Las anfetaminas son unos potentes estimulantes del sistema nervioso
central. Actúan como agonistas indirectos de los receptores
presinápticos para noradrenalina. La anfetamina se une a estos
receptores y los activa, induciendo la liberación de los
neurotransmisores alojados en las vesículas presinápticas. De esta
manera, las anfetaminas incrementan las concentraciones de los
respectivos neurotransmisores en el espacio sináptico, promoviendo la
transmisión del impulso nervioso en las redes neuronales dopaminérgicas y
noradrenérgicas, aumentando selectivamente la actividad neuronal. El
resultado es, a dosis terapéuticas, euforia, excitación sexual —por eso
se usan también como afrodisíaco—, incremento de la sensación de alerta
y un mayor control cognitivo. También tienen otros efectos como
disminuir los tiempos de respuesta, aumentar la resistencia a la fatiga e
incrementar la fuerza muscular. A dosis mayores, que son las habituales
cuando se usan como drogas recreativas, pueden producir lesiones
musculares y alteraciones de las funciones cognitivas, episodios
psicóticos (delirios y paranoia), insomnio y adicción.
Las anfetaminas fueron sintetizadas por primera vez en 1887 por el
químico rumano Lazăr Edeleanu que trabajaba en la Universidad de Berlín y
que las denominó fenilisopropilaminas. Posteriormente, las cambió el
nombre a alfa-metilfeniletilamina, un término químico que se simplificó a
anfetamina. Seis años más tarde, el químico japonés Nagai Nagayoshi
sintetizó un derivado, la metanfetamina y tres décadas después, otro
japonés, el farmacólogo Akira Ogata sintetizó el hidrocloruro de
metanfetamina, la sal cristalina o “crystal meth” que fabrican los
protagonistas de Breaking Bad.
Las anfetaminas no se comercializaron hasta 1932, cuando suscitaron
el interés del gigante farmacéutico Smith, Kline and French (SK&F)
que las vendió bajo el nombre comercial de Bencedrina siendo
recomendadas para el tratamiento de la congestión nasal causada por las
alergias y los constipados y como dilatador bronquial para el asma. En
menos de tres años se recetaban para 39 problemas médicos diferentes,
del hipo a la esquizofrenia. Más tarde, una vez comprobados sus efectos
excitadores se empezaron a recomendar para el tratamiento de la
narcolepsia y para otros problemas clínicos para los que no resultaba
realmente útiles como la adicción a sustancias opioides. Con el tiempo
se han usado para el abordaje terapéutico de la obesidad y la depresión
refractaria pero ya a los pocos años de su salida al mercado se
convirtieron también en sustancias de abuso y en 1939 las anfetaminas se
incluyeron en un listado de sustancias tóxicas y potencialmente dañinas
realizado en el Reino Unido.
Ese mismo año, en 1939, y a pesar de esa clasificación como tóxicos
se inició otro campo de acción para las anfetaminas: los conflictos
bélicos. En septiembre de ese año, Otto Ranke, director del Instituto de
Fisiología General y de la Defensa de la Academia de Medicina Militar
de Berlín, probó la metanfetamina en 90 estudiantes universitarios
comprobando que aumentaba la confianza en sí mismos, la concentración y
la disposición a asumir riesgos, al mismo tiempo que aumentaba su umbral
para el dolor, el hambre y la sed y conseguían aguantar muchas horas,
incluso tres o cuatro días seguidos, sin dormir. Ranke pensó que había
encontrado -otro de esos temas recurrentes en la historia de la
Humanidad- la fórmula para conseguir supersoldados. Con
el inicio de la II Guerra Mundial, millones de pastillas de anfetaminas
fueron repartidas entre la tropa de ambos bandos para luchar contra la
fatiga, subir la moral, mantener el estado de alerta, aguantar con pocas
horas de sueño y aumentar la agresividad. El Pervitin, una
metanfetamina fabricada por la compañía farmacéutica berlinesa Temmler
se distribuyó entre las tropas alemanas que las denominaron
Panzerschokolade (el chocolate de los Panzer), Stuka-Tabletten (las
tabletas de los Stuka, un avión de caza) y las Hermann-Göring-Pillen,
las píldoras de Hermann Göring, el comandante supremo de la Luftwaffe,
la fuerza aérea. Las anfetaminas también era usadas por las autoridades
civiles y se ha dicho que el historial médico de Hitler recoge que
recibía ocho inyecciones diarias de metanfetamina una droga que genera
paranoia y un comportamiento impredecible cuando se administra en esas
dosis altas.
En
el otro frente principal, el del Pacífico, ambos bandos, americanos y
japoneses, repartieron también anfetaminas. En particular, se dice que
los pilotos kamikazes, tomaban Philopon (pronunciado Hiropon), el
hidrocloruro de metanfetamina, antes de realizar su último vuelo. Antes
de montar en aviones obsoletos imposibles de reparar y cargados de media
tonelada de explosivos aquellos adolescentes participaban en una
ceremonia cuasireligiosa con vasos de sake, ramos de flores, senninbari
-cintas bordadas por mil mujeres, donde cada una había dado una
puntada- y, en algunos casos, una dosis alta de Hiropon inyectable. Unos
3.860 pilotos kamikazes murieron por el emperador y en torno a un
quinto de ellos consiguieron estrellarse contra un barco americano.
El origen del mito kamikaze se sitúa en la época de las grandes
invasiones mongolas que llegaron hasta Centroeuropa y que prepararon dos
flotas, en 1274 y en 1281 para la conquista de Japón. Los barcos de
Kublai Khan, contra los que Japón no disponía de una defensa eficaz,
fueron destruidos por un tifón, al que se denominó Viento Divino, mal
leído por unos traductores estadounidenses como Kami Kaze. Para
los habitantes del archipiélago nipón fue una demostración de que Japón
era el país elegido por los dioses y que ellos se encargarían de que su
suelo sagrado nunca fuese invadido.
Cuando el desarrollo de la guerra del Pacífico se empezó a torcer y
la marina estadounidense empezó a machacar a los barcos japoneses y a
conquistar isla tras isla, se volvió a pensar en Kami Kaze. En los
primeros combates aeronavales hubo pilotos, en ambos bandos, que con el
avión gravemente dañado chocaban deliberadamente contra un barco
enemigo. Estos suicidios eran decisiones individuales tomadas sin
pensarlo mucho por hombres que estaban mentalmente preparados para
morir, pero el mando japonés decidió convertirlo en una estrategia
militar, diseñando vehículos cargados de explosivos pilotados por
soldados, las llamadas unidades de ataque especial o tokkotai. Los
ataques suicidas se dieron entre los soldados de infantería, las
llamadas cargas Banzai; en el mar, con
lanchas Shin’yo, los torpedos tripulados Kaiten (Retorno hacia el
cielo) y los Fukuryu (Dragón agarradizo) o buzos suicidas y por
supuesto, en la aviación, tanto aviones Zero como cohetes Ohka (flor de
cerezo). A estos cohetes kamikazes los americanos les pusieron un nombre
en clave –Baka- que significaba subnormal (moron) o gilipollas
(asshole). Esa era la opinión de alguien que se metía en una bomba y se
lanzaba contra un portaaviones. Como cualquier nueva arma, fue eficaz al
principio: los ataques hundieron varios buques de guerra y los marinos
estadounidenses estaban aterrorizados pero nuevas defensas se pusieron
en marcha. Las escoltas de destructores de los portaaviones se
adelantaron, se intensificaron las patrullas aéreas preventivas, los
radares permitían localizar los aviones enemigos a 100 km de distancia,
los nuevos aviones Helicat derribaban muchos de camino y al llegar a la
cercanía de los buques, los kamikazes y sus cacharros voladores eran
recibidos por una lluvia de disparos de cañones de alta repetición de
las baterías navales. Aun así, los kamikazes hundieron 34 barcos,
dañaron otros 368, mataron a 4.900 marinos e hirieron a otros tantos. Dicho todo ello, los ataques kamikaze no cambiaron el curso de la guerra
que terminó como todos sabemos.
Se ha dicho que los kamikazes estaban drogados, bebidos o atados a
sus asientos. No es así. Algunos tomaban Hiropon para mejorar su estado
de alerta pero otros decían que conseguían los mismos efectos tomando
fruta o algunas verduras y otros no tomaban nada. La
mayoría eran adolescentes asustados y desconcertados, atiborrados de
propaganda que si dudaban eran ayudados a subir al avión por unos
compañeros. Si el piloto tokkotai no encontraba ningún barco enemigo se
le permitía salvar el avión y la vida regresando a la base pero a la
novena vez que ello se producía, era ejecutado. Con respecto al alcohol,
en realidad era tan solo una copa de sake con la que se brindaba con
los pilotos por su pronta conversión en Eirei, espíritus guardianes del
país. De todas formas, las anfetaminas, que antes de la guerra solo se
utilizaban para el tratamiento psiquiátrico, se distribuyeron
ampliamente los soldados y eso generó auténticos problemas en la
posguerra donde almacenes repletos de Hiropon se sacaron al mercado
libre y fueron recomendadas para los veteranos del conflicto bélico, los
trabajadores exhaustos y los jóvenes con dificultades para adaptarse al
formidable cambio social del nuevo Japón. Entre 1945 y 1960 se
publicaron miles de artículos en los periódicos nipones recogiendo
delitos atroces cometidos por adictos a las metanfetaminas.
Los pilotos kamikaze tenían un entrenamiento escaso pero extenuante y
estaban sometidos a continuos castigos físicos. Tampoco es cierto que
todos fueran voluntarios. Al principio hubo más del doble de voluntarios
que de aviones y algunas misiones volaban con tripulantes extra para
animar al piloto durante el vuelo y compartir su destino.
Posteriormente, el Alto Mando tuvo que solicitar a algunas unidades que
enviasen pilotos para las misiones tokkotai. Los comandantes de algunos
escuadrones rechazaron cumplir esa orden pues necesitaban a sus pilotos o
o simplemente la traspapelaron para ganar tiempo e intentar que sus
hombres llegasen con vida al final de la guerra.
Yushukan
es un museo tokiota adjunto al santuario Yasukuni y dedicado a las
almas de los soldados que murieron combatiendo por el emperador. Ha sido
blanco de distintas controversias pues hay quien piensa que glorifica
el imperialismo agresivo de Japón, da una visión edulcorada o
directamente omite en su discurso museográfico algunas de las
atrocidades cometidas bajo la bandera del Sol naciente y es el lugar de
reposo de algunos militares calificados como criminales de guerra.
Muchos kamikazes morían esperanzados pensando que su alma residiría en
Yasukuni, el único lugar donde el emperador iba dos veces al año a
honrar a hombres comunes.
Evidentemente Yushukan cuenta la otra parte de la historia, la que en
nuestro mundo, dominado por los producciones cinematográficas
norteamericanas, apenas nos han relatado: historias como en todos los
museos militares del mundo de sufrimiento, de heroísmo, de unión
nacional, de amor a la patria. Las
películas bélicas de Hollywood deshumanizan a los japoneses, nos los
muestran como insectos, enjambres de seres idénticos con espadas y
bayonetas como aguijones que se arrojaban en grupo lanzando gritos
contra las ametralladoras de los marines -las cargas Banzai. En Yushukan
ves el lado humano de esos soldados (fotos de niñas y una mujer en
kimono en una cartera), el trabajo en equipo (una maroma de barco tejida
con los cabellos de miles de mujeres para apoyar a los marinos) y el
lado místico (el libro con los nombres de las almas que pueblan el
santuario y que visitan los dioses). Lo
que más me llamó la atención en Yushukan eran unas preciosas muñecas
vestidas de novia. Muchos de los pilotos kamikazes eran muy jóvenes, de
17, 18 o 19 años y nunca habían estado con una mujer antes de morir ni
habían conocido el amor. Tras su sacrificio, sus madres llevaban esas
muñecas al templo para que sus hijos no estuvieran solos, para que
tuvieran una pareja que les acompañase en la eternidad.
Fuente: https://jralonso.es/2014/10/07/anfetaminas-y-kamikazes/
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