martes, 11 de diciembre de 2018

«Esta es mi ética como científico. Si no le gusta, tengo otra»

Cuando las normas y la ética se diluyen en ácido

Los científicos han sido motor de cambio desde que comenzaron a descubrir y explicar cómo funciona todo lo que nos rodea. Lo interesante de esto es descubrir que algunos de los mayores cambios, de los descubrimientos más rupturistas o de las demostraciones más críticas de la historia de la humanidad fueron producto de actitudes pendencieras y comportamientos arrabaleros más propios de un carterista del metro que de ilustradas mentes privilegiadas. Los cambios que impulsaron revoluciones decisivas llegaron a veces porque alguien decidió desobedecer el protocolo de investigación.

La reputación de la comunidad científica se ha instalado en las cotas más altas de la aceptación social. Cualquiera es capaz de imaginarlos como meticulosos eruditos que se someten escrupulosamente a procesos establecidos a través de los siglos como los adecuados para probar teorías e hipótesis.

Sin embargo, la historia del siglo XX ha sometido a los científicos a un blanqueamiento de imagen muy meritorio. En el pasado, en la medida en la que la religión influía más decisivamente en el poder, los investigadores eran vistos como asesinos de la fe, como brujos sin piedad o como villanos capaces de exterminar con sus desconocidas artes a quien se pusiera en su camino. O como todas esas cosa a la vez. No eran nada de eso. Lo que sí eran es seres humanos y, como tales, capaces de arrastrarse por el lodo, mentir, falsificar o incluso darse de hostias para que sus teorías fueran aceptadas. Y así sigue ocurriendo, para desgracia de la moral humana y para solaz del humor universal.

Un buen número de los científicos más revolucionarios de la historia han sido tan macarras como un Yung Beef agitando el oro que cuelga de su cuello. Importa el resultado del experimento y poco importa saltarse un par de dictados éticos para conseguirlo. Al fin y al cabo, cada persona tiene un porcentaje de héroe y otro de villano, y lo que queda para la historia de la ciencia es lo que sale del tubo de ensayo, no lo que uno hace en las horas de relajo y asueto.

Como explica el doctor en Bioquímica y Biología Molecular José Miguel Mulet, «los científicos son personas y hay de todo. Schrödinger era adicto al sexo y cuando se cansaba de una amante, su esposa era la que le invitaba a irse». Además, mientras no meneaba el badajo bajo el edredón, metía gatos vivos imaginarios en cajas imaginarias. O gatos muertos imaginarios en cajas imaginarias.

Jess García
 El pionero de la guerra química, Fritz Haber, «nunca se arrepintió de haber sido el primero en utilizar el cloro como arma química porque era un ferviente nacionalista», prosigue Mulet. O el bioquímico «Kary Mullis, que dice que el SIDA no existe y que habla con mapaches fluorescentes; o Luc Montaigner, que cree en la homeopatía».

Estamos, por tanto, ante un capital investigador de primer orden, al menos durante el tiempo en el que cada uno aportó al progreso humano su mayor excelencia investigadora. Pero, a la vez, estamos ante un material humano que, como en el resto de ámbitos de la vida, en ocasiones da ganas de desear que un meteorito caiga en la Tierra y nos ahorre sufrimientos, vergüenzas y bochornos inútiles.

Tomemos como ejemplo al Michael Jordan de la ciencia, al elegido, al más mediático, al que más camisetas vende: a Albert Einstein. Einstein es quizás el nombre que recitaría la mayoría de personas si se les pidiera que mencionaran al primer científico que se les pase por la cabeza. Es un mito, un ídolo… y un ser humano de decisiones discutibles. Aunque ya no nos importe demasiado porque los anales han decidido guardar sus aportes intelectuales.

El alemán es el ejemplo paradigmático de la ciencia indomable del pasado, la que pasaba por alto algunas prácticas científicas aceptadas en beneficio de un bien mayor. Estaba tan seguro de algunas de sus teorías –como la de la relación giromagnética– que no dudaba en ser selectivo con los datos que mejor se ajustaban a ellas y abrazar con todas las fuerzas el sesgo de confirmación, territorio prohibido para cualquier investigador actual.

En casa, no dudó en tirarle los trastos a la hija de su amante. Cuando fue descubierto, se limitó a decir a madre e hija que solo una de las dos podría casarse con él cuando obtuviera el divorcio de su mujer de entonces, Mileva Marić.

Por cierto, como explica el doctor en Física Cuántica y asesor de la revista New Scientist Michael Brooks, Einstein prometió a Mileva Marić en su acuerdo de divorcio el dinero del premio Nobel, un noble acto si no fuera por un pequeño detalle: no había ganado todavía el Nobel. Cuando lo ganó y cobró, solo le dio la mitad de lo prometido a su exmujer.

Jess García
 También le trampeó pasta a su propia universidad, la que le ayudó a situarse en el olimpo de los investigadores. Fue evasor de impuestos y se desentendió de su hijo esquizofrénico, dejándolo morir en una penosa institución psiquiátrica. Pero ¿a quién le importa cuando tenemos, entre otras cosas, camisetas con Albert sacando la lengua?

Las fotos de Albert Einstein o las charlas del astrofísico Neil DeGrasse Tyson vacilando a sus interlocutores son algunas de las partes más pop de la ciencia. Sin embargo, según el también astrofísico e investigador en el Instituto Andaluz de Astrofísica Daniel Guirado, lo lúdico no es tan inusual como cabría imaginar. «Richard Feynman jugaba a abrir las cerraduras con combinación de sus compañeros de investigación durante el Proyecto Manhattan», el que tenía por objetivo el desarrollo de la bomba atómica. «Einstein llevó toda la vida en el bolsillo una brújula que le regaló su abuelo y nunca dejó de fascinarle cómo aquella aguja se movía sin que nadie la tocara». O el propio Guirado, que proponía problemas de física que debían resolverse de cabeza con un objetivo muy particular: la vigilia prolongada. «Tengo un grupo de amigos con los que hacía maratones de cine de 24 horas con cinco minutos de descanso entre peli y peli. El que se dormía perdía 100 euros». Y en lugar de café, se quitaban el sueño averiguando la posición de una escoba en un sistema de referencia situado en la esquina del salón donde veían las pelis.

La ciencia y el juego van de la mano. «El juego por el juego: las cerraduras, las brújulas, los maratones innecesarios de cine… En The Big Bang Theory, los chicos están hackeando un sistema domótico de unos análogos chinos y alguien les pregunta por qué lo hacen. Responden que porque pueden. Están jugando», dice el astrofísico.

Esa negativa a abandonar la curiosidad infantil es, más allá de la gloria o el sustento, uno de los motores del cambio social y tecnológico. «Como dice Rick – el de Rick y Morty, no el de Casablanca–, cuando comprendes que nada tiene sentido, el universo es tuyo», explica Guirado. «Un científico es una persona que no ha dejado de jugar, de dibujar ni de cantar porque ha comprendido a tiempo que todo da igual. Y ha conseguido un trabajo en el que puede hacer todo eso libremente y, además, pagar el alquiler. Como corolario, quizá esté curando el cáncer, desarrollando minas antipersona o mejorando la fermentación de la cerveza, pero eso solo le importa a la parte ética de esa persona: al hijo de puta de Einstein, al excéntrico Richard Feynman o al entrañable Degrasse Tyson, que para quien no lo tenga localizado, es el negro de la NASA que hace la nueva Cosmos y habla muy bien. Esa dimensión ética es un añadido social, casi una impostura para poder pasar por adulto».

Es precisamente en el desafío a la honradez donde cabe cuestionarse dónde se dibuja la línea y si uno se la salta o no. Algo tan anticientífico como hacer caso de los pálpitos ha formado parte de cualquier profesión desarrollada por el ser humano: desde la agricultura a la programación. Eso incluye también la investigación. De hecho, para Daniel Guirado, lo de saltarse alguna regla es «tajantemente imprescindible» para el desarrollo humano.

Cuenta el astrofísico que en este momento está «trabajando en una explicación al hecho de que las partículas de polvo que salen de los cometas se alineen de cierta manera. No me sale y estoy llenando el programa de trampas y mentiras para forzarlo. ¿Por qué lo hago? Porque tengo la intuición de que se alinean. Eso resolvería de golpe muchos problemas abiertos sobre el polvo en el sistema solar que ahora mismo están desconectados. Encajarían a la vez muchas piezas entre sí de forma muy elegante». La exaltación de la estética de la ciencia, por explicarlo de alguna manera.

Jess García
El planteamiento no es caprichoso. Guirado no ha elegido ese truco en el videojuego de manera aleatoria. «La naturaleza parece funcionar así: hay una dimensión estética en la ciencia. Lo simple es la solución genial a todo. El modelo estándar de partículas es una mierda porque tiene 27 parámetros libres. Seguro que está mal. La relatividad de Einstein es inamovible porque parte de un único postulado sencillísimo y genial. Cuando termine de realizar todas las artimañas posibles y me salga lo que quiero que salga, seguramente se me encienda la bombilla y comprenda que hay una justificación simple y armoniosa a todas esas trampas. Entonces dejarán de serlo y espero que se conviertan en hipótesis inspiradas. Alguien preguntará: “¿Cómo se te ocurrió?”. Y yo contestaré que borracho en un bar o alguna otra mentira para hacerme el interesante. Eso estará mal, pero el falseo inicial durante la investigación es lícito y necesario». Si el resultado es rupturista y capaz de generar un cambio a mejor en la vida de la especie humana, la importancia del camino recorrido para llegar a la meta se diluye en la memoria de los tiempos.

La opinión de José Miguel Mulet es, sin embargo, contraria a lo que explica Daniel Guirado. Mulet cree que la ciencia habría llegado a donde está sin necesidad de maquillar resultados, «y posiblemente mucho más lejos, ya que trampear datos la mayoría de las veces solo sirve para retrasarte. El propio método científico se autorregula en el sentido de que cualquier resultado debe ser reproducible. Si trampeas datos en algún momento, alguien repetirá el estudio y verá que no llega a los mismos resultados. Entonces se caerá el castillo de naipes. Hemos tenido muchos ejemplos, como el escándalo con las células madre en Corea o, en España, recientemente, con Almudena Ramòn» y su investigación para devolver la movilidad a personas parapléjicas..

Lo cierto es que, en los tiempos que corren, es cada vez más complicado trampear con los datos o llevar a cabo una investigación que no se someta a los comités éticos. José Miguel Mulet admite que saltar por encima de los condicionantes éticos permite que «se pueda ir más rápido, pero se hace a costa de mucho dolor; y si hay sufrimiento, lo mejor es avanzar poco a poco».

El científico valenciano explica que ni siquiera es buena idea forzar los límites morales en las investigaciones para obtener resultados que permitan mayores financiaciones. «No sería tolerable. Ten en cuenta que una de las muchísimas cosas que te piden para financiarte se plantean en términos de bienestar animal. Hoy en día, saltarse las normas con un paciente o incluso con un animal, es muy complicado».

En la actualidad, es casi imposible replicar proyectos como el estudio de la sífilis de Tuskegee. El Servicio de Salud Pública de Estados Unidos estuvo utilizando a seres humanos durante 40 años. Se les inoculaba la enfermedad, se les impedía acudir a tratamiento a centros que no fueran los relacionados con el estudio e incluso se les mantenía bajo el engaño de que estaban siendo convenientemente tratados. ¡Ah!, los 399 afectados eran pobres y negros, fueron padres de 19 hijos con sífilis congénita y contagiaron a 40 esposas como guinda a una vida de penuria y enfermedad. Y todo comenzó antes de que el Dr. Mengele se convirtiese en una estrella del exterminio humano.
No hay que irse tan atrás en el tiempo. Andrew Wakefield se empeñó en los años 90 en relacionar el autismo con la vacuna del sarampión, las paperas y la rubeola.

Wakefield aprovechó el cumpleaños de su hijo para tomar muestras de sangre de 12 de sus amigos; o les sometió a punciones lumbares de alto riesgo y no menos dolor que ayudaron a propagar el bulo de que las vacunas causan autismo.

El resultado de aquel atentado científico es que aún hoy, en este 2018, muchos padres se niegan a vacunar a sus hijos dificultando así la inmunidad de grupo. El sarampión, de hecho, está rebrotando en muchos lugares del mundo que habían visto cómo la enfermedad se declaraba extinguida.
Más allá de estas historias, ejemplo de la mayor mezquindad que puede enarbolarse en nombre de la ciencia, el aumento del respeto a las normas ha tenido un efecto positivo. Y otro negativo, ya que elimina casi de raíz la posibilidad de que se escriban episodios adicionales de una de las modalidades más punkis de la ciencia: la de la experimentación sobre uno mismo.

Se debe valorar positivamente el hecho de poner a prueba el propio organismo en lugar del de un animal, un moribundo o un indigente. Y, qué demonios, un poco de épica en el método nunca ha venido mal a una buena historia.

Así se llegó, por ejemplo, a la demostración de los efectos de la cateterización cardiaca, responsable de que se conozcan muchas de las afecciones –fisiológicas, que no afectivas– del corazón.
Un joven cardiólogo berlinés, Werner Forssmann, tuvo un pálpito. Pensó que se podría meter un fino tubito por una arteria y llegar al corazón para saber de problemas coronarios indetectables hasta la fecha. Utilizó artimañas discutibles (aunque legales) para conseguir que la jefa de enfermeras le facilitase las llaves del material necesario para el experimento.

Gerda Ditzen, aquella enfermera, estaba tan entusiasmada con la investigación de Forssmann que se ofreció voluntaria para la ilegal experimentación sobre humanos. Sin embargo, Forssmann era un tipo decente. Tumbó a Ditzen en la camilla, la ató… y salió por piernas para hacer ese experimento, que podría suponer la muerte del sujeto, en su propio cuerpo. Forssmann se negó a poner en peligro a Gerda Ditzen y, encima, la cosa salió bien. Gracias a eso, tu tío José Luis lleva una vida normal tras el infarto que le dio en vuestras vacaciones en Torrevieja.

Ese punkarrismo en la ciencia no es ahora tolerable. ¿Hasta dónde justifican los medios el fin? ¿Dónde está el límite de lo tolerable en el desafío a las normas éticas en la investigación? Lo cierto es que, quizás, un científico no sea la persona más adecuada para responder a una pregunta que incorpora dimensiones políticas, sociales y de la moral.

Daniel Guirado explica que «la ciencia solo se encarga de modelar el comportamiento de la naturaleza. Lo que hagamos con esos modelos es una cuestión de ética personal o de política local y global. La energía nuclear sirve para hacer bombas y para que brille el sol. Y un cuchillo afilado puede abrirle las tripas a Santiago Nasar o cortar en finas lonchas una tripa de chorizo de Huelva».

El investigador dice que su postura personal pasa porque «se deje trabajar al Dr. Frankenstein y luego se haga lo que se quiera con el monstruo». Dice que él no tiene problema en clonar personas, hacer corazones a partir de células madre o investigar en balística. «Y que entonces las administraciones competentes sepan administrar el uso de esas herramientas conforme a las necesidades de los individuos a los que representan. Y que esos individuos paguen esas investigaciones y dejen de culpar al científico de lo que las administraciones no hayan sabido gestionar».

Aunque la explicación de Daniel Guirado suene a una lavada de manos para la comunidad científica, lo que quiere decir es que es la ética y la política de las personas la que tiene que colocar a cada investigación donde corresponde, pero que lo investigado, investigado quede. «Como un día necesitemos un misil nuclear en el espacio para destrozar un asteroide que viene a matarnos, verás tú como vamos a ir a buscar a Kim Jong-Un. Pero no para ponerle sanciones esta vez, sino para decirle que por favor, por favor, por favor».

Es posible que este retrato de la investigación científica sea capaz de causar algo de desasosiego. Es cierto que se vive más tranquilo ignorando lo que causa miedo, pero no está de más saber que los relatos no son siempre inmaculados y que no pasa nada porque no lo sean.

Como dice Michael Brooks en Radicales libres (Ariel, 2012), «es que, sencillamente, es así como funciona la ciencia». Se debe mantener la mitificación del genio y la exaltación del rigor porque, entre otras cosas, a pocos jóvenes y potenciales científicos les parece atractivo un mundo de canallas, pero lo cierto es que Einstein tenía un buen puñado de aristas rugosas, por poner un ejemplo. Y poco importa eso en cuanto a su valoración como investigador. Y además, aquí seguimos a pesar del lado oscuro de los Einsteins de la vida.

En ocasiones resulta complicado desarrollar experimentos cuyo planteamiento se ajuste radicalmente a lo que se conoce como el método científico. Por eso se maquillan resultados y, por eso, muchos científicos a lo largo de la historia se han dejado llevar por un pálpito o una intuición. Cuando el resultado de ese pálpito ha sido acertado, la historia ha recordado al investigador con laureles y se le ha considerado un buen científico a pesar de esas licencias. Y, aunque esto pueda ser un juicio personal, ha convertido la investigación científica en algo más punk y menos anodino.

Fuente: https://www.yorokobu.es/ciencia-punk/

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