El drama de lo que está ocurriendo en el norte del globo
me corroe por dentro. Principalmente porque afectará a los países que
somos frontera con el avance del desierto y que estamos rescatando
alegremente al sector automovilístico. Ya sé que la correlación de
fuerzas es la que es, pero es que estamos ante un panorama que requiere
arrimar los dos hombros. En este 2020 nefasto para la historia es aún
más difícil explicarlo, y reaccionar debidamente por la competencia
entre desastres.
El sábado 20 de junio se registraron 38º en
Verkhoyansk, en el Ártico ruso. Desde 1885 se han tomado registros y
nunca se había dado una temperatura así en la región polar. Quizá no te
parezca importante. ¿Qué son 38 grados sino el sudoroso pan de cada día
en muchas regiones de la mitad sur de la península? Puede que tampoco el
término amplificación polar,
que explica por qué esa zona se está calentando mucho más rápido que el
resto del planeta, te suene. Pero aunque quizá a ti no te importe mucho
el Ártico, a él si le vas a importar tú.
Del círculo polar ártico depende una buena parte de las
esperanzas de sostener el equilibrio actual de temperaturas, las
cosechas, la biodiversidad, las corrientes marinas. Todo se verá
afectado el día que no haya hielo en el norte. Estamos jugando a la
ruleta rusa con el clima. Todos los países. Ninguno está a salvo, aunque
unos disparan con menos balas en el cargador, y eso explica en parte
–en realidad nada lo hace–, las estupideces que están haciendo los Trump
y los Putin del mundo, con la silenciosa complicidad de buena parte de
nosotros.
Pero vayamos al meollo: Trump, niega el cambio climático,
¿no? Putin ha llegado hasta a insinuar que Greta Thunberg está siendo
manipulada o mal informada. Bueno, ya sabéis aquello de “se piensa el
ladrón…”. Trump, el incrédulo, recientemente intentó comprar Groenlandia
a los daneses, a lo que estos respondieron que se fuera con el peluquín
a timar a otra parte, que algo olía a podrido en la oferta. La
intrahistoria es muy simple, nuestro Nerón particular –más de aporrear
teclas en twitter que de lira–, o como mínimo sus asesores, saben
perfectamente que el deshielo convertirá a Groenlandia en un territorio
mucho más valioso de lo que es ahora. Si quedan accionistas vivos para
invertir.
En el otro lado del muro (aún de hielo), Putin ha tenido
que hacer frente hace unos pocos días a uno de los mayores desastres
desde Chernobyl. Cerca de Norilsk ha sucedido el segundo vertido más
grave de la historia rusa, y se ha decretado el estado de emergencia en
la zona. Las investigaciones han determinado que el derretimiento del
permafrost debilitó los soportes de un tanque el 29 de mayo, vertiendo
unas 20.000 toneladas de diesel al río Ambarnaya. No es la primera vez
que el frágil permafrost ocasiona un desastre: en 2017, la llamada
bóveda del fin del mundo, construida para sobrevivir a “los retos de los desastres naturales provocados por el hombre”,
se inundó también por causa del endeble permafrost. Poesía.
Apocalíptica, pero poesía. Nuestra civilización es un gigante con un pie
de petróleo, cada vez más escaso, y otro de permafrost, cada vez más
frágil.
Algunos puede que aún os preguntéis, ¿qué es el permafrost?
Es la capa de subsuelo congelado que ocupa entre el 20% y el 24% de la
superficie de la tierra, pero no es solo eso. También es un almacén de
materia orgánica vegetal y animal congelada (y, ojo, de virus para los
que no tenemos tratamiento), que además contiene el arma con la que
estamos disparándonos metafóricamente en la sien. El arma con la que muy
probablemente perderemos definitivamente el norte. El fusil de clatratos de metano –que parece ya estar empezando a disparar sin compasión–
está cargado con un compuesto con una capacidad de efecto invernadero a
nivel molecular 20 veces superior a la del CO2, y puede desencadenar un
proceso similar al que se le atribuye la tercera gran extinción masiva,
la del Pérmico-Triásico.
Es lógico, si una cantidad tan enorme de metano y dióxido
de carbono como la que se almacena en el polo norte y la tundra es
emitida en poco tiempo –ahí es donde entra nuestra hazaña de estar
desarrollando el cambio climático más rápido en la historia conocida–,
simplemente se convierte en el principio de una cadena de
retroalimentaciones de final indescifrable, pero pinta mal, pero que muy
mal para la vida en este planeta.
Sin embargo, ambos países, poseedores de recursos
estratégicos y situados al norte, creen estar bien colocados ante el
nuevo régimen climático que hemos desatado en el Antropoceno.
Suponen –me temo que erradamente– que sus países pueden salir en parte
mejor parados, gracias a la apertura de rutas marinas que, por ejemplo,
el sur de Europa o China. Erradamente, porque, en una ruleta rusa,
aunque tengas menos balas en tu cargador que tu rival nunca estás a
salvo del todo.
Que Biden gane las elecciones en noviembre no garantiza
nada, no es un candidato fiable para hacer frente a la emergencia
climática. Y nuestras esperanzas tendrían que estar en salir de la
crisis del coronavirus con un movimiento climático organizado y fuerte,
para presionar, mediante desobediencia civil pacífica, a los líderes
políticos y a las grandes empresas. Hace falta una alianza climática de
personas, ONG’s y movimientos sociales, capaz de alterar e incluso
imponer la agenda política. Porque, si vuelve a ganar Trump, nos
enfrentamos al desastre porque Putin no perderá unas elecciones hasta
que él quiera. Y estos dos, junto con el descerebrado pirómano
brasileño, nos llevan directos al precipicio de la sexta extinción
masiva que ya hemos comenzado a descender.
Sólo hay un camino para evitar que esto ocurra: parar de
emitir tanto como sea posible. Pero de verdad. Planificar un camino en
el que tanto la UE, como los norteamericanos, como los chinos o los
rusos, pactemos un descenso razonable, y razonado, según las emisiones
totales emitidas a lo largo de la historia. No somos tanto rivales como
compañeros de casa, nos necesitamos los unos a los otros, y no vamos a
arreglar (sólo) con tecnología un problema que en buena parte la
tecnología ha causado. Tenemos que reducir drásticamente nuestro
impacto, y no podremos hacerlo sin disminuir las emisiones, y por tanto,
la economía. Y para que ese proceso sea justo, se tiene que hacer con
políticas de redistribución de la obscena riqueza amasada por las élites
desde el inicio del neoliberalismo en los años 80. Si alguien conoce
otro camino o sabe esquivar las balas del fusil, por favor, que lo
muestre.
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