lunes, 3 de diciembre de 2018

Los otros señores de la droga

El imperio farmacéutico que provocó miles de adicciones a un analgésico
Los Sackler están en el origen de miles de adicciones, pero se las han apañado para lavar su nombre a golpe de dinero



Arthur Sackler, fundador del imperio farmacéutico Sackler y mecenas artístico.
Arthur Sackler, fundador del imperio farmacéutico Sackler y mecenas artístico.
GANARON. SU ­apellido refulge en las fachadas más prestigiosas de este mundo: los Sackler lo han esculpido, a fuerza de donativos de millones, en salas e institutos del Louvre, el Guggenheim, el Metropolitan, Harvard, Columbia, Stanford, Oxford y docenas más; si nada lo remedia, allí estarán por siglos. O no.

Los primeros Sackler fueron tres hijos de inmigrantes polacos que nacieron en Brooklyn entre 1914 y 1920, estudiaron medicina y fundaron, en los 50, una pequeña compañía farmacéutica, Purdue Pharma. El mayor, Arthur, era un gran vendedor: sus técnicas de marketing cambiaron la forma de comercializar medicinas y llenaron las arcas de los tres hermanos. Pero su éxito mayor empezó en 1995, siete años después de su muerte: fue entonces cuando los dos menores, Mortimer y Raymond, lanzaron el Oxy-Contin —que, desde entonces, ha producido más de 30.000 millones de euros.

Oxy-Contin —que en España se llama Oxycodone— es un invento astuto: una pastilla que libera de a poco un opiáceo conocido, la oxicodona, muy eficaz como analgésico. El mecanismo permite que la droga actúe durante ocho, diez, doce horas; su difusión fue veloz y sus efectos discutidos: mucha literatura médica lo acusa por la epidemia de adicciones que volvió a sacudir a los Estados Unidos en las últimas décadas. Porque el Oxy-Contin se usa para tratamientos prolongados y, como todas las drogas, necesita dosis crecientes para producir los mismos efectos. Y porque hubo quienes descubrieron que, si abrían la cápsula y la molían, la podían inhalar o inyectar —y que la dosis masiva, liberada de su mecanismo de regulación, les procuraba tremebundo viaje. Ahora, un estudio del National Institute on Drug Abuse americano dice que el 10 por ciento de los usuarios de esos analgésicos se hace adicto, y que la mitad se pasa a la heroína. Aprendimos a pensar que el tiempo es una flecha lanzada hacia delante, que lo que queda atrás se quedó atrás —y en verdad vuelve tantas veces. Hace 30 años la heroína era epidemia; hace 15 parecía superada; en Estados Unidos, ahora, cada día mata a 115 personas y 50 bebés nacen adictos.

Purdue Pharma y los Sackler se ponen de perfil. La empresa paga institutos, médicos y estudios que dicen que la culpa no es suya sino de los consumidores. Y, pese a la catarata de denuncias, nunca fue condenada porque sus abogados siempre arreglan por mucha plata antes del juicio. Mientras, sus dueños siguen limpiando sus nombres a golpes de millones. Como decía hace más de cien años un directivo del Metropolitan Museum de Nueva York —citado por The New Yorker en un artículo excelente— para pedir donaciones a los millonarios de entonces: “Piensen ustedes que la gloria puede ser suya si siguen nuestros consejos y convierten puercos en porcelana, granos en cerámicas antiguas, el rudo plomo del comercio en mármol esculpido”.

Entonces se llamaba beneficencia o, mejor, filantropía; ahora se llama responsabilidad social. De “hacer el bien” o “amar a los hombres” pasamos a “hacerse responsable”. Los nombres cambian y designan lo mismo: alguien que consigue apropiarse de muchas riquezas entrega unas pocas para dorar su imagen. Petroleros que calientan la atmósfera, financistas que empobrecieron a millones, fabricantes de ­drogas que matan dentro de la ley imponen sus nombres a la cultura, la solidaridad, la ayuda humanitaria.

Es un sistema de estos tiempos: los riquísimos no solo controlan los mercados; también controlan los trabajos que pretenden reparar los daños que esos mercados causan. Que alguien posea miles de millones es monstruoso: que los use para decidir a quién se ayuda es la guinda del pastel. Son dineros que deberían entregar en impuestos para que los Estados definan, según los mecanismos democráticos, qué vidas mejorar con ellos, cómo. Y, en cambio, gracias al desprestigio de esos estados y a sus batallones de abogados fiscalistas, los que deciden son Gates, Soros o Sackler. Y esperan, faltaba más, que se lo agradezcamos. 

Fuente: https://elpais.com/elpais/2018/11/26/eps/1543230675_648804.html?id_externo_rsoc=FB_EPS_CM

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