domingo, 28 de mayo de 2017

Donde el odio te lleve


7 colored earth


Tengo la teoría nada científica de que una persona querida, aceptada, respetada y tenida en cuenta no ata su vida a un cinturón de explosivos y salta por los aires en pedazos. Quizás es una teoría que me he fabricado para poder soportar la realidad y no caer en el desaliento los días en que 22, 50, o 70 personas son asesinadas en algún lugar del planeta. Quizás necesite desesperadamente poder seguir creyendo en la posibilidad de un mundo que no viva de espaldas a las profundas simas emocionales en las que enraíza la decisión de morir matando. Asistimos al final de muchas vidas despedazadas cuyo único objetivo es dañar la vida de otras personas, personas que no conocen, que no significan nada para ellas, que sólo significan objetivos a batir: ‘los otros’. Miramos esas vidas despedazadas con los labios rectos de rabia, impotencia y de dolor. Nos indignamos. Nos ponemos lazos negros visibles. Nos consolamos. Escribimos titulares y declaraciones de repulsa, de condena. Construimos relatos colectivos que nos sirven para seguir yendo a las plazas, a las fiestas, a los trabajos. Los llamamos locos, degenerados, bárbaros, fanáticos, bestias. O losers, como les ha llamado Trump ahora, en su lamentable y peligrosa torpeza política. Y hablamos de ellos como ‘los otros’, como si no formasen parte de nosotros, como si su sistema fuese diferente al nuestro, como si sus vidas no tuviesen relación con las nuestras, como si sus decisiones no tuviesen relación con nuestras decisiones. Exactamente como hacen ellos con nosotros, los tratarnos como a ‘los otros’; los otros que no son ellos. Los otros que no son nosotros. Y muerte a muerte, vamos poniendo ladrillos a las altísimas fronteras emocionales desde las que seguimos etiquetando y juzgando la forma que ellos siguen necesitando para querer seguir matándonos. Y nosotros a ellos, apartándolos. Temiéndoles.

“No creo que el amor sea la virtud por la que resolvamos los problemas internacionales. Necesitamos otras virtudes. Necesitamos un sentido de justicia, pero también necesitamos sentido común. Necesitamos imaginación, una habilidad profunda para imaginar al otro, a veces para ponernos en la piel de otro. Necesitamos la capacidad racional para comprometer y a veces hacer sacrificios y concesiones, pero no necesitamos cometer suicidio en aras de la paz.” Amos Oz lo describe así en “Contra el fanatismo”, un texto que se lee de tirón y que te deja con más interrogantes que respuestas. 

Quizás sea eso lo que nos haga más falta, formular más preguntas. Más que seguir dando las respuestas que no están siendo la solución al problema. ¿Por qué una persona decide despedazarse en lugar de vivir?... ¿Qué sucede en las vidas de aquellos que, como tú y como yo, tienen seres queridos y eligen no volver a verlos nunca más?... ¿Qué compensa tanto como para elegir la muerte en lugar de la mirada de un hijo, un padre o madre, o un amigo?... ¿Cuánta desesperación, desaliento, u olvido es necesaria para buscar un final tan cruel de esa manera incontestable?... ¿Por qué ese odio, esa brutal necesidad de dañar a ese ‘otro’ desnaturalizado, deshumanizado, convertido únicamente en objetivo?... ¿Cuántas miradas de no pertenencia acomula una persona antes de querer matar al otro de esa manera tan cruel?... ¿Cuántas posibilidades reales de salir de esa sima emocional ha tenido quien activa su destino junto al de un explosivo, llevándose por delante tantos futuros?

Y esto lo digo yo que no estoy rota, destruída encima de un ataúd llorando a la hija que anoche me dio un beso antes de irse al concierto de su cantante favorita. Lo digo yo que no he cogido tierra con mis manos y he sepultado a mi hermano asesinado en Alepo cuando intentaba ser evacuado por fin. Lo digo yo que no tengo que buscar explicación a la explosión que se llevó por delante a mis vecinas en Kabul o en Bagdad, o al chaval de mi calle que conducía una ambulancia en Abs. Lo digo yo, que no he visto cómo me se ha resbalado un hijo de la mano y se lo ha tragado el Mediterráneo. Lo digo yo, que no malduermo y malcomo hace meses en una frontera europea, alimentando mis demonios contra quienes no me dejan entrar después de miles de kilómetros arrastrando mi vida de un hilo. Demonios que serán convenientemente utilizados por quienes construye las palas que ahondan las simas de la radicalización. Lo digo yo, que no lloro a mi marido todavía, asesinado en un tren el 11 de marzo en el Pozo del Tío Raimundo cuando iba a trabajar. Lo digo yo, que lo único que sé hacer es sentarme, recoger letras, hacer un montoncito con ellas y poner esta aquí y esta allá. Lo digo yo, que sólo tengo palabras inútiles que ofrecer ante tanto dolor.


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