Tengo la teoría nada científica
 de que una persona querida, aceptada, respetada y tenida en cuenta no 
ata su vida a un cinturón de explosivos y salta por los aires en 
pedazos. Quizás es una teoría que me he fabricado para poder soportar la
 realidad y no caer en el desaliento los días en que 22, 50, o 70 
personas son asesinadas en algún lugar del planeta. Quizás necesite 
desesperadamente poder seguir creyendo en la posibilidad de un mundo que
 no viva de espaldas a las profundas simas emocionales en las que 
enraíza la decisión de morir matando. Asistimos al final de muchas vidas
 despedazadas cuyo único objetivo es dañar la vida de otras personas, 
personas que no conocen, que no significan nada para ellas, que sólo 
significan objetivos a batir: ‘los otros’. Miramos esas vidas 
despedazadas con los labios rectos de rabia, impotencia y de dolor. Nos 
indignamos. Nos ponemos lazos negros visibles. Nos consolamos. 
Escribimos titulares y declaraciones de repulsa, de condena. Construimos
 relatos colectivos que nos sirven para seguir yendo a las plazas, a las
 fiestas, a los trabajos. Los llamamos locos, degenerados, bárbaros, 
fanáticos, bestias. O losers,
 como les ha llamado Trump ahora, en su lamentable y peligrosa torpeza 
política. Y hablamos de ellos como ‘los otros’, como si no formasen 
parte de nosotros, como si su sistema fuese diferente al nuestro, como 
si sus vidas no tuviesen relación con las nuestras, como si sus 
decisiones no tuviesen relación con nuestras decisiones. Exactamente 
como hacen ellos con nosotros, los tratarnos como a ‘los otros’; los 
otros que no son ellos. Los otros que no son nosotros. Y muerte a 
muerte, vamos poniendo ladrillos a las altísimas fronteras emocionales 
desde las que seguimos etiquetando y juzgando la forma que ellos siguen 
necesitando para querer seguir matándonos. Y nosotros a ellos, 
apartándolos. Temiéndoles.
“No creo 
que el amor sea la virtud por la que resolvamos los problemas 
internacionales. Necesitamos otras virtudes. Necesitamos un sentido de 
justicia, pero también necesitamos sentido común. Necesitamos 
imaginación, una habilidad profunda para imaginar al otro, a veces para 
ponernos en la piel de otro. Necesitamos la capacidad racional para 
comprometer y a veces hacer sacrificios y concesiones, pero no 
necesitamos cometer suicidio en aras de la paz.” Amos Oz lo describe así en “Contra el fanatismo”,
 un texto que se lee de tirón y que te deja con más interrogantes que 
respuestas. 
Quizás sea eso lo que nos haga más falta, formular más 
preguntas. Más que seguir dando las respuestas que no están siendo la 
solución al problema. ¿Por qué una persona decide despedazarse en lugar 
de vivir?... ¿Qué sucede en las vidas de aquellos que, como tú y como 
yo, tienen seres queridos y eligen no volver a verlos nunca más?... ¿Qué
 compensa tanto como para elegir la muerte en lugar de la mirada de un 
hijo, un padre o madre, o un amigo?... ¿Cuánta desesperación, 
desaliento, u olvido es necesaria para buscar un final tan cruel de esa 
manera incontestable?... ¿Por qué ese odio, esa brutal necesidad de 
dañar a ese ‘otro’ desnaturalizado, deshumanizado, convertido únicamente
 en objetivo?... ¿Cuántas miradas de no pertenencia acomula una persona 
antes de querer matar al otro de esa manera tan cruel?... 
¿Cuántas posibilidades reales de salir de esa sima emocional ha tenido 
quien activa su destino junto al de un explosivo, llevándose por delante
 tantos futuros?
Y esto lo digo yo que no estoy rota, destruída encima de un ataúd llorando a la hija
 que anoche me dio un beso antes de irse al concierto de su cantante 
favorita. Lo digo yo que no he cogido tierra con mis manos y he 
sepultado a mi hermano asesinado en Alepo
 cuando intentaba ser evacuado por fin. Lo digo yo que no tengo que 
buscar explicación a la explosión que se llevó por delante a mis vecinas
 en Kabul o en Bagdad, o al chaval de mi calle que conducía una ambulancia en Abs. Lo digo yo, que no he visto cómo me se ha resbalado un hijo de la mano y se lo ha tragado el Mediterráneo. Lo digo yo, que no malduermo y malcomo
 hace meses en una frontera europea, alimentando mis demonios contra 
quienes no me dejan entrar después de miles de kilómetros arrastrando mi
 vida de un hilo. Demonios que serán convenientemente utilizados por 
quienes construye las palas que ahondan las simas de la radicalización. Lo digo yo, que no lloro a mi marido todavía, asesinado en un tren el 11 de marzo en el Pozo del Tío Raimundo cuando
 iba a trabajar. Lo digo yo, que lo único que sé hacer es sentarme, 
recoger letras, hacer un montoncito con ellas y poner esta aquí y esta 
allá. Lo digo yo, que sólo tengo palabras inútiles que ofrecer ante 
tanto dolor.
 
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