Durante el día, la colina en la frontera turco-siria tiene el mismo
aspecto desolado que el resto de la zona. La tormenta de la noche la ha
convertido en una masa embarrada. Mientras me acerco a la valla
fronteriza, una multitud de kurdos está observando la batalla entre los
defensores kurdos de Kobani y los combatientes del ISIS. La milicia
yihadista ataca con la cobertura del fuego de su artillería. Los kurdos
responden con sus fusiles y el lanzamiento ocasional de algún
lanzagranadas rudimentario.
La frontera: Un vehículo blindado turco a un lado y los refugiados kurdos al otro / Bostjan Videmsek
Algunos soldados turcos observan lo que ocurre desde el lado sirio de
la frontera. Lo hacen desde la seguridad de sus vehículos blindados, lo
que es una buena idea, ya que no hay muchos de ellos por allí. Se
comportan con una mezcla de desconfianza y apatía. La intensidad de los
combates aumenta y se hace más feroz. Un centenar de refugiados kurdos
hace cola ante la valla con alambre de espino que separa ambos países.
Está dramáticamente claro que confían en que los turcos les dejen pasar.
Es otra imagen de esta lucha desesperada y sangrienta que es la guerra civil siria. Todo resulta tan confuso que cualquier solución que permita dar seguridad a la población civil parece condenada al fracaso.
Junto a catorce parientes, Omar Issa, de 67 años, llegó a Turquía hace una semana. Tras un recorrido penoso desde la ciudad fronteriza de Karacha, el grupo ha montado una gran tienda junto al cauce lleno de barro de un río. La tienda ofrece una cierta protección a 18 familias. Ignorando las explosiones que se producen a menos de un kilómetro, los niños juegan alegres en la zona. Las mujeres se ocupan de lavar la ropa, mientras los ancianos –casi todos los que estaban en condiciones de luchar se han quedado en Siria– se sientan en sillas de plástico, fumando y bebiendo té. No dejan de hablar de política.
Es otra imagen de esta lucha desesperada y sangrienta que es la guerra civil siria. Todo resulta tan confuso que cualquier solución que permita dar seguridad a la población civil parece condenada al fracaso.
Junto a catorce parientes, Omar Issa, de 67 años, llegó a Turquía hace una semana. Tras un recorrido penoso desde la ciudad fronteriza de Karacha, el grupo ha montado una gran tienda junto al cauce lleno de barro de un río. La tienda ofrece una cierta protección a 18 familias. Ignorando las explosiones que se producen a menos de un kilómetro, los niños juegan alegres en la zona. Las mujeres se ocupan de lavar la ropa, mientras los ancianos –casi todos los que estaban en condiciones de luchar se han quedado en Siria– se sientan en sillas de plástico, fumando y bebiendo té. No dejan de hablar de política.
Refugiados kurdos en Suruc / Bostjan Videmsek
"Tan pronto como se formó en Siria el Estado Islámico (nombre
adoptado por el ISIS), sabía que más tarde o más temprano vendrían a por
nosotros, los kurdos", explica Issa. "¡Para ellos, valemos menos que
los animales! ¡Teníamos que huir! Se habían apoderado ya de los pueblos
cercanos. Por eso, recogimos lo que pudimos y vinimos hasta aquí, hasta
la frontera. A los turcos les costó dos días dejarnos pasar. Aquí nos
sentimos seguros. Pero vivir así es horrible. Hace frío y llueve, y el
invierno se acerca rápido".
He pasado mucho tiempo hablando con este anciano vestido a la manera tradicional de los kurdos, un hombre que sólo unas semanas antes se dedicaba a cuidar los olivos y vigilar el rebaño. En algún momento de la conversación, me contó que dos de sus hijos se habían quedado para luchar. Estaba muy preocupado por la posibilidad de que Kobani caiga en manos de ISIS. Sería un inmenso desastre para los kurdos. "Con el régimen de Bashar Al Asad, estábamos seguros, aunque no teníamos libertad. Era muy, muy difícil para nosotros. Y ahora... bueno, ahora somos hombres libres, pero tememos por nuestras vidas".
En su mayoría, los refugiados creen que dependen por completo de sus
parientes (turcos) del otro lado de la frontera. "Nos han ayudado mucho y
les estamos agradecidos", dice uno de ellos. "Pero está claro que no
podremos seguir así mucho tiempo. Todo lo que tenemos lo dejamos en el
pueblo. Ahora estamos por completo a expensas de la misericordia de la
comunidad internacional. Desde luego, han prometido mucho, pero ahora
necesitamos ayuda de forma desesperada".
La mayoría de los kurdos que lograron pasar la frontera se refugiaron en la cercana Suruc. Cada día que pasaba, la situación empeoraba. La gente estaba obviamente exhausta, algunos especialmente enfurecidos por las dimensiones trágicas de su destino. A sólo unos pocos kilómetros, sus seres queridos estaban siendo aniquilados, y ellos no podían hacer nada. Sin embargo, algunos admitían que no les extrañaba que los turcos hubieran cerrado la frontera. Después de todo, la población de la pequeña localidad de Suruc se había doblado en 14 días. Nadie sabía con exactitud el número de los refugiados kurdos que estaban llegando. Todas las casas disponibles se encontraban al límite. A muchos refugiados no les quedaba más alternativa que dormir en parques y pasos subterráneos. Unos cuantos montaron tiendas en los campos cercanos. Sólo contaban con lo que llevaban encima y la ayuda que recibían de la población local. Cuando llegué allí, muy poca ayuda humanitaria internacional había podido llegar a Suruc, una ciudad claramente al borde de un ataque de nervios.
[En los últimos días, aviones occidentales han atacado a las fuerzas de ISIS que cercan la ciudad de Kobani. Esa ofensiva parece haber detenido el avance de los yihadistas pero no ha sido suficiente para poner fin al sitio.]
Naima Jalil, de 19 años, se presentó como una kurda siria de Kobani. Anhelaba volver a la estabilidad que le daban su colegio y una pequeña colección de libros que había dejado atrás. Acompañada por su madre, padre, un hermano y cinco hermanas, había huido de Kobani ocho días antes. Los milicianos de ISIS habían estrechado el cerco sobre la ciudad ya rodeada, por lo que el padre de Naima decidió que ya no podían arriesgarse más. El padre sabía muy bien qué es lo que les había pasado a los que no pudieron huir de los extremistas suníes en otros sitios.
"Nuestro padre temía por nosotras, las mujeres", cuenta Naima. "No había duda de que los hombres de ISIS nos secuestrarían para vendernos como esclavas". ¡Eso es lo que les ha pasado a muchas chicas en Irak y Siria! ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Juntamos nuestras cosas y escapamos. Ni siquiera había luz y agua corriente en Kobani. Pero sabíamos que en los pueblos cercanos las cosas estaban aún peor".
He pasado mucho tiempo hablando con este anciano vestido a la manera tradicional de los kurdos, un hombre que sólo unas semanas antes se dedicaba a cuidar los olivos y vigilar el rebaño. En algún momento de la conversación, me contó que dos de sus hijos se habían quedado para luchar. Estaba muy preocupado por la posibilidad de que Kobani caiga en manos de ISIS. Sería un inmenso desastre para los kurdos. "Con el régimen de Bashar Al Asad, estábamos seguros, aunque no teníamos libertad. Era muy, muy difícil para nosotros. Y ahora... bueno, ahora somos hombres libres, pero tememos por nuestras vidas".
La mayoría de los kurdos que lograron pasar la frontera se refugiaron en la cercana Suruc. Cada día que pasaba, la situación empeoraba. La gente estaba obviamente exhausta, algunos especialmente enfurecidos por las dimensiones trágicas de su destino. A sólo unos pocos kilómetros, sus seres queridos estaban siendo aniquilados, y ellos no podían hacer nada. Sin embargo, algunos admitían que no les extrañaba que los turcos hubieran cerrado la frontera. Después de todo, la población de la pequeña localidad de Suruc se había doblado en 14 días. Nadie sabía con exactitud el número de los refugiados kurdos que estaban llegando. Todas las casas disponibles se encontraban al límite. A muchos refugiados no les quedaba más alternativa que dormir en parques y pasos subterráneos. Unos cuantos montaron tiendas en los campos cercanos. Sólo contaban con lo que llevaban encima y la ayuda que recibían de la población local. Cuando llegué allí, muy poca ayuda humanitaria internacional había podido llegar a Suruc, una ciudad claramente al borde de un ataque de nervios.
[En los últimos días, aviones occidentales han atacado a las fuerzas de ISIS que cercan la ciudad de Kobani. Esa ofensiva parece haber detenido el avance de los yihadistas pero no ha sido suficiente para poner fin al sitio.]
Naima Jalil, de 19 años, se presentó como una kurda siria de Kobani. Anhelaba volver a la estabilidad que le daban su colegio y una pequeña colección de libros que había dejado atrás. Acompañada por su madre, padre, un hermano y cinco hermanas, había huido de Kobani ocho días antes. Los milicianos de ISIS habían estrechado el cerco sobre la ciudad ya rodeada, por lo que el padre de Naima decidió que ya no podían arriesgarse más. El padre sabía muy bien qué es lo que les había pasado a los que no pudieron huir de los extremistas suníes en otros sitios.
"Nuestro padre temía por nosotras, las mujeres", cuenta Naima. "No había duda de que los hombres de ISIS nos secuestrarían para vendernos como esclavas". ¡Eso es lo que les ha pasado a muchas chicas en Irak y Siria! ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Juntamos nuestras cosas y escapamos. Ni siquiera había luz y agua corriente en Kobani. Pero sabíamos que en los pueblos cercanos las cosas estaban aún peor".
La batalla de Kobani, clave para frenar al Estado Islámico / SEDAT SUNA (EFE)
Esta joven de tez oscura habla en un inglés casi perfecto. En su
ciudad, Kobani, los kurdos habían decidido unirse a la revolución siria.
Durante los primeros meses del levantamiento contra el régimen de Asad,
en Kobani hubo unas pocas manifestaciones pacíficas. El Gobierno ordenó
detener a algunas personas, pero por alguna razón no se produjo la
represión dura que se vivió en lugares como Homs o Dará. En el verano de
2012, se produjo una retirada "táctica" de las fuerzas de Asad en los
territorios kurdos. Los kurdos tardaron poco tiempo en montar su propio
gobierno local, además de un pequeño ejército. Declararon la zona
autonóma kurda bajo el nombre de Royave.
Para Naima, este fue el fin de su tiempo en el colegio. También era el fin de sus esperanzas de estudiar medicina, su sueño desde pequeña. La carretera de Alepo, donde está la universidad y tienen lugar las pruebas de acceso, era imposible de utilizar. La carretera era uno los puntos más calientes de los combates en los que intervenían varios grupos insurgentes, las fuerzas del Gobierno, los kurdos y el ISIS (no tan poderoso entonces como ahora).
No hay forma de subestimar la complejidad de la situación actual. La
irrupción repentina de ISIS y de sus miembros consumidos por el odio
puede considerarse una consecuencia de décadas de política exterior
norteamericana, financiación saudí y el miedo de los turcos a que los
kurdos se hagan fuertes. Los combatientes de ISIS acabaron con los demás
grupos de la insurgencia siria contra Asad, luego cruzaron la frontera
iraquí para establecer lo que llaman un "califato". No tardaron mucho
tiempo en eliminar cualquier disidencia contra su credo radical.
Después de los yazidíes, los siguientes eran los kurdos. Durante las últimas dos semanas, más de un centenar de pueblos y aldeas kurdas han sido tomados. Unos 130.000 kurdos tuvieron que huir a Turquía. Naima Jalil es sólo uno de los muchos inocentes atrapados en esta locura.
"Estoy enfurecida. Y triste", dice. "Los niños turcos de aquí me asustan diciéndome que los islamistas van a venir a por mí para matarme, y lo único que hacen los adultos es humillarme. La mayor parte de los días, ni siquiera tengo valor para salir de la casa donde vivimos con otras tres familias. Un conocido de mi padre nos la prestó por diez días. Lo malo es que pasado mañana tendremos que dejarla y acabaremos en la calle. No sabemos lo que vamos a hacer. No nos queda dinero. Mis padres se gastaron lo que tienen en sacarnos vivos de allí. Quizá nos veamos obligados a irnos a Estambul para vivir en la calle. Comenzaré a buscar un trabajo en cuanto llegue. No hay nada que quiera más que volver al colegio, pero supongo que eso no va a ocurrir, ¿no?".
Tras decir eso, Naima se echa a llorar. Luego recupera fuerzas para preguntarme si llevo algún libro en inglés. Todo lo que quiere hacer es leer: "Mi padre me dice que aproveche cualquier oportunidad para estudiar. Incluso cuando no podía ir al colegio, me dedicaba a estudiar. No quiero ser como la mayoría de mis amigas. Sus padres las casan para asegurarse de que tengan un futuro estable, pero a cambio pierden la libertad de elegir. Yo no puedo hacer eso. Ni por toda la seguridad del mundo. A fin de cuentas, mi madre Nayaf siempre ha sido una gran defensora de los derechos de la mujer".
Estas últimas palabras permiten a Naima recuperar la calma y el
orgullo. Mientras hablamos, nos rodea un gran grupo de refugiados que
hacen cola para recibir una sopa de lentejas, distribuida por
voluntarios turcos. En la ciudad de Suruc, cuenta Naima, ella se sentía
más atrapada que en cualquier otro sitio. "Los adultos me miraban, y me
miraban, y me miraban. Yo siempre miraba a otro lado. Cada día, les
tenía más miedo de lo que podrían hacerme. Este no es mi mundo. No
debería ser mi mundo".
Para Naima, este fue el fin de su tiempo en el colegio. También era el fin de sus esperanzas de estudiar medicina, su sueño desde pequeña. La carretera de Alepo, donde está la universidad y tienen lugar las pruebas de acceso, era imposible de utilizar. La carretera era uno los puntos más calientes de los combates en los que intervenían varios grupos insurgentes, las fuerzas del Gobierno, los kurdos y el ISIS (no tan poderoso entonces como ahora).
Los milicianos de ISIS tomaron en los últimos días una colina de valor estratégico junto a la ciudad de Kobani. En Turquía grupos kurdos se han manifestado para exigir al Gobierno que ayude en la defensa de la ciudad.
Después de los yazidíes, los siguientes eran los kurdos. Durante las últimas dos semanas, más de un centenar de pueblos y aldeas kurdas han sido tomados. Unos 130.000 kurdos tuvieron que huir a Turquía. Naima Jalil es sólo uno de los muchos inocentes atrapados en esta locura.
"Estoy enfurecida. Y triste", dice. "Los niños turcos de aquí me asustan diciéndome que los islamistas van a venir a por mí para matarme, y lo único que hacen los adultos es humillarme. La mayor parte de los días, ni siquiera tengo valor para salir de la casa donde vivimos con otras tres familias. Un conocido de mi padre nos la prestó por diez días. Lo malo es que pasado mañana tendremos que dejarla y acabaremos en la calle. No sabemos lo que vamos a hacer. No nos queda dinero. Mis padres se gastaron lo que tienen en sacarnos vivos de allí. Quizá nos veamos obligados a irnos a Estambul para vivir en la calle. Comenzaré a buscar un trabajo en cuanto llegue. No hay nada que quiera más que volver al colegio, pero supongo que eso no va a ocurrir, ¿no?".
Tras decir eso, Naima se echa a llorar. Luego recupera fuerzas para preguntarme si llevo algún libro en inglés. Todo lo que quiere hacer es leer: "Mi padre me dice que aproveche cualquier oportunidad para estudiar. Incluso cuando no podía ir al colegio, me dedicaba a estudiar. No quiero ser como la mayoría de mis amigas. Sus padres las casan para asegurarse de que tengan un futuro estable, pero a cambio pierden la libertad de elegir. Yo no puedo hacer eso. Ni por toda la seguridad del mundo. A fin de cuentas, mi madre Nayaf siempre ha sido una gran defensora de los derechos de la mujer".
Mohammed Chechu, un profesor ciego de la ciudad de Kobani / Bostjan Videmsek
Mohamed Chechu, un refugiado kurdo de un pueblo cercano a Kobani,
perdió la vista hace 18 meses. Dice que fue porque había visto demasiado
horror. Junto a su familia, dejó Siria hace 12 días. Su pueblo, como
muchas otras localidades kurdas de la región, había pasado a estar bajo
el control de ISIS.
"Como no puedo ver, apenas salía de mi casa. Un día, oí gritos en las calles. La gente estaba muy asustada. Contaban que en los pueblos cercanos, los islamistas habían cortado la garganta a algunos, y que las mujeres eran vendidas como esclavas. Lo que más temía era que mi ceguera me convirtiera en una carga para otros. Estaba dispuesto a quedarme en la casa, pero mi familia me convenció de que les ayudara a reunir algunas cosas y salir huyendo. Tuvimos que dejar atrás todo por lo que habíamos trabajado. Nuestra casa. Nuestro coche. Nuestros animales. Nuestra vida".
Hablé con Mohamed en una mezquita, donde unos 300 kurdos se habían refugiado en las últimas dos semanas. Me dijo que a su familia le costó dos días llegar allí. Pasaron una noche en la frontera turca hasta que les dejaron pasar.
Muchos de los parientes de Mohamed se quedaron en Kobani: primos, sobrinos, también muchos de sus amigos que nunca en su vida habían levantado un palo enfurecidos, mucho menos un kalashnikov. Pero sabían que su destino dependía sólo de ellos. No iban a recibir ninguna ayuda y habían aprendido a no esperarla. Los kurdos estaban pereciendo por miles, y no era la primera vez que ocurría algo así. Considerando la larga historia de este pueblo, no es extraño que pusieran tan pocas esperanzas en la comunidad internacional. La mayoría afirma que preferirían morir luchando en el campo de batalla. Pero quizá su mayor problema es que en este momento crucial hay muy poca unidad entre los 25 millones de kurdos en Oriente Medio, y mucho menos un programa político común. Hasta ahora, ninguno de sus hermanos ha acudido en ayuda de los kurdos sirios de la provincia de Kobani. Cada uno tiene sus propias batallas que luchar.
"Como no puedo ver, apenas salía de mi casa. Un día, oí gritos en las calles. La gente estaba muy asustada. Contaban que en los pueblos cercanos, los islamistas habían cortado la garganta a algunos, y que las mujeres eran vendidas como esclavas. Lo que más temía era que mi ceguera me convirtiera en una carga para otros. Estaba dispuesto a quedarme en la casa, pero mi familia me convenció de que les ayudara a reunir algunas cosas y salir huyendo. Tuvimos que dejar atrás todo por lo que habíamos trabajado. Nuestra casa. Nuestro coche. Nuestros animales. Nuestra vida".
Hablé con Mohamed en una mezquita, donde unos 300 kurdos se habían refugiado en las últimas dos semanas. Me dijo que a su familia le costó dos días llegar allí. Pasaron una noche en la frontera turca hasta que les dejaron pasar.
Muchos de los parientes de Mohamed se quedaron en Kobani: primos, sobrinos, también muchos de sus amigos que nunca en su vida habían levantado un palo enfurecidos, mucho menos un kalashnikov. Pero sabían que su destino dependía sólo de ellos. No iban a recibir ninguna ayuda y habían aprendido a no esperarla. Los kurdos estaban pereciendo por miles, y no era la primera vez que ocurría algo así. Considerando la larga historia de este pueblo, no es extraño que pusieran tan pocas esperanzas en la comunidad internacional. La mayoría afirma que preferirían morir luchando en el campo de batalla. Pero quizá su mayor problema es que en este momento crucial hay muy poca unidad entre los 25 millones de kurdos en Oriente Medio, y mucho menos un programa político común. Hasta ahora, ninguno de sus hermanos ha acudido en ayuda de los kurdos sirios de la provincia de Kobani. Cada uno tiene sus propias batallas que luchar.
Un niño refugiado en una mezquita en Suruc / Kobani Bostjan Videmsek
En este desgraciado exilio, Mohamed Chechu está acompañado por tres hijos y una hija. El más joven tiene doce años. Le acaban de diagnosticar un tipo grave de diabetes. "No hay aquí medicinas para él. Y no tenemos dinero para el tratamiento. Sé que él enfermó por mi culpa. Y por la guerra. Es la tensión. Pobre crío. Esto no es vida para él". Durante la conversación, lucha por controlar sus emociones, pero aquí es donde no puede más y las lágrimas salen de sus ojos oscuros y sin vida.
La útima vez que estuvo dando clases fue hace dos años, cuando las fuerzas del Gobierno abandonaron por un tiempo las zonas kurdas, lo que permitió a los kurdos organizar sus propias escuelas. Ya entonces, su vista empezó a fallar. Está convencido de que fue por el estrés. Había visto tantas atrocidades, cometidas tanto por el régimen como las milicias islamistas. La brutalidad crecía, como la propia guerra, y Mohamed perdió definitivamente la vista hace año y medio.
"Durante un tiempo, sólo veía sombras, y luego ni eso. Fue como... morir. Pero no perdí la esperanza. Recuperé el ánimo unas semanas después y me convencí de que llegaría el día en que volvería a ver y podría entrar otra vez en una escuela a dar clases a los niños. Pero hasta ahora ha sido imposible. Siria tiene ahora una generación de niños que han tenido que dejar los estudios por completo, una generación traumatizada y sin educar. ¡Es lo peor que nos podía haber pasado!".
Casi todo el territorio de Siria se ha visto afectado por la guerra. Las carreteras que conectan las grandes ciudades son probablemente las zonas más peligrosas de este país hundido. Pero hace unos pocos meses, la esposa de Mohamed reunió los últimos ahorros para llevar a su marido a un conocido neurólogo de Damasco. En todos los controles militares que atravesaron, fueron parados e interrogados. Hombres armados de aspecto siniestro les amenazaron. Les pararon soldados del Gobierno, milicianos de ISIS, miembros del grupo insurgente Ejército Libre de Siria y delincuentes, cada uno de ellos dueños de una parte de un Estado ahora dividido. Les llevó 36 horas llegar a Damasco. Pasaron la noche en el coche en mitad del desierto.
"Mi mujer pudo dormir algo. Yo no. Estaba aterrorizado. No hacía más que oír ruidos y me preguntaba de dónde venían. A veces, sentí un pánico total. Pero también deseaba ver a ese especialista. Realmente, creía que podía ayudarme".
Los neurólogos vieron a Mohamed de inmediato. Examinaron sus ojos con atención y le dijeron, para su sorpresa, que no había ningún problema en ellos. El percance era de carácter neurológico. Según el diagnóstico, había algún problema en los nervios del cerebro de Mohamed. El paciente se animó con las noticias. Le dijeron que tenía muchas posibilidades de recuperar la vista con el tratamiento adecuado.
"El viaje de vuelta fue tan peligroso como la ida a Damasco, pero esta vez yo estaba tocado por la felicidad. La sola posibilidad de volver a ver me llenaba de alegría. Al volver, era un hombre diferente. El hombre de Damasco me dijo que había una cierta clínica en España especializada en ese problema que me habían diagnosticado. Pero no me dio el nombre y, con la excitación, olvidé preguntárselo. Tengo un pariente en España, que me prometió ayudarme a encontrar la clínica, pero no sé cómo puedo llegar allí. No tengo ni el dinero ni los papeles necesarios para el viaje".
Mohamed Chechu también envió los resultados de su examen a un médico palestino de Jordania. Aún espera la respuesta. En las últimas semanas, sus ojos han recuperado algo de su función. Aún no ve nada, pero a veces siente algo frente a sus ojos, y hasta nota el cambio en el tipo de luz. Si coloca la palma de su mano ante los ojos, cree que puede distinguir algunos de sus rasgos, pero si le colocan un objeto a diez centímetros, ya no puede verlo.
"Todo el tiempo rezo para volver a ser un hombre, alguien que pueda ocuparse de su familia, mi amada esposa y los niños, que han quedado traumatizados por esta guerra absurda. Siento mucho estar centrado en mis propios problemas. Está tragedia horrible, bueno... la verdad es que estamos juntos en todo esto y el dolor no va a parar de crecer. Por favor, ayúdenos".
Fuente: http://www.eldiario.es/multimedia/kurdos_en_siria/index.html
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