Foto: Edurne Portela |
Y, sin embargo, como imagino se preguntan muchos de nuestros lectores: ¿dónde está toda esta gente que sale a la calle o que escribe tuits enfurecidos contra el racismo en Estados Unidos cuando un soldado israelí ejecuta impunemente y ante una cámara a un niño, una mujer, un hombre palestino? ¿Dónde están su rabia y su indignación cuando asociaciones de derechos humanos denuncian la muerte de miles de personas en el Mediterráneo? ¿O qué decir, aquí mismo, en España, de las muertes y desapariciones que denuncia cada pocos días Helena Maleno en el Estrecho o las condiciones de esclavitud de los africanos migrantes en los campos de Almería o Huelva?
Dirán que estoy mezclando churras con merinas, que no es lo mismo que un policía asfixie hasta la muerte a un ciudadano estadounidense por ser negro que alguien se monte en una patera y se ahogue o la situación en Gaza que, ya se sabe, es muy complicada. Y sí, es cierto, los contextos y situaciones son diferentes pero entonces la pregunta sería: ¿por qué un contexto nos hace indignarnos y comprometernos y el otro nos resbala?
Posibilidad 1: el impacto de lo visual y el reconocimiento del nombre.
La ola de indignación comienza a raíz de que se hace viral el vídeo en el que un policía blanco asfixia hasta la muerte a un hombre negro que repite «I can’t breathe», mientras que los otros policías observan sin intervenir. Pronto sabemos que el hombre es George Floyd, que tiene una familia, que su delito ha sido colar un billete falso de 20 dólares en una tienda. Somos testigos directos de la agonía y la muerte de un hombre con una biografía y con un rostro, al mismo tiempo que somos testigos de la extrema crueldad del policía y sus colegas.
Algo se rebela en nosotros cuando reconocemos en esos minutos el sadismo, la crueldad, la indefensión y la muerte. Hay una víctima y un victimario que podemos extrapolar a un conjunto de víctimas (la población afroestadounidense) y de victimarios (la policía y el supremacismo blanco). Todo es «crystal clear» como dirían allí.
¿Qué pasaría si viéramos un vídeo de una mujer embarazada en una balsa hinchable, en medio de una tormenta en el Mediterráneo, aterrada, intentando aferrarse a una goma con una mano, con la otra sujetándose el vientre, la balsa volcando, ella agitando los brazos, las olas tragándosela, también intentando gritar «no puedo respirar»?
Este vídeo no lo hemos visto, tampoco sabemos cómo se llama esa mujer ni las miles que yacen en la fosa común en la que se ha convertido nuestro Mediterráneo. Entonces, ¿tan carentes estamos de empatía que si no vemos la muerte con nuestros propios ojos, si no vemos la mano (o la rodilla) que mata, si no sabemos el nombre de los muertos ni les ponemos el rostro, repito, tan carentes de empatía estamos que no somos capaces de indignarnos ante ello? ¿O es que hay algo más?
Posibilidad 2. Hay algo más: la relación entre empatía y responsabilidad.
Nos resulta mucho más fácil indignarnos y criticar a Estados Unidos que mirarnos el ombligo. Sobre todo ahora que Trump nos da tantísimas ocasiones para sentirnos moralmente superiores. Al fin y al cabo, salvo en el Reino Unido, no tenemos ningún fantoche (o fascistoche) de esos en el poder (todavía). Sentir empatía por las víctimas lejanas es mucho más cómodo: una vez que denunciamos la injusticia y nos solidarizamos con sus reivindicaciones y su dolor, el trabajo ya está hecho. Nos podemos ir a casa tranquilas. No se nos exige ninguna responsabilidad.
Sin embargo, si protestamos ante la muerte de esa mujer cuyo nombre no conocemos, si empatizamos con su situación, es decir, si aprendemos realmente lo que significa estar en su piel, adquirimos una responsabilidad porque en su caso sí somos responsables de su muerte. Esa mujer ha muerto a la puerta de nuestras casas precisamente porque hemos cerrado la puerta en sus narices. Si protestamos, si exigimos que nuestros gobiernos en Europa hagan algo para acabar con esa injusticia, si gritamos que no queremos seguir siendo cómplices de tanta muerte, adquiriremos la responsabilidad de acogerlos. Y me temo que la mayoría europea prefiere seguir con la puerta cerrada y el pestillo echado.
Pero esto no explicaría por qué no nos indignamos con las ejecuciones en Palestina, las muertes a miles en Siria, me dirán.
Posibilidad 3. Anestesia y nuevos prejuicios por un lado, hipocresía por todos.
Las ejecuciones de ciudadanos palestinos por parte del Ejército israelí son constantes, estamos tan anestesiados frente a ellas como frente a las pilas de cadáveres en Siria. Es una realidad lejana que ya no nos afecta, como si la hubiéramos dado por perdida. Además, ya no se critica tanto a Israel desde que el fundamentalismo islámico ha sacudido Europa y tendemos a sospechar, en nuestros juicios simples y desinformados, de todo lo que suene a musulmán.
La crítica a Trump y Estados Unidos sale más a cuenta, es más coherente con esos principios de los que gusta tanto alardear en Europa: igualdad, fraternidad, justicia. Como si los países europeos no tuvieran un historia esclavista, colonial y neocolonial, como si Bélgica, Holanda o Francia no siguieran expoliando y siendo cómplices de verdaderas masacres en los países africanos en los que tuvieron colonias. Como si en nuestros propios países la discriminación racial, el color de piel no fuera una condena de pobreza y exclusión.
Conclusión: estaría bien, en estos días que tenemos la sensibilidad racial tan a flor de piel, mirarnos un poco el ombligo y escarbar en él. Seguro que alguna pelotilla sale.
Fuente: https://www.lamarea.com/2020/06/04/edurne-portela-mirarnos-el-ombligo-es-una-obligacion-moral/
No hay comentarios:
Publicar un comentario