Antes de entrar en política como el iconoclasta nuevo ministro de Finanzas griego de la mano de Syriza, Yanis Varoufakis escribió esta arrolladora crítica al capitalismo europeo y reflexión sobre cómo la izquierda puede aprender de los errores de Marx.
En 2008, el capitalismo tuvo su segundo espasmo global. La crisis
financiera produjo una reacción en cadena que empujó a Europa en una
espiral descendiente que continúa hasta el día de hoy. La situación
presente de Europa no es meramente una amenaza para los trabajadores,
para los desposeídos, para los banqueros, para las clases sociales o,
efectivamente, para las naciones. No, la posición actual de Europa es
una amenaza para la civilización como la conocemos. Si es que mi
pronóstico es correcto, y no estamos enfrentando solamente a otro
declive cíclico que prontamente superaremos, la cuestión que surge para
los radicales es esta: ¿deberíamos darle la bienvenida a esta crisis del
capitalismo europeo como una oportunidad para reemplazarlo por un mejor
sistema? ¿o deberíamos estar preocupados respecto a como embarcarnos en
una campaña para estabilizar al capitalismo europeo? Para mí, la
respuesta es clara. Es menos probable que la crisis europea de a luz a
una mejor alternativa al capitalismo a que desate peligrosamente fuerzas
regresivas que tienen la capacidad de ocasionar un baño de sangre
humanitario, al mismo tiempo que extinguen las esperanzas para cualquier
movimiento progresivo para las generaciones futuras.Por este punto de
vista he sido acusado, por bien intencionadas voces radicales, de ser
“derrotista” y de intentar salvar lo indefendible del sistema
socioeconómico europeo. Esta crítica, lo confieso, duele. Y duele porque
contiene algo más que un núcleo de verdad.
Comparto la visión de que esta Unión Europea está tipificada por un
largo déficit democrático que, en combinación con la negación de su
defectuosa arquitectura de su unión monetaria, ha puesto a las personas
de Europa en el camino a la recesión permanente. Y también cedo ante la
crítica de que he hecho campaña para una agenda fundada en la suposición
de que la izquierda estaba, y se mantiene, completamente derrotada. Lo
confieso y preferiría estar promoviendo una agenda radical, la raison d’être de lo que es reemplazar el capitalismo europeo por un sistema diferente.
¿Por qué un marxista?
Cuando escogí el tema de mi tesis doctoral, allá por 1982,
deliberadamente me concentré en un tema altamente matemático el cual
Marx pensó que era irrelevante. Cuando, más tarde, me embarqué en una
carrera académica, como catedrático en departamentos de economía de la
corriente principal, el contrato implícito entre yo y las facultades que
me ofrecían estas cátedras era que enseñaría el tipo de teoría
económica que no dejaba espacio para Marx. A fines de los 80s, fui
contratado por la escuela de economía de la Universidad de Sidney para
mantener afuera a un candidato de izquierda (aunque yo no lo sabía en
ese momento).
Después regresé a Grecia en 2000, y eché mi apuesta con el futuro
primer ministro George Papandreou, esperando ayudarlo a frenar el
regreso al poder de una resurgente derecha que había querido empujar a
Grecia hacia la xenofobia tanto domésticamente como en su política
extranjera. Como todo el mundo ahora sabe, el partido de Papandreou no
sólo falló en frenar la xenofobia, sino que, al final, presidió una de
las políticas marcoeconómicas neoliberales más virulentas que encabezó a
la eurozona a los llamados rescates, así, involuntariamente, causando
el regreso de los nazis a las calles de Atenas. A pesar de que renuncié
como asesor de Papandreou a comienzos en 2006, y me convertí en el
crítico más firme de su gobierno durante su mal manejo de la implosión
griega post-2009, mis intervenciones públicas en el debate sobre Grecia y
Europa no han llevado ningún olor a marxismo.
Dado todo esto, estarán confundidos de escucharme nombrarme a mí
mismo como un marxista. Pero, en verdad, Karl Marx fue responsable por
darme la perspectiva del mundo en el que vivimos, desde mi infancia
hasta este día. Esto no es algo a lo que yo usualmente me ofrezco a
hablar en “sociedad educada”, porque la sola mención de la palabra-M
apaga a las audiencias. Pero nunca lo he negado tampoco. Luego de unos
pocos años de dirigirme a las audiencias con las cuales no comparto una
ideología, una necesidad me ha surgido de hablar sobre la imprenta de
Marx en mi pensamiento. Para explicar por qué, aunque siendo un marxista
sin complejos, creo que es importante resistirse a él apasionadamente
en una serie de sentidos. Para ser, en otras palabras, errático en el
marxismo de uno. Si es que durante la mayoría de mi carrera académica
ignoré a Marx, y mis actuales recomendaciones de políticas son
imposibles de ser descritas como marxista, ¿por qué traer a colación el
marxismo ahora? La respuesta es simple: Incluso mi economía no-marxista
fue guiada por una mentalidad influenciada por Marx.
Un teórico social radical puede desafiar a la corriente tradicional
de la economía de dos modos distintos, siempre he creído. Uno, es por
medio de una crítica inmanente. Aceptar los axiomas de la corriente
tradicional y luego exponer sus contradicciones internas. Decir: “No
cuestionaré tus suposiciones, pero he aquí por qué tus propias
conclusiones no se siguen lógicamente de éstas.” Esto fue, en efecto, el
método de Marx para socavar las políticas económicas británicas. Él
aceptó cada axioma de Adam Smith y de David Ricardo para demostrar que,
en el contexto de sus suposiciones, el capitalismo era un sistema
contradictorio. La segunda avenida que un teórico radical puede
perseguir es, por supuesto, la construcción de teorías alternativas a
aquellas del establishment, esperando que sean tomadas en serio.
Mi punto de vista en este dilemma siempre ha sido que los poderes
nunca van a ser perturbados por teorías que se embarcan en suposiciones
distintas a las de ellos. La única cosa que puede desestabilizar y
genuinamente desafiar a la corriente tradicional, a los economistas
neoclásicos, es la demostración de su inconsistencia interna de sus
propios modelos. Fue por esta razón que, desde un comienzo, escogí
sumergirme en las entrañas de la teoría neoclásica y prácticamente
gastar ninguna energía en tratar de desarrollar modelos marxistas
alternativos al capitalismo. Mis razones, sostengo, fueron bastante
marxistas.
Cuando fui convocado a comentar sobre el mundo en el que vivimos, no
tuve alternativa sino retroceder a la tradición marxista que ha dado
forma a mi pensamiento desde que mi padre metalúrgico imprimió en mí,
cuando aún era un niño, el efecto de la innovación tecnológica en los
procesos históricos. Como, por ejemplo, el paso de la edad de bronce a
la de hierro aceleró la historia; como el descubrimiento del acero
acelero enormemente el tiempo histórico; y como las tecnologías de
información basadas en silicio están rápidamente siguiendo las
discontinuidades socioeconómicas e históricas.
Mi primer encuentro con los escritos de Marx fue bien temprano en mi
vida, como resultado de los extraños tiempos en los que crecí, con
Grecia saliendo de la pesadilla de la dictadura neofascista de 1967-74.
Lo que atrapó mi atención fue el hipnotizante don de Marx para escribir
guiones dramáticos para la historia humana, en efecto, para la perdición
humana, que también estaba ligada a la posibilidad de la salvación y de
espiritualidad auténtica.
Marx creó una narrativa poblada por trabajadores, capitalistas, oficiales y científicos que eran la dramatis personae
de la historia. Ellos luchaban por hacerse de la razón y de la ciencia
en un contexto de empoderamiento de la humanidad mientras que, al
contrario de sus intenciones, desenlazaban fuerzas demoníacas que
usuraban y subvertían su propia libertad y humanidad.
Esta perspectiva dialéctica, en donde todo está preñado de su
opuesto, y para el ojo ansioso con el que Marx discernía el potencial
para el cambio en lo que parecía ser una de las estructuras sociales más
inmutables, me ha ayudado a asir las grandes contradicciones de esta
era capitalista. Disolvió la paradoja de una época que generó la más
extraordinaria riqueza y, en el mismo aliento, la pobreza más conspicua.
Hoy en día, volviendo a la crisis europea, la crisis en la que los
Estados Unidos y que el estancamiento a largo plazo del capitalismo
japonés, la mayoría de los comentadores fracasan al apreciar el proceso
dialéctico bajo sus narices. Ellos reconocen la montaña de deudas y las
pérdidas bancarias, pero desatienden el lado opuesto de la misma moneda:
la montaña de ahorros sin uso que están “congelados” por miedo y por lo
tanto no se convierten en inversiones productivas. Una atención
marxista a las oposiciones binarias podría haber abierto sus ojos.
Una de las razones principales de por qué la razón establecida
fracasa en llegar a buenos términos con la realidad contemporánea es
porque nunca entendió que la “producción conjunta” dialécticamente
tensada entre deudas y excedentes, de crecimiento y desempleo, de
riqueza y pobreza, y, en efecto, del bien y el mal. El guión de Marx nos
alertó de estas oposiciones binarias como fuentes de la artería de la
historia.
De mis primeros pasos de pensar como un economista, hasta este mismo
día, se me ocurrió que Marx había hecho un descubrimiento que debía
mantenerse en el corazón de cualquier análisis útil del capitalismo. Fue
el descubrimiento de otra oposición binaria en el fondo del trabajo
humano. Entre las dos naturalezas distintas del trabajo: i) trabajo como
una actividad creadora de valor que nunca puede ser cuantificada con
anticipación (y es, por lo tanto, imposible de mercantilizar), y ii)
trabajo como cantidad (e.g., número de horas trabajadas) que está en
venta y se obtiene por un precio. Esto es lo que distingue al trabajo de
cualquier otro input productivo como la electricidad: su naturaleza
dual y contradictoria. Una diferenciación-cum-contradicción que las
políticas económicas desatendieron antes de que Marx llegara y que la
corriente tradicional en economía está tenazmente rechazando reconocer
hoy en día.
Tanto la electricidad como el trabajo pueden ser pensados como
mercancías. En efecto, ambos, empleadores y trabajadores luchan por
mercantilizar el trabajo. Los empleados usan toda su ingenuidad, y la de
sus esbirros de recursos humanos, para cuantificar, medir y
homogeneizar al trabajo. Mientras tanto, empleados prospectivos pasan a
través del exprimidor en una tentativa ansiosa por mercantilizar su
fuerza de trabajo, por escribir y reescribir en sus CV’s para retratarse
a sí mismos como proveedores de unidades de trabajo cuantificables. Y
allí está el problema. Si los trabajadores y empleadores logran en
mercantilizar el trabajo completamente, el capitalismo se acabaría. Esta
es una introspección sin la cual la tendencia del capitalismo a generar
crisis nunca puede ser completamente aprehendida y, también, una
introspección a la que nadie tiene acceso sin algún nivel de exposición
al pensamiento de Marx.
La ciencia ficción se vuelve documental
En la clásica película de 1953 La invasión de los usurpadores de
cuerpos las fuerzas alienígenas no nos atacan de frente, como, por
ejemplo, en La Guerra de los Mundos de H.G. Wells. En cambio, la gente
es conquistada desde adentro, hasta que nada queda de su espíritu humano
ni de sus emociones. Sus cuerpos son caparazones que solían contener
libre albedrío y que ahora trabajan, que van a través de los movimientos
de la “vida” cotidiana, y funcionan como simulacros humanos “liberados”
de la esencia humana incuantificable. Esto es algo que sucedería si es
que el trabajo humano se hubiese vuelto perfectamente reducible a su
capital humano y, por lo tanto, adecuado para su inserción en los
modelos de los economistas vulgares.
Toda teoría económica que no es marxista que trata a los insumos
productivos humanos y no humanos como intercambiables asume que la
deshumanización del trabajo humano está completa. Pero si realmente
pudiese completarse, el resultado sería el fin del capitalismo como
sistema capaz de crear y distribuir el valor. Para empezar, una sociedad
de autómatas deshumanizados se parecería más a un reloj mecánico lleno
de engranajes y resortes, cada uno con una función única, reunidos
produciendo un “bien”: cronometraje. Sin embargo, si aquella sociedad
contuviera nada más que otros autómatas, el cronometraje no sería un
“bien”. Sería ciertamente un producto, pero ¿por qué un “bien”? Sin
humanos reales para experimentar las funciones del reloj, no puede haber
tales cosas como “bien” o “mal”.
Si el capital alguna vez tiene éxito en cuantificar, y
subsecuentemente completamente mercantilizar, al trabajo, como está
constantemente intentando hacerlo, también estrujará aquella
indeterminada, recalcitrante libertad humana desde el trabajo que
permite la generación de valor. La introspección brillante de Marx en la
esencia de las crisis capitalista fue precisamente esta: mientras más
grande el éxito del capitalismo en convertir el trabajo en una
mercancía, menor es el valor de cada unidad de producto que genera,
menor es la tasa de ganancia y, finalmente, más cerca de la siguiente
recesión del a economía en tanto sistema. El retrato de la libertad
humana como una categoría económica es única en Marx, haciendo posible
una interpretación astuta distintivamente dramática y analítica de la
propensión del capitalismo de arrebatar la recesión, incluso la
depresión, de las fauces del crecimiento.
Cuando Marx estaba escribiendo que el trabajo es la vida, el fuego
escultor; la transitoriedad de las cosas; su temporalidad; él estaba
haciendo la contribución más grande que cualquier economista haya hecho
alguna vez a nuestro entendimiento de la aguda contradicción enterrada
dentro del ADN del capitalismo. Cuando él retrató al capital como una
“fuerza a la cual debemos someternos … se convierte en una energía
cosmopolita, universal, que atraviesa todos los límites y fronteras y se
posiciona a si misma como la única norma, la única universidad, él
único límite y la única frontera”, él estaba destacando la realidad de
que el trabajo puede ser comprado por un capital líquido (i.e., dinero),
en su forma de mercancía, pero que siempre llevará consigo una voluntad
hostil hacia el comprador capitalista. Pero Marx no estaba sólo
haciendo una afirmación psicológica, filosófica o política. Él estaba,
más bien, otorgando un destacable análisis de por qué el momento en el
que el trabajo (como una actividad incuantificable) derrama esta
hostilidad, se vuelve estéril, incapaz de producir valor.
En un tiempo en el que los neoliberales han entrampado a la mayoría
en sus tentáculos teóricos, incesantemente regurgitando la ideología del
mejoramiento de la productividad del trabajo en un esfuerzo por mejorar
la competitividad en vistas de crear crecimiento, etc., el análisis de
Marx ofrecen un poderoso antídoto. El capital nunca puede ganar en su
lucha por convertir el trabajo en un elástico infinito, un insumo
mecanizado, sin destruirse a sí mismo. Esto es lo que los neoliberales,
ni los Keynesianos, nunca van a aprehender. “Si toda la clase del
trabajador asalariado fuese aniquilado por la maquinaria”, escribía Marx
“¡Qué terrible sería para el capital, el cual, sin trabajo asalariado,
cesa de ser capital!”.
¿Qué ha hecho Marx por nosotros?
Casi todas las escuelas de pensamiento, incluyendo la de algunos
economistas progresistas, les gusta pretender que, aunque Marx haya sido
una poderosa figura, muy poco de su contribución se mantiene relevante
hoy en día. Siento disentir. Además de haber capturado el drama básico
de las dinámicas capitalistas, Marx me ha dado las herramientas con las
cuales nos volvemos inmunes a la propaganda tóxica del neoliberalismo.
Por ejemplo, la idea de que la riqueza es producida privadamente y que
luego es apropiada por un estado cuasi ilegítimo, por medio de los
impuestos, a la cual es fácil sucumbir si es que uno no ha sido expuesto
primero al agudo argumento de Marx de que precisamente lo opuesto es el
caso: la riqueza es producida colectivamente y luego apropiada
privadamente a través de relaciones sociales de producción y derechos de
propiedad que dependen, para su reproducción, casi exclusivamente en
falsa consciencia.
En su libro reciente Never Let a Serious Crisis Go To Waste, el
historiador del pensamiento económico, Philip Mirowski, ha destacado que
el éxito de los neoliberales en convencer a una gran cantidad de
personas de que los mercados no son sólo medios útiles para un fin, sino
que fines en sí mismos. De acuerdo a esta visión, mientras que la
acción colectiva y las instituciones públicas nunca son capaces de
“hacer bien las cosas”, las operaciones descentralizadas y sin
restricciones de intereses privados siempre están garantizadas en
producir no sólo los productos correctos, sino que también los deseos,
caracteres e incluso ethos correctos. El mejor ejemplo de esta forma de
estupidez neoliberal es, por supuesto, el debate en como enfrentar el
cambio climático. Los neoliberales se han apresurado en argumentar que,
si es que hay alguna cosa que haya que hacer, debe de tomar la forma de
crear un cuasi-mercado para “males” (e.g., un esquema de intercambio de
emisiones), dado a que sólo los mercados “saben” como poner precio a los
bienes y males apropiadamente. Para entender por qué aquella solución
de cuasi-mercado está destinada al fracaso y, más importante, de donde
proviene la motivación para tales “soluciones”, uno puede hacer mucho
peor que familiarizarse con la lógica de acumulación del capital que
Marx delineó y que el economista polaco Michal Kalecki adoptó para un
mundo gobernado por oligopolios en red.
En el siglo 20, los dos movimientos políticos que buscaron sus raíces
en el pensamiento de Marx fueron los partidos comunistas y
socialdemócratas. Ambos, sumado a sus otros errores (y, por supuesto,
crímenes) fracasaron, en detrimento suyo, en seguir la huella de Marx
respecto a algo crucial: en vez de abrazar la libertad y racionalidad
como sus gritos de batalla y de organizar conceptos, ellos optaron por
la equidad y justicia, heredando el concepto de libertad a los
neoliberales. Marx fue firme: El problema con el capitalismo no está en
que sea injusto, sino que está en que es irracional, así como
habitualmente condena a generaciones enteras a la deprivación y el
desempleo e incluso convierte a los capitalistas en autómatas conducidos
por la angustia, viviendo en permanente miedo que, a menos que
mercantilicen completamente a su prójimo humano para así servir a la
acumulación del capital más eficientemente, ellos dejarán de ser
capitalistas. Así, si el capitalismo aparece injusto, esto es porque
esclaviza a todos; desperdicia recursos humanos y naturales; la misma
línea de producción que bombea artilugios extraordinarios y riquezas sin
precedentes, también produce profunda infelicidad y crisis.
Habiendo fracasado en reposar una crítica al capitalismo en términos
de libertad y racionalidad, como Marx pensó que era esencial, la
socialdemocracia y la izquierda en general permitió a los neoliberales
usurpar el manto de la libertad y ganar un triunfo espectacular en la
contienda de las ideologías.
Quizá la dimensión más significativa del triunfo neoliberal es lo que
ha llegado a ser conocido como el “déficit democrático”. Ríos de
lágrimas de cocodrilos han fluido por el declive de nuestras grandes
democracias en las últimas tres décadas de financiarización y
globalización. Marx se habría reído largo y fuertemente ante quienes
parecen sorprendidos, o molestos, por el “déficit democrático”. ¿Cuál
fue el gran objetivo detrás del liberalismo del siglo 19? Fue, como Marx
nunca se cansó de apuntarlo, el de separar la esfera económica de la
esfera política y confinar las políticas a la última mientras que dejaba
la esfera económica al capital. Es el éxito espléndido del liberalismo
en lograr esta meta de larga data que ahora estamos observando. Den un
vistazo a Sudáfrica hoy en día, más de dos décadas luego de que Nelson
Mandela fuese liberado y la esfera política, por fin, abrazó a la toda
la población. El predicamento del Congreso Nacional Africano fue que,
para poder permitirle dominar en la esfera política, tenía que ceder
poder sobre el poder económico. Y si piensan que es de otro modo, les
sugiero que hablen con la docena de mineros acribillados por guardias
armados pagados por sus empleados luego de que se atrevieran a demandar
un aumento de salario.
¿Por qué errático?
Habiendo explicado por qué le debo lo que tengo de entendimiento de
nuestro mundo social en su mayoría a Marx, ahora quiero explicar por qué
me mantengo terriblemente enojado con él. En otras palabras, delinearé
por qué soy por elección un marxista errático e inconsistente. Marx
cometió dos errores espectaculares, uno de ellos un error por omisión y
el otro por comisión. Incluso hoy, estos errores aún obstaculizan la
efectividad de la izquierda, especialmente en Europa.
El primer error de Marx –el error por omisión fue que falló al pensar
suficientemente el impacto de su propia teorización sobre el mundo en
el que él estaba teorizando. Su teoría es, en términos discursivos,
excepcionalmente poderosa, y Marx tenía un sentido de su poder. Entonces
¿cómo es que él mostró ninguna preocupación respecto a sus discípulos,
gente con un mejor sentido de estas poderosas ideas que el trabajador
promedio, podrían usar este poder otorgado a ellos, por vía de las
propias ideas de Marx, con el fin de abusar de otros compañeros, para
construir su propia base de poder, para ganar posiciones de influencia?
El segundo error de Marx, al cual le adscribo por comisión, fue peor.
Fue su suposición de que la verdad del capitalismo podía ser
descubierta en la matemática de sus modelos. Este fue el peor deservicio
que podría haberle entregado a su propio sistema teórico. El hombre que
nos equipó con la libertad humana como un concepto económico de primer
orden; el erudito que elevó la indeterminación radical a su justo lugar
dentro de la economía política; él fue la misma persona que terminó por
quedar jugando con modelos algebraicos simplistas, en los cuales las
unidades de trabajo eran, naturalmente, completamente cuantificadas,
esperando en contra la esperanza de evidenciar de estas ecuaciones
algunas introspecciones adicionales sobre el capitalismo. Luego de su
muerte, los economistas marxistas mal gastaron largas carreras
indulgiendo en mecanismos escolásticos similares. Completamente inmersos
en debates irrelevantes sobre “el problema de la transformación” y que
hacer al respecto, ellos eventualmente se volvieron una especie extinta,
mientras el gigante neoliberal aplastaba toda la disidencia a su paso.
¿Cómo pudo Marx ser tan iluso? ¿Por qué no reconoció que ninguna
verdad del capitalismo alguna vez puede surgir de cualquier modelo
matemático, por muy brillante que el modelador sea? ¿Acaso no tenía las
herramientas intelectuales para darse cuenta que las dinámicas
capitalistas surgen de la parte incuantificable del trabajo humano;
i.e., de una variable que nunca puede estar bien definida
matemáticamente? ¡Por supuesto que lo hizo, dado a que forjó estas
herramientas! No, la razón para su error fue un poco más siniestro: tal
cual como los economistas vulgares que él tan brillantemente amonestaba
(y que continúan dominando las facultades de economía hoy en día), él
codició el poder que aquellas “pruebas” matemáticas le otorgaban.
Si es que estoy en lo correcto, Marx sabía lo que estaba haciendo. Él
entendió, o tuvo la capacidad de saber, que una teoría comprensiva del
valor no puede ser acomodada dentro de un modelo matemático de una
economía capitalista dinámica. Él estaba, y no tengo dudas, al tanto de
que una teoría económica adecuada debe respetar la idea de que las
reglas de lo indeterminado son estas mismas indeterminadas. En términos
económicos esto significa un reconocimiento de que el poder del mercado,
y por lo tanto de la rentabilidad, de los capitalistas no era
necesariamente reducible a su capacidad de extraer trabajo de sus
empleados; que algunos capitalistas podían extraer más de un determinado
pool de trabajadores o de una determinada comunidad de consumidores por
razones que son externas a la propia teoría de Marx.
¡Ay!, que el reconocimiento hubiera sido equivalente a aceptar que
sus “leyes” no eran inmutables. Él habría concedido a voces competidoras
en el movimiento sindical que su teoría era indeterminada y, por lo
tanto, que sus pronunciamientos no podrían ser únicamente y correcto sin
ambigüedades. Que no eran permanentemente provisionales. Esta
determinación de tener la historia o modelo completo y cerrado, o la
última palabra, es algo por lo cual no puedo perdonar a Marx. Esto
probó, después de todo, de que es responsable por una gran cantidad de
errores y, más significativamente, de autoritarismo. Errores y
autoritarismo que han sido ampliamente responsables por la impotencia
actual de la izquierda como una fuerza del bien y como un control sobre
los abusos de la razón y libertad que la pandilla neoliberal está
supervisando hoy en día.
La lección de la señora Thatcher
Me mudé a Inglaterra para asistir a la universidad en septiembre de
1978, al rededor de seis meses antes de que el triunfo de Margaret
Thatcher cambiara a Gran Bretaña para siempre. Observar al gobierno
laborista desintegrarse, bajo el peso de su degenerado programa
socialdemócrata, me llevó a un error serio: el pensar que el triunfo de
Thatcher podría ser una cosa buena, proveyendo a la clase trabajadora y a
las clases medias de Gran Bretaña el shock profundo y penetrante
necesario para revigorizar políticas progresivas; de darle a la
izquierda una oportunidad para crear una agenda fresca y radical para un
nuevo tipo de políticas efectivas y progresivas.
Incluso mientras que el desempleo se duplicaba y luego triplicaba
bajo las intervenciones radicales neoliberales de Thatcher, yo
continuaba albergando esperanzas de que Lenin estaba en lo correcto:
“Las cosas tienen que volverse peor antes de que se vuelvan mejor.”
Mientras la vida se volvía más repugnante, más embrutecida, para muchos,
más corta, se me ocurría que quizá yo estaba trágicamente en un error:
que las cosas podían empeorar en perpetuidad, sin nunca mejorar. La
esperanza de que el deterioro de los bienes públicos, la disminución de
las vidas de la mayoría, la difusión de la deprivación en cada rincón de
tierra podría, automáticamente, dirigirnos a un renacimiento de la
izquierda era tan sólo eso: esperanza.
La realidad era, sin embargo, dolorosamente diferente. Con cada
vuelta del tornillo de la recesión, la izquierda se volvía más
introvertida, menos capaz de producir una agenda progresiva y
convincente y, mientras tanto, la clase trabajadora estaba siendo
dividida entre aquellos que dejaban la sociedad y aquellos que eran
cooptados dentro de la mentalidad neoliberal. Mi esperanza de que
Thatcher inadvertidamente traería una nueva revolución política al fin y
al cabo espuria. Todo lo que surgió del thatcherismo fue
financialización extrema, el triunfo del shopping mall por sobre el
almacen de la esquina, la fetichización de la vivienda y Tony Blair.
En vez de radicalizar a la sociedad británica, la recesión que el
gobierno de Thatcher que tan cuidadosamente ingenió, como parte de su
lucha de clases en contra del trabajo organizado y en contra de las
instituciones de seguridad social y de redistribución que habían sido
establecidas luego de la guerra, destruyeron permanentemente la misma
posibilidad de una política radical y progresiva en Gran Bretaña. En
efecto, volvió imposible la misma noción de valores que trascendieran
aquello que el mercado determinaba como el precio “correcto”.
La lección que Thatcher me enseñó respecto a la capacidad de una
recesión de larga duración para socavar las políticas progresivas, es
una que cargo conmigo hasta la presente crisis europea. Es, en efecto,
el determinante más importante de mi postura en relación con la crisis.
Esta es la razón por la cual estoy feliz en confesar el pecado del cual
soy acusado por algunos de mis críticos en la izquierda: el pecado de
escoger no proponer programas políticos radicales que busquen explotar
la crisis como una oportunidad para derrocar al capitalismo europeo,
para desmantelar la terrible eurozona, y para socavar a la Unión Europea
de carteles y de banqueros en bancarrota.
Sí, me encantaría llevar a cabo tal agenda radical. Pero, no, no
estoy preparado para cometer el mismo error dos veces. ¿Qué logramos en
Gran Bretaña a comienzos de los 80 al promover una agenda de cambio
socialista que la sociedad británica despreció mientras caían de bruces
en la trampa neoliberal de Thatcher? Precisamente nada. ¿Qué lograremos
hoy al hacer un llamado al desmantelamiento de la eurozona, de la misma
Unión Europea, cuando es, en efecto, el capitalismo europeo está
haciendo lo que puede por socavar la eurozona, la Unión Europea?
Una salida griega, portuguesa o italiana de la eurozona nos llevaría
pronto a la fragmentación del capitalismo europeo, cediendo paso a una
preocupante región de superávit de recesión al este del Rin y al norte
de los Alpes, mientras que el resto de Europa estaría bajo la empuñadura
de una cruel estanflación. ¿Quién creen que se beneficiaría de este
desenlace? ¿Una izquierda progresista que, cual ave fénix se elevaría
desde las cenizas de las instituciones públicas de Europa? ¿O los nazis
de Amanecer Dorado, los clasificados neofascistas, los xenófobos y los
vendedores de los mercados negros? No tengo absolutamente ninguna duda
de a cual de los dos le irá mejor luego de la desintegración de la
eurozona.
Yo, por mi parte, no estoy preparado para soplar frescos vientos en
las velas de esta versión posmoderna de los 30s. Si esto significa que
nosotros, los apropiadamente nombrados marxistas erráticos, quienes
debemos tratar de salvar al capitalismo europeo de si mismo, entonces
que así sea. No por amor al capitalismo europeo, por la eurozona, por
Bruselas, o por el Banco Central Europeo, sino que porque queremos
minimizar las pérdidas humanas innecesarias de esta crisis.
¿Qué deben hacer los marxistas?
Las élites europeas se están comportando hoy en día como si no
entendieran ni la naturaleza de la crisis que están presidiendo, ni
tampoco sus implicaciones para el futuro de la civilización europea.
Atávicamente, están escogiendo saquear los menguantes stocks de los
débiles y desposeídos para así tapar los agujeros del sector financiero,
negándose a llegar a un acuerdo con lo insostenible de la tarea.
Aún así con las élites de Europa en profunda negación y confusión, la
izqueirda debe admitir que simplemente no estamos listos para tapar el
abismo que el colapso del capitalismo europeo abriría con un sistema
socialista funcionando. Nuestra tarea entonces es doble. Primero,
debemos llevar a cabo un análisis del estado actual que los no
marxistas, aquellos bien intencionados europeos que han sido atraídos
por las sirenas del neoliberalismo, encuentren revelador. Segundo,
continuar con este firme análisis con propuestas para estabilizar a
Europa – para acabar con la espiral en descenso a la cual, finalmente,
refuerza solamente a los fanáticos.
Permítanme concluir con dos confesiones. Primero, aunque estoy feliz
de defender en tanto genuinamente radical la persecusión de una agenda
modesta para estabilizar un sistema al cual yo critico, no pretendo ser
entusiasta al respecto. Esto puede ser lo que debemos hacer, bajo las
circunstancias presentes, pero estoy triste de que probablemente no esté
al rededor para ver una agenda más radical siendo adoptada.
Mi confesión final es de una naturaleza altamente personal: sé que
corro el riesgo de, subrepticiamente, disminuir la penuria de abandonar
cualquier esperanza de reemplazar el capitalismo durante mi vida por
medio de ser indulgente en un sentimiento de haber llegado a términos
aceptables para los círculos de la alta sociedad. El sentido de
satisfacción de uno mismo de estar agasajado por los elevados y
poderosos comenzó a surgir en mí en una ocasión. Y qué sentimiento más
no radical, feo, corruptor y corrosivo que fue.
Mi nadir personal me ocurrió en un aeropuerto. Algunos adinerados en
terno me habían invitado a dar un discurso clave respecto a la crisis
europea y habían juntado la ridícula suma necesaria para comprarme un
ticket en primera clase. En mi camino de vuelta a casa, cansado y con
varios vuelos bajo el cinturón, estaba haciéndome paso a través de la
larga línea de espera de los pasajeros de clase económica para llegar a
mi puerta de embarque. De repente me di cuenta, con horror, lo fácil que
era para mi mente infectarse con la sensación de que estaba con el
derecho a adelantar a los hoi polloi. Me di cuenta lo pronto que
podía olvidar aquello que mi mente de izquierda había sabido siempre:
que nada es tan exitoso en reproducirse a sí mismo mejor que un falso
sentimiento de derecho. Forjar alianzas con fuerzas reaccionarias, como
creo que hay que hacer para estabilizar a Europa hoy en día, nos trae
ante el riesgo de volvernos cooptados, de quitarnos nuestro radicalismo
por medio de la tibia incandescencia de haber “llegado a” los corredores
del poder.
Confesiones radicales, como las que he intentado realizar acá, son
quizá el único antídoto programático a los deslices ideológicos que
amenazan con volvernos engranajes de la máquina. Si es que vamos a
forjar alianzas con nuestros adversarios políticos, entones debemos
evitar volvernos como aquellos socialistas que fracasaron en cambiar el
mundo, pero que fueron exitosos en mejorar sus circunstancias privadas.
El truco consiste en evitar el maximalismo revolucionario que,
finalmente, ayuda a los neoliberales a superar toda oposición en contra
de sus políticas contraproducentes y en retener en nuestras visiones las
fallas inherentes del capitalismo mientras intentamos salvarlo, por
razones estratégicas, de sí mismo.
Yanis Varoufakis es ministro de Finanzas de Grecia
Fuente: http://iniciativadebate.org/2015/03/04/como-me-converti-en-un-marxista-erratico/
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