lunes, 6 de agosto de 2018

Una mañana cualquiera en Hiroshima

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JOSÉ MORENO
 Debo advertiros de que esta mañana que os voy a narrar es difícilmente asimilable. Debo advertiros que ocurrió de verdad. Debo advertiros que esta es la historia de la que parecía una mañana más en la vida de Shinji Mikamo, un militar japonés residente en Hiroshima que, el 6 de agosto de 1945, decidió tomarse un día libre en sus quehaceres en el ejército. Era una mañana alegre, porque en el fondo Mikamo no soportaba la guerra. Ni al bando enemigo que había obligado a su padre a mudarse de su casa medio destruida, ni al bando japonés que endiosaba al emperador sin ningún tipo de autocrítica. Pero esa mañana cualquiera, Mikamo no tenía ganas de pensar demasiado, ni de sufrir. Solamente quería ayudar a su padre y descansar.

 «Algunos trabajos recientes realizados por Enrico Fermi y Leó Szilárd, de los cuales he sido informado en manuscritos, me llevan a esperar, que el elemento uranio pueda convertirse en una nueva e importante fuente de energía en el futuro inmediato…", ¿qué te parece como introducción, Leó?», le consultó Albert Einstein a Leó Szilárd un tanto nervioso por escribirle directamente al presidente Roosevelt. Sería una mañana corriente en la vida del físico, más concretamente el 3 de agosto de 1939. Sí, hemos dado un salto de seis años atrás en el tiempo, acostumbraos. Einstein pensó que era fundamental escribir una carta, sobre todo desde que sabía que los alemanes tenían bombas atómicas listas. Qué amarga ironía debió sentir cuando se enteró de que esa llave que regaló a los americanos nunca fue utilizada por los alemanes… por los alemanes no.

El padre de Mikamo siempre decía que «todo esto no tiene ningún sentido», cuando se percataba por milésima vez del desastroso estado de su casa. Mikamo pensaba igual, pero a sus 19 años, sabía que pensase lo que pensase estaba muy próximo a formar filas en el frente, muy lejos de su padre y su hogar. Aquella mañana, sobre las 7:45 horas, Mikamo subió a la azotea de su vieja casa a por unas tejas de barro para construirse un baño propio (todo un lujo en aquel momento). La luz de un cielo libre de cualquier rastro de nube lo encandiló. Una vez arriba, la ciudad de Hiroshima se reveló bajo sus pies como su hogar, un hogar que amaba. Precioso, magnífico, limpio… pero, aunque él todavía no lo supiese, tan volátil como las nubes que no estaban. «¡Mikamo! ¡Esas tejas! ¡No tenemos todo el día!», gritó su padre desde el piso de abajo, sin ser consciente de la razón que tenía.

Hacía calor en aquel desierto cuando se probó la efectividad de Trinity en la mañana del 16 de julio de 1945, un mes antes de toda esta historia. La luz cegadora llegó hasta Alamogordo, el pueblo cercano, y Robert Oppenheimer sonrió. «Funcionó», dijo sonriente mientras observaba aquel denso humo formar una esfera. El proyecto Manhattan había sido todo un éxito destructivo, y Opphenheimer, posiblemente obnubilado de éxito, recordó una cita de un poema hindú que no podía ser más idóneo para la ocasión: «Ahora me he convertido en la muerte, destructora de mundos». Agradeció para sus adentros a todos los científicos partícipes del proyecto, a Bohr, a Fermi, a Bethe, a Chadwick, a Szilárd… e incluso a Einstein, pólvora del asunto, aunque no fuera admitido por comunista. Ahí estaba el resultado y era terriblemente precioso.

Quiero que imaginéis ahora que os llamáis Mikamo y que el reloj de bolsillo de tu padre marca las 8:15 horas del 6 de agosto de 1945, que estáis bajando hasta el piso de abajo con unas tejas y que, entonces, en cuestión de unos segundos, ves venir una luz desde lejos. Una luz tan intensa como el sol, que ciega. Imagina que tu padre te tira al suelo y grita «¡¡¡NO TE LEVANTES, SHINJI!!!», mientras la luz llega hasta ti, abrasando todo lo que toca como si fuese puro fuego. Quiero que imagines cómo ese fuego se extiende por tu piel como si te bañases en él, cómo sientes el ardor de miles de grados, ¡miles! Quiero que imagines que se produce entonces una sordera, un pitido que no te deja escuchar nada a tu alrededor. Que estás sordo y aturdido. Que miras a tu lado derecho y ves que está ardiendo, literalmente, pero que no te duele menos que tu lado izquierdo. Que tu padre te empieza a apagar mientras gritas, aunque solo escuchas ese pitido. Que ves cómo toda esa parte de tu cuerpo tiene la piel desprendida y que cuelga, como si fuese un harapo, en las extremidades de tus dedos. Cómo ves tu propia carne sin piel, rosada. Y que transcurridos unos segundos y ese pitido, el dolor comienza a ser el más terrible de tu vida. Tu padre está bien, aunque también le duele todo el cuerpo. La pared ha frenado la luz. Imagina que te levanta a cuestas fuera a buscar ayuda. Imagina que sales de los escombros donde antes hubo una casa medio derruida, y descubres que ya no queda rastro de Hiroshima. Que no queda nada en pie. Que muchos supervivientes deambulan como almas en pena con las manos adelantadas para no tocarse el cuerpo y hacerse más daño, porque queman. Que los cadáveres avanzan de espaldas, flotando en la corriente. Imagina que de cuarenta y cinco hospitales, solo quedan tres disponibles y que no es posible mitigar tu dolor. Imagino que es duro de imaginar, imagina entonces lo que es vivirlo.

Szilárd se llevó las manos a la cabeza en otra mañana de 1945, días después de las explosiones en Hiroshima y Nagasaki. Estaba horrorizado. «Es culpa nuestra», se repetía una y otra vez, dando vueltas por el salón. Einstein lo agarró y lo zarandeó, y le dejó bien claro algo: «Contrólate, Leó, por Dios. La ciencia no entiende de política, ni de guerras. Solo de progreso. La ciencia debe ocuparse de aportar cosas nuevas, y es responsabilidad de la humanidad el cómo se utilicen. No podíamos preveerlo». Leó se tranquilizó casi a la fuerza y miró al suelo. Einstein se dio la vuelta y avanzó hacia la salida, pero antes, sin girarse, remató su discurso: «aunque juro que si hubiese sabido todo esto, me habría cortado los dedos antes de escribir esa dichosa carta».

Horas antes de toda esa locura, pero aquella misma mañana, un avión sobrevolaba el pacífico rumbo a Japón. Lo tripulaba Paul Tibbets, que había sido honrado con una de las misiones más importantes de la Segunda Guerra Mundial. «Pagaréis por Pearl Harbor», pensó Tibbets en el Enola Gay, nombre que escogió en honor a su madre, Enola Gay Tibbets. No sabía muy bien qué ocurriría al lanzar a Little Boy en Hiroshima, pero debía hacerlo por su país. Era una orden. Y punto. En este punto de la historia, debéis saber que Mikamo nunca tuvo rencor hacia Paul, porque sabía que estaba cumpliendo órdenes y que arriesgó su propia vida. Fue valiente. Y si de algo sabía el ejército japonés es de seguir órdenes a ciegas. «Dos minutos para la explosión, señor», dijo Tibbets desde el cielo despejado mientras Mikamo terminaba de recoger esas tejas.

Akiko amaba aquel lago. Eran los años ochenta y, como cada verano, la familia Mikano viajaba para pasar una temporada en la naturaleza. Tenían la costumbre de darse un baño en el lago casi cada tarde. Akiko veía normal que a su padre le faltara la oreja derecha. O las terribles cicatrices de su madre. Ella estaba acostumbrada y no le sorprendía. Los cuentos de su padre sobre una mañana cualquiera que resultó no serlo, siempre habían sido parte de ella. Aunque su viejo padre nunca había permitido que el odio la inundase, y eso la hacía sentirse ligera como un pájaro. Estaba triste y alegre a la vez porque en breve partiría a la universidad. Pero no a una cualquiera. A una universidad americana.

Szilárd se convirtió en un clarísimo detractor del uso nuclear desde aquella mañana de 1945 en la que supo lo sucedido. Permaneció así quince años, hasta que otra mañana cualquiera de 1960 le diagnosticaron cáncer. Fue entonces cuando decidió probar el cobalto 60 para curar su enfermedad. Quién sabe si lo que una vez sirvió para matar a tantos, esta vez serviría para que otros no muriesen. Sería justo. Incluso puede que pacificador.

Sería algo así como una mañana de 1989 cuando Akiko visitó el Museo de América donde su padre había donado el reloj de bolsillo de su abuelo, único recuerdo que le quedaba de él a la familia Mikamo. Estaba tan entusiasmada que le temblaban las manos, siempre había querido verlo. Pero al llegar al museo se le cayó el alma al suelo al descubrir que lo habían robado. Llena de ira llamó a su padre. Esta fue, literalmente, su respuesta: «Akiko, no los odies. Es fácil culpar a alguien cuando se sufre una pérdida significativa».


Fuente: https://principia.io/2017/08/06/una-manana-cualquiera-en-hiroshima.IjYxOSI/

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