar se centraliza toda la gestión de los
refugiados. Hasta cuatro mil personas duermen aquí cada noche en espera
de ser registrados como tales por funcionarios europeos y la policía
griega. Sólo las familias con bebés y más vulnerables pueden entrar en
barracones en los que hay hasta cuarenta personas durmiendo en el suelo,
muy pegadas unas a otras. El resto se quedan en tiendas de campaña
suministradas por ACNUR si están registrados y en tiendas de voluntarios
y ONG si aún no lo están.
Para ellos esto es sólo el comienzo de una ruta dura e
infame. Casi todos quieren llegar a Alemania y empezar allí una vida
mejor. Así que al salir de aquí tendrán que atravesar media Europa en
condiciones cada vez peores, a pie o en autobús, sometidos a abusos y
vejaciones de todo tipo. Los que están esta noche en un campo de
refugiados han superado sólo la primera prueba. Quienes en este mismo
momento estén a punto de subirse a una barca en la orilla de enfrente ni
siquiera saben si sobrevivirán a ese riesgo.
Sólo podremos detener este drama si somos capaces de
ponernos en el papel de los refugiados. Si logramos imaginar cada
detalle de la huida de estas familias que lo dejan todo y se juegan la
vida propia y la de los suyos. Sólo cuando seamos capaces de sentir en
nuestra piel el miedo y la pena y el dolor íntimo de cada uno de los
refugiados estaremos en condiciones de salir a la calle, hacer algo y
parar entre todos de una vez esta catástrofe que desgarra Europa.
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