lunes, 14 de octubre de 2019

Retrato de familia


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 Si alguien les hubiera preguntado a mis padres qué opinión les merecía la Segunda Guerra Mundial, habrían respondido, sin dudarlo, que se trataba del periodo más sombrío que jamás hubieran conocido. No porque Francia se dividiera en dos, por los campos de Drancy o de Auschwitz, por el exterminio de seis millones de judíos, ni por todos esos crímenes contra la humanidad que aún siguen impunes, sino porque, durante siete interminables años, se les había privado de aquello que más les importaba : sus viajes a Francia. Como los dos eran funcionarios, mi padre jubilado y mi madre en activo, tenían derecho a disfrutar con asiduidad de una estancia en la "metrópolis" con sus hijos. Para ellos, Francia no era en absoluto la sede del poder colonial. Era la auténtica madre patria y París, la ciudad de la luz, bastaba para iluminar su existencia. Mi madre nos llenaba la cabeza con descripciones maravillosas de las fachadas del Panteón y del mercado de Saint-Pierre y, sobre todo, de la Santa Capilla y Versalles. Mi padre prefería el Museo del Louvre y la discoteca La Cigale, donde iba de mozo a menear el esqueleto. Así que, a mediados del año 1946, volvieron a subirse encantados de la vida al paquebote que debía llevarlos al puerto de Le Havre, la primera escala en el camino de regreso al país adoptivo.
   Yo era la benjamina. Uno de los grandes mitos de nuestra familia tenía que ver con mi nacimiento. Mi padre no andaba lejos de cumplir sesenta y tres años. Mi madre acababa de celebrar los cuarenta y tres años. Cuando empezó a tener faltas, creyó encontrarse ante los primeros signos de la menopausia y corrió a la consulta de su ginecólogo que le había asistido en sus siete partos anteriores. Después de examinarla, el doctor rompió a reír estrepitosamente.
   -Me dio tanta vergüenza- les contaba mi madre a sus amigas- que, durante los primeros meses del embarazo, me comportaba como una colegiala. Intentaba como podía esconder la tripa.
   Por más que después me cubriera de besos, me llamara su Kras à boyo* y añadiera que me había convertido en la alegría de su vejez, al escuchar aquella historia, yo no podía evitar sentir siempre la misma tristeza: era una hija no deseada.
   Ahora me doy cuenta de que ofrecíamos una estampa cuanto menos poco corriente, sentados en las terrazas del Barrio Latino en el moroso París de la posguerra. Mi padre, un seductor de capa caída pero todavía de buen ver, mi madre, cubierta de suntuosas joyas criollas, sus ocho hijos, mis hermanas con la cabeza gacha, decoradas como árboles de Navidad, mis hermanos adolescentes, uno de ellos estudiante de primero de Medicina, y yo, niñita mimada donde las hubiera, extremadamente precoz para mi edad. Con sus bandejas de equilibrio contra la cadera, los camareros de los cafés revoloteaban admirados a nuestro alrededor como moscas frente a un tarro de miel. Al servirnos los refrescos de menta, invariablemente nos dejaban caer:
   -¡Qué bien hablan ustedes francés!
   Mis padres recibían el piropo sin rechistar ni sonreír, y se limitaban a asentir con la cabeza. En cuanto los camareros se daban media vuelta, empezaba el sermón:
   -Sin embargo, somos igual de franceses que ellos- suspiraba mi padre.
   -Más franceses -puntualizaba mi madre, con violencia. A modo de explicación, añadía- : Tenemos más estudios. Mejores modales. Leemos más. Algunos de ellos no han salido en su vida de París, mientras que nosotros conocemos el monte Saint-Michel, la Costa Azul y la costa vasca.
   Había en sus palabras un patetismo tal que, por muy pequeña que yo fuera, me afligía. Se quejaban de una gravísima injusticia. Sin razón alguna, los roles se invertían. Los buscadores de propinas, chaleco negro y mandil blanco, se erguían altivos ante sus generosos clientes. Hacían gala, como si nada, de esa identidad francesa que, a pesar de su buen aspecto, a mis padres se les negaba, se les prohibía. Y yo no comprendía por qué motivo aquellas personas orgullosas, autocomplacientes, notables allá en su isla, rivalizaban con los camareros que les servían.
...

*El criollo de Guadalupe, esta expresión (del francés crasse à boyaux) alude al interior de los intestinos. Se emplea para referirse, cariñosamente, a los hijos de padres tardíos.

Corazón que ríe, corazón que llora
Maryse Condé

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