Estamos acostumbrados a considerar a los virus nuestros enemigos
naturales. Y, de hecho, como demuestra la pandemia de coronavirus,
muchos de ellos nos pueden perjudicar seriamente. Pero no todos los
virus son peligrosos. Es más, incluso hay algunos que pueden sernos
útiles. Los bacteriofagos, virus que infectan a las bacterias, entre ellos.
Estamos acostumbrados a considerar a los virus nuestros enemigos
naturales. Y, de hecho, como demuestra la pandemia de coronavirus,
muchos de ellos nos pueden perjudicar seriamente. Pero no todos los
virus son peligrosos. Es más, incluso hay algunos que pueden sernos
útiles. Los bacteriofagos, virus que infectan a las bacterias, entre ellos.
Entre 2003 y 2004, los soldados estadounidenses enviados al desierto
de Irak tuvieron que enfrentarse a un enemigo inesperado... y
microscópico: se trataba de una superbacteria resistente a los antibióticos llamada Acinetobacter baumannii.
«Iraqibacter», como la bautizaron, se convirtió muy pronto en una
pesadilla para muchos soldados. Favorecido por el clima árido del
desierto, se colaba en las heridas y se multiplicaba causando
infecciones muy difíciles de tratar.
Pero, a pesar de su nombre, Acinetobacter baumannii no es un
problema solo en Oriente Medio. De hecho, es el enemigo número uno en
los hospitales de todo el mundo por las violentas infecciones que
provoca en muchos pacientes recién operados. Y, además, no es la única
bacteria capaz de resistir a los antibióticos. En las últimas décadas
han aparecido muchísimos de estos killers microscópicos. Se
calcula que en 2015 fueron responsables de más muertes que la gripe,
sida y tuberculosis juntos, y que solamente en España causaron tres mil
muertes al año.
Pero, ¿de dónde vienen estas superbacterias? Muy sencillo:
las creamos nosotros todos los días. No en el laboratorio (que algún
tertuliano sin escrúpulos ya se estará frontando las manos), sino con
nuestro mal uso de los antibióticos. Estas sustancias bioquímicas son el arma más potente que tenemos contra las bacterias, pero el copyright
de su invención no es nuestro. Los microbios llevan miles de millones
de años usando estas armas bioquímicas para luchar entre ellos, y —por
tanto— las bacterias pues pueden desarrollar resistencia a los
antibióticos por selección natural. Abusando de los antibióticos y sin
prescripción médica, hemos ido seleccionando las bacterias más
resistentes, con el resultado de que estos medicamentos están dejando de
funcionar. Cada vez que tomamos un antibiótico sin receta, que no
terminamos el tratamiento o que tiramos antibióticos a la basura, al
alcance de animales que puedan comérselos, estamos contribuyendo a que
aparezcan más bacterias resistentes. Sin contar las toneladas de
antibióticos que se usan en la ganadería industrial.
La Organización Mundial de Salud advierte que si no actuamos, en 2050 morirá más gente por superbacterias que por cáncer.
Necesitamos encontrar nuevos antibióticos y aprender a usar bien los
que tenemos, pero es una carrera contrarreloj. Para ganar tiempo, una
ayuda importante nos podría venir de una antigua terapia olvidada: la terapia fágica o fagoterapia.
Los virus bacteriófagos (o simplemente fagos), son
los depredadores naturales de las bacterias. Se dice que las formas de
vida más abundantes en el planeta son las bacterias, pero no es cierto:
en realidad son los fagos. ¡Se estima que hay en la Tierra unos 1031 bacteriófagos
más que el resto de seres vivos juntos! Están por todas partes: en la
tierra, en el agua, en nuestra piel. Y son los depredadores más letales y
eficientes del planeta. Por suerte, su objetivo no somos nosotros.
Como todos los virus, están formados por un trozo de código genético
protegido por una cápsula de proteínas. Esta cápsula en los fagos tiene
una forma muy peculiar: se compone de una cabeza con forma de icosaedro de la que sale una especie de cola con pequeñas patas al final. Se parecen de manera impresionante a marcianitos malvados salidos de alguna película de ciencia ficción vintage o de un videojuego estilo Space Invaders. Y, como naves espaciales marcianas, aterrizan en la superficie de las bacterias y se enganchan a ella.
A través de la cola, que funciona como una jeringa, inyectan dentro de
la célula bacteriana su ADN, y este último toma control de la maquinaria
de replicación celular, convirtiéndola en una fábrica de virus. Al
final, llena de virus, la bacteria explota liberando una nueva
generación de fagos listos para encontrar nuevas víctimas. Los fagos son
la versión microbiana de Alien.
La terapia fágica es sencilla: se inoculan los virus vivos en el
paciente, en la zona del cuerpo donde está la infección bacteriana (en
algunos casos también por vía oral), y se les deja hacer su trabajo.
Esta idea podría dar cierto miedo, pero no hay ningún peligro de que los
bacteriófagos puedan atacar nuestras células, porque son demasiado
diferentes a las de las bacterias. Además, y esta es una ventaja respeto
a los antibióticos, los fagos son muy específicos: una especie de fago solo ataca a una o pocas especies de bacterias,
así que no hay peligro de que pueda dañar también las bacterias
beneficiosas de nuestro organismo (las que componen nuestra flora
intestinal, por ejemplo). Si comparamos los dos tratamientos, los
antibióticos son bombas atómicas que causan un montón de daños
colaterales, mientras que los fagos son misiles teleguiados de alta
precisión.
Estos microbios no son nuevos para la ciencia. Ya en
1917, el microbiólogo Felix D'Herelle había descubierto que las
bacterias tenían sus propios virus. Durante algunos años, los
bacteriófagos (cuyo nombre significa «comedores de bacterias») se
consideraron un terreno de investigación prometedor y se empezaron
estudios sobre ellos en varios países. Pero luego, en 1928, Alexander
Fleming descubrió el primer antibiótico, la penicilina. Los antibióticos
eran baratos y fáciles de producir, y tremendamente eficaces, así que
pronto la terapia con fagos quedó olvidada... aunque no del todo: en
algunos países de la ex unión soviética, como Georgia y Polonia, se
siguió trabajando con ella, usándola para intentar curar infecciones que
los antibióticos no podían tratar.
La Guerra Fría hizo que fuera difícil o imposible la comunicación
científica y médica entre los dos bloques. Los trabajos científicos
publicados en el bloque soviético no se tradujeron al inglés, así que en
Occidente nadie supo nada de terapia fágica por muchas décadas. Pero
ahora, a causa de la creciente amenaza de las superbacterias,
los fagos están viviendo un nuevo momento de gloria en los laboratorios
de todo el mundo. Recientemente, también la Armada estadounidense
decidió reclutar a estos pequeños aliados en sus filas, incluyendo la
investigación sobre fagos en los programas de su departamento
científico.
Pese a todo, la terapia de fagos es todavía muy experimental.
En los países exsoviéticos, donde más se ha usado, a menudo parece
funcionar, pero faltan ensayos clínicos adecuadamente controlados que
permitan validar los resultados. En España, y en general en Occidente,
todavía está prohibido usar fagos en ensayos clínicos, pero en los
últimos años han habido algunas excepciones. Un caso espectacular fue
sin duda el de Tom Patterson, el primer hombre en Estados Unidos en
curarse de una infección por superbacterias gracias a esta
terapia, que fue autorizada de forma excepcional por la Food and Drug
Administration. Patterson, infectado por la terrible Acinetobacter baumannii
durante un viaje a Egipto, estaba a punto de morir. Su mujer Steffanie,
epidemióloga, empezó a pedir ayuda a los laboratorios que estudiaban
fagos en todo el mundo hasta encontrar un cóctel de varias especies de
fagos capaces de atacar a la cepa de bacteria que infectaba al marido.
Funcionó. Los fagos destrozaron a la superbacteria, y Tom
Patterson se salvó en el último minuto. Pero para un caso de éxito como
este, hay muchos más que todavía fallan. Tendrá que pasar bastante
tiempo antes de que la terapia fágica esté disponible y segura para todo
el mundo. Todavía hay que estudiar mucho a los fagos,
también para excluir posibles efectos colaterales. Una ayuda en este
sentido podría venir de la biotecnología. En varios laboratorios ya se
está usando la ingeniería genética para modificar estos virus y hacerlos
más seguros y eficientes.
También la gran especificidad de los fagos se puede convertir en un problema si llega un paciente con una infección grave por superbacterias y no se tiene a mano el fago adecuado para tratarla. Por esta razón hay que crear grandes librerías
de fagos de todo tipo en los laboratorios y hospitales, para tenerlos
listos en caso de necesidad. Para poder crear estas colecciones de
virus, los científicos están buscando nuevos fagos por todo el planeta, y
en los lugares más diversos: ríos, lagos, océanos, fuentes
hidrotermales, cuevas, heces de animales... y hasta dentro de nuestro
cuerpo.
El virus que algún día nos salvará la vida podría estar más cerca de
lo que creemos, quizás incluso delante de nuestra nariz. ¡Solo hay que
encontrarlo!
Fuente: https://principia.io/2020/06/11/bacteriofagos-los-virus-que-nos-salvan-la-vida.IjEyMDAi/
Más información: https://naukas.com/2012/04/06/un-as-en-la-manga-los-fagos-de-tiflis/
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