(cuento)
Carlos Casares (Orense, 24 de agosto de 1941-"A Ramallosa", Nigrán; 9 de marzo de 2002 )
Lo
 echaron a suertes y me tocó a mí. Creo que hicieron trampa, pero me 
callé. Me dijo el Rata: «Vete». Yo no quería ir, digo la verdad. El Rata
 estaba loco, según decía mi madre, pero yo pienso que no estaba loco, 
que era atravesado y de mala ley. Por segunda vez me dijo que fuera y 
fui. La casa de don Domingo quedaba lejos, a unos dos kilómetros 
aproximadamente. Tuve que dar un rodeo para no pasar por delante de la 
zapatería de mi padre. Al principio pensé: «Me voy para casa y ya está».
 Pero tuve miedo. Además hacía calor y en casa en verano no se aguantan 
las moscas.
Llegué al chalet de don Domingo y llamé a gritos:
-¡Zalo!
Ladraron los perros, esperé un poco y volví a llamar:
-¡Zalo!
Cuando apareció, enseguida me di cuenta 
de que venía de dormir la siesta. Me dijo: «¿Qué pasa?». Yo le dije: «El
 Rata te espera en el río. Cogió una mariposa muy bonita y dice que 
vayas pronto, que te la da para la colección». Zalo era un loco de las 
mariposas, y el Rata, qué cabrón, cómo sabía darle con el gusto a la 
gente.
-¿Dónde está el Rata?
-En el Campo del Pombal.
Salimos
 corriendo. Cuando llegamos, el Rata estaba bañándose en el río. Al 
vernos, salió a toda prisa, miró a Zalo con cara de atravesado y le 
dijo: «Hola, ¿quieres la mariposa?». Por el tono en que le hablaba, Zalo
 se volvió hacia mí, como preguntando. La verdad, yo no quería. El Rata 
silbó y entre todos se lanzaron a él. Lo desnudaron y lo ataron a un 
árbol. Zalo lloraba y a mí me dieron también ganas de llorar. Eso no se 
le hace a nadie, y menos a traición. El Rata le escupió allí, en aquel 
sitio, y le llamó cagado. «¡No se llora!», le dijo. Después cogió una 
vara de mimbre y se la pasó por las piernas y por la barriga, pero sin 
darle. Echamos a suertes y me tocó a mí. Quise escapar, pero el Rata me 
miró así, como mira él, y cogí la vara. Me dijo: «Empiezas tú». Le dije 
que no. Él volvió a decir:
«Mira, 
Rafael, que te tocó a ti». Yo le repetí que no. Y él vuelta con que me 
había tocado y que si no, me ataban a mí también. Por último me dijo: 
«Mira, Rafael…». Por el tono de voz ya me di cuenta de que me iba a 
decir aquello. Agarré la vara y me fui hacia Zalo. Yo no quería, bien lo
 sabe Dios. Primero le di en el cuello. Los otros gritaron: «¡Más!». 
Apreté los dientes y sentí que me saltaban las lágrimas y que no veía. 
Entonces le pegué en las piernas, en los hombros, en la cara, en el 
pecho. Sangraba y daba unos gritos horribles. Y los otros decían: 
«¡Más!». Y yo no veía y notaba el sol dentro de la cabeza y los gritos 
de Zalo que se me clavaban en los oídos. Y le seguía pegando. Y los 
otros seguían diciendo: «¡Más!». Cuando miré para Zalo, tuve miedo. 
Estaba todo ensangrentado, como muerto, y no hablaba. El Rata y los 
otros escaparon. Yo también escapé.
Yo
 no quería, digo la verdad. Se lo dije al señor aquel, pero no me 
hicieron caso. También le dije que había sido por sorteo, que me había 
tocado a mí, pero no quiso escucharme. Me habló del infierno y entonces 
me callé.
Ahora estoy en este colegio
 desde hace un año. Es primavera y no puedo salir. A lo mejor me dejan 
marchar en julio, pero todavía no lo sé. Ayer me llevaron a la sala de 
castigos. Dicen que en el recreo no puede andar uno solo paseando por el
 patio, que hay que jugar. Tampoco se puede andar de dos en dos. ¡La 
puta que los parió a todos! Yo quiero andar solo. A mí no me gusta jugar
 al fútbol ni al frontón ni al baloncesto. Me gusta jugar en el lavabo. 
Tampoco se puede, porque está también prohibido. Pero por las noches, 
cuando  todos  duermen, me levanto y voy a los lavabos y juego  a la 
guerra. Durante el día cojo moscas, les arranco las alas y las guardo en
 una caja de cerillas. Por la noche meto las moscas en la pileta y abro 
el grifo, poquito a poco, muy despacito. Las moscas suben, huyen por la 
pileta arriba, pero yo las empujo para abajo con una pajita y se ahogan.
 Es la guerra. Se ahogan poco a poco. Un día me cazaron y me llevaron a 
la sala de castigos. Me llamaron marrano por andar tocando las moscas. 
¿Y qué? Si no fuese por la guerra, me pudría de asco. Durante el 
invierno, como no había moscas, jugaba con trocitos de papel, pero no es
 tan bonito.
En julio dicen que 
salgo. El Rata, a lo mejor, piensa que me olvidé. Seguro que piensa que 
seguimos siendo amigos. Entonces le voy a decir: «¿Vienes al río?». Él 
viene, que le gusta mucho. Y después le pregunto: «Jugamos a los 
submarinos?». Él juega, que le gusta mucho jugar a los submarinos. 
Primero paso yo. Paso dos o tres veces. Después que pase él. Abro bien 
las piernas y él pasa por el medio, debajo del agua. Y así dos o tres 
veces. Y entonces, hala, cuando pase, cierro las piernas y queda 
enganchado por el pescuezo. Poco a poco, despacito, como las moscas de 
la pileta.

 
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