Antes de entrar en política como el iconoclasta nuevo ministro de Finanzas griego de la mano de Syriza, Yanis Varoufakis escribió esta arrolladora crítica al capitalismo europeo y reflexión sobre cómo la izquierda puede aprender de los errores de Marx.
 En 2008, el capitalismo tuvo su segundo espasmo global. La crisis 
financiera produjo una reacción en cadena que empujó a Europa en una 
espiral descendiente que continúa hasta el día de hoy. La situación 
presente de Europa no es meramente una amenaza para los trabajadores, 
para los desposeídos, para los banqueros, para las clases sociales o, 
efectivamente, para las naciones. No, la posición actual de Europa es 
una amenaza para la civilización como la conocemos. Si es que mi 
pronóstico es correcto, y no estamos enfrentando solamente a otro 
declive cíclico que prontamente superaremos, la cuestión que surge para 
los radicales es esta: ¿deberíamos darle la bienvenida a esta crisis del
 capitalismo europeo como una oportunidad para reemplazarlo por un mejor
 sistema? ¿o deberíamos estar preocupados respecto a como embarcarnos en
 una campaña para estabilizar al capitalismo europeo? Para mí, la 
respuesta es clara. Es menos probable que la crisis europea de a luz a 
una mejor alternativa al capitalismo a que desate peligrosamente fuerzas
 regresivas que tienen la capacidad de ocasionar un baño de sangre 
humanitario, al mismo tiempo que extinguen las esperanzas para cualquier
 movimiento progresivo para las generaciones futuras.Por este punto de 
vista he sido acusado, por bien intencionadas voces radicales, de ser 
“derrotista” y de intentar salvar lo indefendible del sistema 
socioeconómico europeo. Esta crítica, lo confieso, duele. Y duele porque
 contiene algo más que un núcleo de verdad.
Comparto la visión de que esta Unión Europea está tipificada por un 
largo déficit democrático que, en combinación con la negación de su 
defectuosa arquitectura de su unión monetaria, ha puesto a las personas 
de Europa en el camino a la recesión permanente. Y también cedo ante la 
crítica de que he hecho campaña para una agenda fundada en la suposición
 de que la izquierda estaba, y se mantiene, completamente derrotada. Lo 
confieso y preferiría estar promoviendo una agenda radical, la raison d’être de lo que es reemplazar el capitalismo europeo por un sistema diferente.
¿Por qué un marxista?
Cuando escogí el tema de mi tesis doctoral, allá por 1982, 
deliberadamente me concentré en un tema altamente matemático el cual 
Marx pensó que era irrelevante. Cuando, más tarde, me embarqué en una 
carrera académica, como catedrático en departamentos de economía de la 
corriente principal, el contrato implícito entre yo y las facultades que
 me ofrecían estas cátedras era que enseñaría el tipo de teoría 
económica que no dejaba espacio para Marx. A fines de los 80s, fui 
contratado por la escuela de economía de la Universidad de Sidney para 
mantener afuera a un candidato de izquierda (aunque yo no lo sabía en 
ese momento).
Después regresé a Grecia en 2000, y eché mi apuesta con el futuro 
primer ministro George Papandreou, esperando ayudarlo a frenar el 
regreso al poder de una resurgente derecha que había querido empujar a 
Grecia hacia la xenofobia tanto domésticamente como en su política 
extranjera. Como todo el mundo ahora sabe, el partido de Papandreou no 
sólo falló en frenar la xenofobia, sino que, al final, presidió una de 
las políticas marcoeconómicas neoliberales más virulentas que encabezó a
 la eurozona a los llamados rescates, así, involuntariamente, causando 
el regreso de los nazis a las calles de Atenas. A pesar de que renuncié 
como asesor de Papandreou a comienzos en 2006, y me convertí en el 
crítico más firme de su gobierno durante su mal manejo de la implosión 
griega post-2009, mis intervenciones públicas en el debate sobre Grecia y
 Europa no han llevado ningún olor a marxismo.
Dado todo esto, estarán confundidos de escucharme nombrarme a mí 
mismo como un marxista. Pero, en verdad, Karl Marx fue responsable por 
darme la perspectiva del mundo en el que vivimos, desde mi infancia 
hasta este día. Esto no es algo a lo que yo usualmente me ofrezco a 
hablar en “sociedad educada”, porque la sola mención de la palabra-M 
apaga a las audiencias. Pero nunca lo he negado tampoco. Luego de unos 
pocos años de dirigirme a las audiencias con las cuales no comparto una 
ideología, una necesidad me ha surgido de hablar sobre la imprenta de 
Marx en mi pensamiento. Para explicar por qué, aunque siendo un marxista
 sin complejos, creo que es importante resistirse a él apasionadamente 
en una serie de sentidos. Para ser, en otras palabras, errático en el 
marxismo de uno. Si es que durante la mayoría de mi carrera académica 
ignoré a Marx, y mis actuales recomendaciones de políticas son 
imposibles de ser descritas como marxista, ¿por qué traer a colación el 
marxismo ahora? La respuesta es simple: Incluso mi economía no-marxista 
fue guiada por una mentalidad influenciada por Marx.
Un teórico social radical puede desafiar a la corriente tradicional 
de la economía de dos modos distintos, siempre he creído. Uno, es por 
medio de una crítica inmanente. Aceptar los axiomas de la corriente 
tradicional y luego exponer sus contradicciones internas. Decir: “No 
cuestionaré tus suposiciones, pero he aquí por qué tus propias 
conclusiones no se siguen lógicamente de éstas.” Esto fue, en efecto, el
 método de Marx para socavar las políticas económicas británicas. Él 
aceptó cada axioma de Adam Smith y de David Ricardo para demostrar que, 
en el contexto de sus suposiciones, el capitalismo era un sistema 
contradictorio. La segunda avenida que un teórico radical puede 
perseguir es, por supuesto, la construcción de teorías alternativas a 
aquellas del establishment, esperando que sean tomadas en serio.
Mi punto de vista en este dilemma siempre ha sido que los poderes 
nunca van a ser perturbados por teorías que se embarcan en suposiciones 
distintas a las de ellos. La única cosa que puede desestabilizar y 
genuinamente desafiar a la corriente tradicional, a los economistas 
neoclásicos, es la demostración de su inconsistencia interna de sus 
propios modelos. Fue por esta razón que, desde un comienzo, escogí 
sumergirme en las entrañas de la teoría neoclásica y prácticamente 
gastar ninguna energía en tratar de desarrollar modelos marxistas 
alternativos al capitalismo. Mis razones, sostengo, fueron bastante 
marxistas.
Cuando fui convocado a comentar sobre el mundo en el que vivimos, no 
tuve alternativa sino retroceder a la tradición marxista que ha dado 
forma a mi pensamiento desde que mi padre metalúrgico imprimió en mí, 
cuando aún era un niño, el efecto de la innovación tecnológica en los 
procesos históricos. Como, por ejemplo, el paso de la edad de bronce a 
la de hierro aceleró la historia; como el descubrimiento del acero 
acelero enormemente el tiempo histórico; y como las tecnologías de 
información basadas en silicio están rápidamente siguiendo las 
discontinuidades socioeconómicas e históricas.
Mi primer encuentro con los escritos de Marx fue bien temprano en mi 
vida, como resultado de los extraños tiempos en los que crecí, con 
Grecia saliendo de la pesadilla de la dictadura neofascista de 1967-74. 
Lo que atrapó mi atención fue el hipnotizante don de Marx para escribir 
guiones dramáticos para la historia humana, en efecto, para la perdición
 humana, que también estaba ligada a la posibilidad de la salvación y de
 espiritualidad auténtica.
Marx creó una narrativa poblada por trabajadores, capitalistas, oficiales y científicos que eran la dramatis personae
 de la historia. Ellos luchaban por hacerse de la razón y de la ciencia 
en un contexto de empoderamiento de la humanidad mientras que, al 
contrario de sus intenciones, desenlazaban fuerzas demoníacas que 
usuraban y subvertían su propia libertad y humanidad.
Esta perspectiva dialéctica, en donde todo está preñado de su 
opuesto, y para el ojo ansioso con el que Marx discernía el potencial 
para el cambio en lo que parecía ser una de las estructuras sociales más
 inmutables, me ha ayudado a asir las grandes contradicciones de esta 
era capitalista. Disolvió la paradoja de una época que generó la más 
extraordinaria riqueza y, en el mismo aliento, la pobreza más conspicua.
 Hoy en día, volviendo a la crisis europea, la crisis en la que los 
Estados Unidos y que el estancamiento a largo plazo del capitalismo 
japonés, la mayoría de los comentadores fracasan al apreciar el proceso 
dialéctico bajo sus narices. Ellos reconocen la montaña de deudas y las 
pérdidas bancarias, pero desatienden el lado opuesto de la misma moneda:
 la montaña de ahorros sin uso que están “congelados” por miedo y por lo
 tanto no se convierten en inversiones productivas. Una atención 
marxista a las oposiciones binarias podría haber abierto sus ojos.
Una de las razones principales de por qué la razón establecida 
fracasa en llegar a buenos términos con la realidad contemporánea es 
porque nunca entendió que la “producción conjunta” dialécticamente 
tensada entre deudas y excedentes, de crecimiento y desempleo, de 
riqueza y pobreza, y, en efecto, del bien y el mal. El guión de Marx nos
 alertó de estas oposiciones binarias como fuentes de la artería de la 
historia.
De mis primeros pasos de pensar como un economista, hasta este mismo 
día, se me ocurrió que Marx había hecho un descubrimiento que debía 
mantenerse en el corazón de cualquier análisis útil del capitalismo. Fue
 el descubrimiento de otra oposición binaria en el fondo del trabajo 
humano. Entre las dos naturalezas distintas del trabajo: i) trabajo como
 una actividad creadora de valor que nunca puede ser cuantificada con 
anticipación (y es, por lo tanto, imposible de mercantilizar), y ii) 
trabajo como cantidad (e.g., número de horas trabajadas) que está en 
venta y se obtiene por un precio. Esto es lo que distingue al trabajo de
 cualquier otro input productivo como la electricidad: su naturaleza 
dual y contradictoria. Una diferenciación-cum-contradicción que las 
políticas económicas desatendieron antes de que Marx llegara y que la 
corriente tradicional en economía está tenazmente rechazando reconocer 
hoy en día.
Tanto la electricidad como el trabajo pueden ser pensados como 
mercancías. En efecto, ambos, empleadores y trabajadores luchan por 
mercantilizar el trabajo. Los empleados usan toda su ingenuidad, y la de
 sus esbirros de recursos humanos, para cuantificar, medir y 
homogeneizar al trabajo. Mientras tanto, empleados prospectivos pasan a 
través del exprimidor en una tentativa ansiosa por mercantilizar su 
fuerza de trabajo, por escribir y reescribir en sus CV’s para retratarse
 a sí mismos como proveedores de unidades de trabajo cuantificables. Y 
allí está el problema. Si los trabajadores y empleadores logran en 
mercantilizar el trabajo completamente, el capitalismo se acabaría. Esta
 es una introspección sin la cual la tendencia del capitalismo a generar
 crisis nunca puede ser completamente aprehendida y, también, una 
introspección a la que nadie tiene acceso sin algún nivel de exposición 
al pensamiento de Marx.
La ciencia ficción se vuelve documental
En la clásica película de 1953 La invasión de los usurpadores de 
cuerpos las fuerzas alienígenas no nos atacan de frente, como, por 
ejemplo, en La Guerra de los Mundos de H.G. Wells. En cambio, la gente 
es conquistada desde adentro, hasta que nada queda de su espíritu humano
 ni de sus emociones. Sus cuerpos son caparazones que solían contener 
libre albedrío y que ahora trabajan, que van a través de los movimientos
 de la “vida” cotidiana, y funcionan como simulacros humanos “liberados”
 de la esencia humana incuantificable. Esto es algo que sucedería si es 
que el trabajo humano se hubiese vuelto perfectamente reducible a su 
capital humano y, por lo tanto, adecuado para su inserción en los 
modelos de los economistas vulgares.
Toda teoría económica que no es marxista que trata a los insumos 
productivos humanos y no humanos como intercambiables asume que la 
deshumanización del trabajo humano está completa. Pero si realmente 
pudiese completarse, el resultado sería el fin del capitalismo como 
sistema capaz de crear y distribuir el valor. Para empezar, una sociedad
 de autómatas deshumanizados se parecería más a un reloj mecánico lleno 
de engranajes y resortes, cada uno con una función única, reunidos 
produciendo un “bien”: cronometraje. Sin embargo, si aquella sociedad 
contuviera nada más que otros autómatas, el cronometraje no sería un 
“bien”. Sería ciertamente un producto, pero ¿por qué un “bien”? Sin 
humanos reales para experimentar las funciones del reloj, no puede haber
 tales cosas como “bien” o “mal”.
Si el capital alguna vez tiene éxito en cuantificar, y 
subsecuentemente completamente mercantilizar, al trabajo, como está 
constantemente intentando hacerlo, también estrujará aquella 
indeterminada, recalcitrante libertad humana desde el trabajo que 
permite la generación de valor. La introspección brillante de Marx en la
 esencia de las crisis capitalista fue precisamente esta: mientras más 
grande el éxito del capitalismo en convertir el trabajo en una 
mercancía, menor es el valor de cada unidad de producto que genera, 
menor es la tasa de ganancia y, finalmente, más cerca de la siguiente 
recesión del a economía en tanto sistema. El retrato de la libertad 
humana como una categoría económica es única en Marx, haciendo posible 
una interpretación astuta distintivamente dramática y analítica de la 
propensión del capitalismo de arrebatar la recesión, incluso la 
depresión, de las fauces del crecimiento.
Cuando Marx estaba escribiendo que el trabajo es la vida, el fuego 
escultor; la transitoriedad de las cosas; su temporalidad; él estaba 
haciendo la contribución más grande que cualquier economista haya hecho 
alguna vez a nuestro entendimiento de la aguda contradicción enterrada 
dentro del ADN del capitalismo. Cuando él retrató al capital como una 
“fuerza a la cual debemos someternos … se convierte en una energía 
cosmopolita, universal, que atraviesa todos los límites y fronteras y se
 posiciona a si misma como la única norma, la única universidad, él 
único límite y la única frontera”, él estaba destacando la realidad de 
que el trabajo puede ser comprado por un capital líquido (i.e., dinero),
 en su forma de mercancía, pero que siempre llevará consigo una voluntad
 hostil hacia el comprador capitalista. Pero Marx no estaba sólo 
haciendo una afirmación psicológica, filosófica o política. Él estaba, 
más bien, otorgando un destacable análisis de por qué el momento en el 
que el trabajo (como una actividad incuantificable) derrama esta 
hostilidad, se vuelve estéril, incapaz de producir valor.
En un tiempo en el que los neoliberales han entrampado a la mayoría 
en sus tentáculos teóricos, incesantemente regurgitando la ideología del
 mejoramiento de la productividad del trabajo en un esfuerzo por mejorar
 la competitividad en vistas de crear crecimiento, etc., el análisis de 
Marx ofrecen un poderoso antídoto. El capital nunca puede ganar en su 
lucha por convertir el trabajo en un elástico infinito, un insumo 
mecanizado, sin destruirse a sí mismo. Esto es lo que los neoliberales, 
ni los Keynesianos, nunca van a aprehender. “Si toda la clase del 
trabajador asalariado fuese aniquilado por la maquinaria”, escribía Marx
 “¡Qué terrible sería para el capital, el cual, sin trabajo asalariado, 
cesa de ser capital!”.
¿Qué ha hecho Marx por nosotros?
Casi todas las escuelas de pensamiento, incluyendo la de algunos 
economistas progresistas, les gusta pretender que, aunque Marx haya sido
 una poderosa figura, muy poco de su contribución se mantiene relevante 
hoy en día. Siento disentir. Además de haber capturado el drama básico 
de las dinámicas capitalistas, Marx me ha dado las herramientas con las 
cuales nos volvemos inmunes a la propaganda tóxica del neoliberalismo. 
Por ejemplo, la idea de que la riqueza es producida privadamente y que 
luego es apropiada por un estado cuasi ilegítimo, por medio de los 
impuestos, a la cual es fácil sucumbir si es que uno no ha sido expuesto
 primero al agudo argumento de Marx de que precisamente lo opuesto es el
 caso: la riqueza es producida colectivamente y luego apropiada 
privadamente a través de relaciones sociales de producción y derechos de
 propiedad que dependen, para su reproducción, casi exclusivamente en 
falsa consciencia.
En su libro reciente Never Let a Serious Crisis Go To Waste, el 
historiador del pensamiento económico, Philip Mirowski, ha destacado que
 el éxito de los neoliberales en convencer a una gran cantidad de 
personas de que los mercados no son sólo medios útiles para un fin, sino
 que fines en sí mismos. De acuerdo a esta visión, mientras que la 
acción colectiva y las instituciones públicas nunca son capaces de 
“hacer bien las cosas”, las operaciones descentralizadas y sin 
restricciones de intereses privados siempre están garantizadas en 
producir no sólo los productos correctos, sino que también los deseos, 
caracteres e incluso ethos correctos. El mejor ejemplo de esta forma de 
estupidez neoliberal es, por supuesto, el debate en como enfrentar el 
cambio climático. Los neoliberales se han apresurado en argumentar que, 
si es que hay alguna cosa que haya que hacer, debe de tomar la forma de 
crear un cuasi-mercado para “males” (e.g., un esquema de intercambio de 
emisiones), dado a que sólo los mercados “saben” como poner precio a los
 bienes y males apropiadamente. Para entender por qué aquella solución 
de cuasi-mercado está destinada al fracaso y, más importante, de donde 
proviene la motivación para tales “soluciones”, uno puede hacer mucho 
peor que familiarizarse con la lógica de acumulación del capital que 
Marx delineó y que el economista polaco Michal Kalecki adoptó para un 
mundo gobernado por oligopolios en red.
En el siglo 20, los dos movimientos políticos que buscaron sus raíces
 en el pensamiento de Marx fueron los partidos comunistas y 
socialdemócratas. Ambos, sumado a sus otros errores (y, por supuesto, 
crímenes) fracasaron, en detrimento suyo, en seguir la huella de Marx 
respecto a algo crucial: en vez de abrazar la libertad y racionalidad 
como sus gritos de batalla y de organizar conceptos, ellos optaron por 
la equidad y justicia, heredando el concepto de libertad a los 
neoliberales. Marx fue firme: El problema con el capitalismo no está en 
que sea injusto, sino que está en que es irracional, así como 
habitualmente condena a generaciones enteras a la deprivación y el 
desempleo e incluso convierte a los capitalistas en autómatas conducidos
 por la angustia, viviendo en permanente miedo que, a menos que 
mercantilicen completamente a su prójimo humano para así servir a la 
acumulación del capital más eficientemente, ellos dejarán de ser 
capitalistas. Así, si el capitalismo aparece injusto, esto es porque 
esclaviza a todos; desperdicia recursos humanos y naturales; la misma 
línea de producción que bombea artilugios extraordinarios y riquezas sin
 precedentes, también produce profunda infelicidad y crisis.
Habiendo fracasado en reposar una crítica al capitalismo en términos 
de libertad y racionalidad, como Marx pensó que era esencial, la 
socialdemocracia y la izquierda en general permitió a los neoliberales 
usurpar el manto de la libertad y ganar un triunfo espectacular en la 
contienda de las ideologías.
Quizá la dimensión más significativa del triunfo neoliberal es lo que
 ha llegado a ser conocido como el “déficit democrático”. Ríos de 
lágrimas de cocodrilos han fluido por el declive de nuestras grandes 
democracias en las últimas tres décadas de financiarización y 
globalización. Marx se habría reído largo y fuertemente ante quienes 
parecen sorprendidos, o molestos, por el “déficit democrático”. ¿Cuál 
fue el gran objetivo detrás del liberalismo del siglo 19? Fue, como Marx
 nunca se cansó de apuntarlo, el de separar la esfera económica de la 
esfera política y confinar las políticas a la última mientras que dejaba
 la esfera económica al capital. Es el éxito espléndido del liberalismo 
en lograr esta meta de larga data que ahora estamos observando. Den un 
vistazo a Sudáfrica hoy en día, más de dos décadas luego de que Nelson 
Mandela fuese liberado y la esfera política, por fin, abrazó a la toda 
la población. El predicamento del Congreso Nacional Africano fue que, 
para poder permitirle dominar en la esfera política, tenía que ceder 
poder sobre el poder económico. Y si piensan que es de otro modo, les 
sugiero que hablen con la docena de mineros acribillados por guardias 
armados pagados por sus empleados luego de que se atrevieran a demandar 
un aumento de salario.
¿Por qué errático?
Habiendo explicado por qué le debo lo que tengo de entendimiento de 
nuestro mundo social en su mayoría a Marx, ahora quiero explicar por qué
 me mantengo terriblemente enojado con él. En otras palabras, delinearé 
por qué soy por elección un marxista errático e inconsistente. Marx 
cometió dos errores espectaculares, uno de ellos un error por omisión y 
el otro por comisión. Incluso hoy, estos errores aún obstaculizan la 
efectividad de la izquierda, especialmente en Europa.
El primer error de Marx –el error por omisión fue que falló al pensar
 suficientemente el impacto de su propia teorización sobre el mundo en 
el que él estaba teorizando. Su teoría es, en términos discursivos, 
excepcionalmente poderosa, y Marx tenía un sentido de su poder. Entonces
 ¿cómo es que él mostró ninguna preocupación respecto a sus discípulos, 
gente con un mejor sentido de estas poderosas ideas que el trabajador 
promedio, podrían usar este poder otorgado a ellos, por vía de las 
propias ideas de Marx, con el fin de abusar de otros compañeros, para 
construir su propia base de poder, para ganar posiciones de influencia?
El segundo error de Marx, al cual le adscribo por comisión, fue peor.
 Fue su suposición de que la verdad del capitalismo podía ser 
descubierta en la matemática de sus modelos. Este fue el peor deservicio
 que podría haberle entregado a su propio sistema teórico. El hombre que
 nos equipó con la libertad humana como un concepto económico de primer 
orden; el erudito que elevó la indeterminación radical a su justo lugar 
dentro de la economía política; él fue la misma persona que terminó por 
quedar jugando con modelos algebraicos simplistas, en los cuales las 
unidades de trabajo eran, naturalmente, completamente cuantificadas, 
esperando en contra la esperanza de evidenciar de estas ecuaciones 
algunas introspecciones adicionales sobre el capitalismo. Luego de su 
muerte, los economistas marxistas mal gastaron largas carreras 
indulgiendo en mecanismos escolásticos similares. Completamente inmersos
 en debates irrelevantes sobre “el problema de la transformación” y que 
hacer al respecto, ellos eventualmente se volvieron una especie extinta,
 mientras el gigante neoliberal aplastaba toda la disidencia a su paso.
¿Cómo pudo Marx ser tan iluso? ¿Por qué no reconoció que ninguna 
verdad del capitalismo alguna vez puede surgir de cualquier modelo 
matemático, por muy brillante que el modelador sea? ¿Acaso no tenía las 
herramientas intelectuales para darse cuenta que las dinámicas 
capitalistas surgen de la parte incuantificable del trabajo humano; 
i.e., de una variable que nunca puede estar bien definida 
matemáticamente? ¡Por supuesto que lo hizo, dado a que forjó estas 
herramientas! No, la razón para su error fue un poco más siniestro: tal 
cual como los economistas vulgares que él tan brillantemente amonestaba 
(y que continúan dominando las facultades de economía hoy en día), él 
codició el poder que aquellas “pruebas” matemáticas le otorgaban.
Si es que estoy en lo correcto, Marx sabía lo que estaba haciendo. Él
 entendió, o tuvo la capacidad de saber, que una teoría comprensiva del 
valor no puede ser acomodada dentro de un modelo matemático de una 
economía capitalista dinámica. Él estaba, y no tengo dudas, al tanto de 
que una teoría económica adecuada debe respetar la idea de que las 
reglas de lo indeterminado son estas mismas indeterminadas. En términos 
económicos esto significa un reconocimiento de que el poder del mercado,
 y por lo tanto de la rentabilidad, de los capitalistas no era 
necesariamente reducible a su capacidad de extraer trabajo de sus 
empleados; que algunos capitalistas podían extraer más de un determinado
 pool de trabajadores o de una determinada comunidad de consumidores por
 razones que son externas a la propia teoría de Marx.
¡Ay!, que el reconocimiento hubiera sido equivalente a aceptar que 
sus “leyes” no eran inmutables. Él habría concedido a voces competidoras
 en el movimiento sindical que su teoría era indeterminada y, por lo 
tanto, que sus pronunciamientos no podrían ser únicamente y correcto sin
 ambigüedades. Que no eran permanentemente provisionales. Esta 
determinación de tener la historia o modelo completo y cerrado, o la 
última palabra, es algo por lo cual no puedo perdonar a Marx. Esto 
probó, después de todo, de que es responsable por una gran cantidad de 
errores y, más significativamente, de autoritarismo. Errores y 
autoritarismo que han sido ampliamente responsables por la impotencia 
actual de la izquierda como una fuerza del bien y como un control sobre 
los abusos de la razón y libertad que la pandilla neoliberal está 
supervisando hoy en día.
La lección de la señora Thatcher
Me mudé a Inglaterra para asistir a la universidad en septiembre de 
1978, al rededor de seis meses antes de que el triunfo de Margaret 
Thatcher cambiara a Gran Bretaña para siempre. Observar al gobierno 
laborista desintegrarse, bajo el peso de su degenerado programa 
socialdemócrata, me llevó a un error serio: el pensar que el triunfo de 
Thatcher podría ser una cosa buena, proveyendo a la clase trabajadora y a
 las clases medias de Gran Bretaña el shock profundo y penetrante 
necesario para revigorizar políticas progresivas; de darle a la 
izquierda una oportunidad para crear una agenda fresca y radical para un
 nuevo tipo de políticas efectivas y progresivas.
Incluso mientras que el desempleo se duplicaba y luego triplicaba 
bajo las intervenciones radicales neoliberales de Thatcher, yo 
continuaba albergando esperanzas de que Lenin estaba en lo correcto: 
“Las cosas tienen que volverse peor antes de que se vuelvan mejor.” 
Mientras la vida se volvía más repugnante, más embrutecida, para muchos,
 más corta, se me ocurría que quizá yo estaba trágicamente en un error: 
que las cosas podían empeorar en perpetuidad, sin nunca mejorar. La 
esperanza de que el deterioro de los bienes públicos, la disminución de 
las vidas de la mayoría, la difusión de la deprivación en cada rincón de
 tierra podría, automáticamente, dirigirnos a un renacimiento de la 
izquierda era tan sólo eso: esperanza.
La realidad era, sin embargo, dolorosamente diferente. Con cada 
vuelta del tornillo de la recesión, la izquierda se volvía más 
introvertida, menos capaz de producir una agenda progresiva y 
convincente y, mientras tanto, la clase trabajadora estaba siendo 
dividida entre aquellos que dejaban la sociedad y aquellos que eran 
cooptados dentro de la mentalidad neoliberal. Mi esperanza de que 
Thatcher inadvertidamente traería una nueva revolución política al fin y
 al cabo espuria. Todo lo que surgió del thatcherismo fue 
financialización extrema, el triunfo del shopping mall por sobre el 
almacen de la esquina, la fetichización de la vivienda y Tony Blair.
En vez de radicalizar a la sociedad británica, la recesión que el 
gobierno de Thatcher que tan cuidadosamente ingenió, como parte de su 
lucha de clases en contra del trabajo organizado y en contra de las 
instituciones de seguridad social y de redistribución que habían sido 
establecidas luego de la guerra, destruyeron permanentemente la misma 
posibilidad de una política radical y progresiva en Gran Bretaña. En 
efecto, volvió imposible la misma noción de valores que trascendieran 
aquello que el mercado determinaba como el precio “correcto”.
La lección que Thatcher me enseñó respecto a la capacidad de una 
recesión de larga duración para socavar las políticas progresivas, es 
una que cargo conmigo hasta la presente crisis europea. Es, en efecto, 
el determinante más importante de mi postura en relación con la crisis. 
Esta es la razón por la cual estoy feliz en confesar el pecado del cual 
soy acusado por algunos de mis críticos en la izquierda: el pecado de 
escoger no proponer programas políticos radicales que busquen explotar 
la crisis como una oportunidad para derrocar al capitalismo europeo, 
para desmantelar la terrible eurozona, y para socavar a la Unión Europea
 de carteles y de banqueros en bancarrota.
Sí, me encantaría llevar a cabo tal agenda radical. Pero, no, no 
estoy preparado para cometer el mismo error dos veces. ¿Qué logramos en 
Gran Bretaña a comienzos de los 80 al promover una agenda de cambio 
socialista que la sociedad británica despreció mientras caían de bruces 
en la trampa neoliberal de Thatcher? Precisamente nada. ¿Qué lograremos 
hoy al hacer un llamado al desmantelamiento de la eurozona, de la misma 
Unión Europea, cuando es, en efecto, el capitalismo europeo está 
haciendo lo que puede por socavar la eurozona, la Unión Europea?
Una salida griega, portuguesa o italiana de la eurozona nos llevaría 
pronto a la fragmentación del capitalismo europeo, cediendo paso a una 
preocupante región de superávit de recesión al este del Rin y al norte 
de los Alpes, mientras que el resto de Europa estaría bajo la empuñadura
 de una cruel estanflación. ¿Quién creen que se beneficiaría de este 
desenlace? ¿Una izquierda progresista que, cual ave fénix se elevaría 
desde las cenizas de las instituciones públicas de Europa? ¿O los nazis 
de Amanecer Dorado, los clasificados neofascistas, los xenófobos y los 
vendedores de los mercados negros? No tengo absolutamente ninguna duda 
de a cual de los dos le irá mejor luego de la desintegración de la 
eurozona.
Yo, por mi parte, no estoy preparado para soplar frescos vientos en 
las velas de esta versión posmoderna de los 30s. Si esto significa que 
nosotros, los apropiadamente nombrados marxistas erráticos, quienes 
debemos tratar de salvar al capitalismo europeo de si mismo, entonces 
que así sea. No por amor al capitalismo europeo, por la eurozona, por 
Bruselas, o por el Banco Central Europeo, sino que porque queremos 
minimizar las pérdidas humanas innecesarias de esta crisis.
¿Qué deben hacer los marxistas?
Las élites europeas se están comportando hoy en día como si no 
entendieran ni la naturaleza de la crisis que están presidiendo, ni 
tampoco sus implicaciones para el futuro de la civilización europea. 
Atávicamente, están escogiendo saquear los menguantes stocks de los 
débiles y desposeídos para así tapar los agujeros del sector financiero,
 negándose a llegar a un acuerdo con lo insostenible de la tarea.
Aún así con las élites de Europa en profunda negación y confusión, la
 izqueirda debe admitir que simplemente no estamos listos para tapar el 
abismo que el colapso del capitalismo europeo abriría con un sistema 
socialista funcionando. Nuestra tarea entonces es doble. Primero, 
debemos llevar a cabo un análisis del estado actual que los no 
marxistas, aquellos bien intencionados europeos que han sido atraídos 
por las sirenas del neoliberalismo, encuentren revelador. Segundo, 
continuar con este firme análisis con propuestas para estabilizar a 
Europa – para acabar con la espiral en descenso a la cual, finalmente, 
refuerza solamente a los fanáticos.
Permítanme concluir con dos confesiones. Primero, aunque estoy feliz 
de defender en tanto genuinamente radical la persecusión de una agenda 
modesta para estabilizar un sistema al cual yo critico, no pretendo ser 
entusiasta al respecto. Esto puede ser lo que debemos hacer, bajo las 
circunstancias presentes, pero estoy triste de que probablemente no esté
 al rededor para ver una agenda más radical siendo adoptada.
Mi confesión final es de una naturaleza altamente personal: sé que 
corro el riesgo de, subrepticiamente, disminuir la penuria de abandonar 
cualquier esperanza de reemplazar el capitalismo durante mi vida por 
medio de ser indulgente en un sentimiento de haber llegado a términos 
aceptables para los círculos de la alta sociedad. El sentido de 
satisfacción de uno mismo de estar agasajado por los elevados y 
poderosos comenzó a surgir en mí en una ocasión. Y qué sentimiento más 
no radical, feo, corruptor y corrosivo que fue.
Mi nadir personal me ocurrió en un aeropuerto. Algunos adinerados en 
terno me habían invitado a dar un discurso clave respecto a la crisis 
europea y habían juntado la ridícula suma necesaria para comprarme un 
ticket en primera clase. En mi camino de vuelta a casa, cansado y con 
varios vuelos bajo el cinturón, estaba haciéndome paso a través de la 
larga línea de espera de los pasajeros de clase económica para llegar a 
mi puerta de embarque. De repente me di cuenta, con horror, lo fácil que
 era para mi mente infectarse con la sensación de que estaba con el 
derecho a adelantar a los hoi polloi. Me di cuenta lo pronto que 
podía olvidar aquello que mi mente de izquierda había sabido siempre: 
que nada es tan exitoso en reproducirse a sí mismo mejor que un falso 
sentimiento de derecho. Forjar alianzas con fuerzas reaccionarias, como 
creo que hay que hacer para estabilizar a Europa hoy en día, nos trae 
ante el riesgo de volvernos cooptados, de quitarnos nuestro radicalismo 
por medio de la tibia incandescencia de haber “llegado a” los corredores
 del poder.
Confesiones radicales, como las que he intentado realizar acá, son 
quizá el único antídoto programático a los deslices ideológicos que 
amenazan con volvernos engranajes de la máquina. Si es que vamos a 
forjar alianzas con nuestros adversarios políticos, entones debemos 
evitar volvernos como aquellos socialistas que fracasaron en cambiar el 
mundo, pero que fueron exitosos en mejorar sus circunstancias privadas. 
El truco consiste en evitar el maximalismo revolucionario que, 
finalmente, ayuda a los neoliberales a superar toda oposición en contra 
de sus políticas contraproducentes y en retener en nuestras visiones las
 fallas inherentes del capitalismo mientras intentamos salvarlo, por 
razones estratégicas, de sí mismo. 
Yanis Varoufakis es ministro de Finanzas de Grecia
Fuente: http://iniciativadebate.org/2015/03/04/como-me-converti-en-un-marxista-erratico/
 
 

 
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