El debate sobre las clases presenciales no es nuevo. Lleva más de una década sobre la mesa de los rectores de las universidades públicas y privadas de todo el mundo. Las españolas, por supuesto, no han omitido esa deliberación. La novedad, sin embargo, radica en que la crisis de la covid-19 ha multiplicado las voces y los ecos que ensalzan los potenciales beneficios del teletrabajo en general y de la virtualización de la docencia en particular. En este marco, las proclamas hacia una hibridación del modelo de enseñanza universitario han crecido exponencial y acaso irreflexivamente. Se presenta como una medida beneficiosa por mor de profiláctica. En obvio que la razón subyacente que estimula la asunción de ese criterio es la de la rentabilidad económica inmediata –cortoplacista, por tanto– en una situación de contracción que se calibra como ineludible. Para justificar la necesidad de esa modalidad se da cabida, como mínimo, a dos procesos que revierten criterios y prioridades pedagógicos y formativos.
En primer lugar, se ampara la posibilidad de una educación universitaria extensiva (por ende, antinómica de la intensiva) que, a través de la alianza de las grandes universidades y las principales empresas tecnológicas, desde Apple hasta Google, permitiría incrementar el número de consumidores de educación universitaria, por más que esté en juego la degradación del valor del conocimiento por sí mismo al favorecer la transmisión de habilidades. Cercenar la formación sólida en cualquier disciplina –sea del ámbito científico, del tecnológico, del social o del humanístico– constituye un riesgo real que, sin embargo, algunos pretenden minimizar al poner el foco exclusivamente en el beneficio mercantil de obtener un certificado universitario. Ya se vaticinan diatribas de ese tenor. En Estados Unidos (James D. Walsh, “The Coming Disruption”, New York, 11 de mayo) se augura una despiadada selección de las especies en el hábitat de los centros universitarios. La plausible extinción de las universidades de segundo rango, menguada su demanda y amputados sus recursos por la concentración de los más acaudalados aspirantes en los grandes hubs universitarios, acarreará una fatídica consecuencia: se acrecentará la divergencia entre quienes puedan pagar sus cursos en universidades de élite (en modo presencial o en virtual, con cuotas muy dispares evidentemente) y quienes queden excluidos de la enseñanza superior, al diluirse las universidades de ámbito territorial. Cómo repercutirá esta tendencia en la universidad europea exhumboldtiana y en los futuros ingresos de alumnado es el gran interrogante con el que nos enfrentamos. La universidad española debe reflexionar sobre sí misma, desde su experiencia, trayectoria y condicionantes propios, pero no olvidemos que la crisis precedente de 2008 fue tomada por poderes políticos como oportunidad para crear universidades online privadas o concertadas (UILR 2009, Univ Isabel I 2008, Univ Internacional de Valencia 2008, …) a pesar de que ya existían la UNED y la UOC, universidades públicas a distancia. La tentación de importar de modo mecánico modelos foráneos que –se consumen o no a largo plazo– solo podría resultar de asumir condicionantes y requisitos económicos y legales de otros contextos, profundamente dispares a los nuestros.
Al amparo del sobrevenido contexto social, cínicamente enunciado como “nueva normalidad”, parece proyectarse un inopinado intento de profundizar en la mercantilización de la enseñanza superior. En modo alguno es descartable que este proceso pueda llegar a amenazar a los procedimientos de enseñanza y aprendizaje en las universidades públicas españolas, a las que se les exige que, si no pueden ganar más, gasten menos. Lo paradójico es que el riesgo se cierna con la anuencia de algunos de sus –al menos, en teoría– enfáticos defensores. No solamente nos situamos ante la conjetura de que se lleguen a implementar discretas pero efectivas medidas que allanen la gobernanza desde esferas privadas de la universidad pública. A pesar de que incluye este supuesto, la amenaza resulta más lesiva. En la citada entrevista ofrecida a Público, Manuel Castells afirmaba que el futuro híbrido de las clases universitarias no supondrá un cambio significativo en la actividad asociativa, reflexiva y crítica de la universidad; sostiene, por el contrario, que esta se verá complementada por la virtualidad. La experiencia de estos meses de estado de alarma nos permite discrepar severamente de tan halagüeña interpretación.
La mayor parte del profesorado se ha visto impelido a reformular sus clases –en escenarios familiares que a veces han distado muchísimo de ser un espacio de reflexión adecuado– a través de las diversas plataformas que han puesto a disposición las universidades públicas. A estas alturas nuestros balances son ambivalentes. En las primeras semanas, nos alegramos de poder hablar con nuestros alumnos de nuevo, en esa “atenazante anormalidad”. En las semanas siguientes, sin embargo, la euforia por el reencuentro en medio de la crisis sanitaria se ha ido transformando en desencanto, al ver que nuestra voz a través de la pantalla se iba alejando cada vez más del intercambio, la reflexión, el debate y la crítica que surgen y caracterizan la actividad docente en las aulas. Los monólogos telemáticos parecerían augurar la vertiente más sombría de esa “normalidad”, que dejará de ser nueva mucho antes de que profesores y profesoras aceptemos sucumbir a sus frustrantes limitaciones. ¿Y el alumnado? Se han mostrado comprometidos con su formación, pero han comprobado semana tras semana que la enseñanza virtual no alienta –antes bien desincentiva– la formulación de dudas, la articulación del debate, la argumentación contrastada y la controversia razonada que, desde la academia griega, multiplica las vías de conocimiento. El alumnado universitario no ignora que existen reputadas universidades a distancia que cumplen idóneamente la función para la que fueron creadas. Habida cuenta de ello, su opción por el aprendizaje presencial no puede ser entendida como inercial, sino como consciente y deliberada.
Con toda justificación, han emergido abrumadoras dudas y desconfianzas ante las tentaciones de normalizarla enseñanza universitaria en modo virtual. Por supuesto, no se trata de negar el acierto de mantener las clases de la mejor manera que ha sido posible, con grandes esfuerzos por todo el personal docente, administrativo y de los ICEs de las universidades. El problema es otro. Se trata de plantearnos si estamos dispuestos a que la anormal educación de emergencia devenga en “priorizada cotidianeidad”. Y no pasemos por alto los problemas jurídicos y legales que plantea esta enseñanza arrostrada durante estos meses. Por mencionar apenas un par de ellos: ¿cabe requerir la ubicación exacta del alumno a la hora de hacer un examen o verificar su identidad? ¿qué control se tiene del destino y uso de posibles grabaciones o capturas de pantalla de las clases impartidas?
Si alguien pretende que la virtualización de la universidad, con los prodigados webinars, sea punta de lanza de las mutaciones a las que quedará abocado el mercado de trabajo, y en última instancia esferas completas de nuestras relaciones sociales, debería explicitar antes las excelencias formativas que avalarían esa mudanza. Un proceso de ese tenor ha sido objetado frontalmente por muchos intelectuales, conscientes de sus potenciales efectos antidemocráticos y antiliberales.
La universidad, como siempre, no puede ni quiere concebirse aislada de su contexto histórico, pero tampoco renunciará a su misión social. Si no queremos que mengüe su utilidad como foro de reflexión, investigación, modernización y formación crítica global, como espacio democratizador en definitiva, parece urgente alertar sobre los peligros de la aceptación acrítica de las propuestas que algunos querrían imponer. Como afirmaba el profesor y filósofo Nuccio Ordine en una entrevista el 16 de marzo pasado, en las clases no solamente se transmite un contenido –esto, efectivamente, puede realizarse a través de cualquier plataforma virtual, con o sin docente– sino, sobre todo, tiene lugar experiencia humana compartida. Es en el aula, pero también en los pasillos de las facultades, sus bibliotecas, sus seminarios y sus bares, donde se construye un espacio de reflexión y sociabilidad fundamental en la formación intelectual de cualquier estudiante y también de cualquier profesora o profesor. La empatía, la deontología, así como la argumentación respetuosa y deliberativa que se despliegan en esos escenarios no pueden virtualizarse. Obviar esta premisa solo confirmaría una indiferencia absoluta ante la construcción social y cooperativa del conocimiento y el robustecimiento intelectual de la ciudadanía. Patrocinar un aprendizaje virtual, ignorando las irrefutables virtudes no solo de la enseñanza sino del magisterio pleno, priva de su sentido socialmente más productivo a la educación universitaria, hasta el extremo de enterrar, quién sabe si definitivamente, el espíritu humanista que está en la raíz misma del conocimiento en cualquier ámbito. Formar nunca ha sido ni será solo entrenar o habilitar.
Fuente: https://ctxt.es/es/20200501/Firmas/32341/Gerardo-Boto-Maximiliano-Fuentes-educacion-universidad-virtual-aprendizaje-digital.htm
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