El 13 de mayo de 1917, tres pastorcillos, con ayuda del padre Manuel
Nunes Formigão –para algunos el verdadero promotor de todo el fenómeno–
arrastraron a unas 70.000 personas a uno de los momentos de alucinación
colectiva más masivos del siglo XX
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Varias personas miran al cielo durante el Milagro del Sol. Fátima, 3 de octubre de 1917.
Illustracao Portugueza
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Tres pastorcillos, Lúcia dos Santos y sus primos
Francisco y Jacinta Marto, de diez, nueve y siete años, confesaron a sus
padres estar siendo testigos de visitas regulares de la Virgen María.
Cinco meses después, el 13 de mayo de 1917, los tres pastorcillos, con
ayuda del padre Manuel Nunes Formigão –para algunos el verdadero
promotor de todo el fenómeno– iban a arrastrar a unas 70.000 personas al
momento de alucinación colectiva más salvaje del siglo XX. En
psicología se llama alucinación colectiva, en política efecto bandwagon –carro que lleva a la banda de música en un desfile–, o
efecto arrastre, término surgido durante la campaña electoral de
Abraham Lincoln, en 1848, para designar a la muchedumbre que se subía a
los vistosos carros de propaganda electoral, dando por hecho que sería
el candidato elegido y sin tener ni idea de su programa de gobierno.
Pero si el milagro de Fátima ocurrió a principios del
pasado siglo no fue por casualidad. Europa estaba enzarzada en la
Primera Guerra Mundial, y Portugal se había metido de cabeza en ella,
tanto en el continente europeo como en sus colonias africanas. El país
llegó a tener movilizados 200.000 hombres, alrededor del 10% de la
población activa masculina. Pero sobre todo eran tiempos aciagos para la
Iglesia Católica en países como Portugal, España y, sobre todo, Rusia,
donde una revolución en el pensamiento colectivo invadía territorio
político, intelectual y espiritual, y relegaba a la religión a un
atribulado espacio donde sólo podía ejercer el papel de culpable de
todas las miserias pasadas y presentes.
La antaño indiscutible Iglesia Católica vivía una
auténtica crisis de fe en Europa. En febrero de 1917 abdicaba el zar
Nicolás II, garante de la jerarquía social y del orden religioso en
Rusia, y los revolucionarios incendiaban las calle para implantar una
forma de gobierno declaradamente anticlerical. En España, el descontento
social por la pobreza y la falta de oportunidades se volvía muchas
veces contra la Iglesia, alegoría de la indefensión del hombre sencillo e
ignorante ante el sistema de clases; se quemaban templos, se atacaban
los símbolos católicos más sagrados e incluso se atacaba a monjes,
padres, frailes y todo aquel que llevara sotana.
Si en España existía un conflicto entre el viejo sistema y el que estaba
por llegar, en Portugal, a principios de siglo XX, la balanza había
caído con el peso de un elefante del lado de la emancipación. En 1910 el
nacimiento de la Primera República también trajo la llamada ‘guerra
religiosa’: se prohibieron las órdenes y la enseñanza de religión en
todas las escuelas, se expulsó a los obispos de sus diócesis, el Estado
expropió todos los bienes de la Iglesia, incluyendo las casas
parroquiales donde vivían los monjes –lo que los rebajaba al indigno
nivel de inquilinos–, se aprobaron las leyes de divorcio, el Registro
Civil obligatorio y las Leis da Família –el matrimonio pasaba a ser un
mero contrato, se reconocían derechos a los hijos tenidos fuera del
matrimonio, así como a la madre, etc.–, se declaró el Estado laico y
completamente separado de la Iglesia Católica, la libertad de conciencia
y de culto, se prohibió toda práctica litúrgica fuera de los templos...
Y la peor de las afrentas para la embutida moral cristiana: las
pensiones atribuidas al clero pasarían a ser susceptibles de herencia
por parte de sus viudas o hijos, haciendo pública, de forma descarada y
algo burlesca, la frecuente ruptura del celibato dentro de toda la
estructura sacerdotal.
La Iglesia Católica estaba perdiendo la batalla de las
conciencias en Portugal, o al menos eso parecía. En este contexto de
guerra religiosa, como en toda refriega, ambos bandos se asestaban
golpes, y Fátima significó una devastadora estrategia de contraofensiva
ejercida a cañonazos desde la trinchera rural, mucho más numerosa –el
85% de la población–, contra el minoritario, bienintencionado pero
desorientado bastión urbano. Tan sólo 6 años antes, Afonso Costa,
ministro de Justicia y Cultos, había proclamado para defender la Lei da
Separação –divorcio–: “Está admirablemente preparado el pueblo para
recibir esta ley; (…) en dos generaciones Portugal habrá eliminado
completamente el Catolicismo, que fue la mayor causa de la desgraciada
situación en que cayó. ¡Que sepa al menos morir quien vivir no supo!”.
Sin embargo, la población católica del país –el 99,8%,
según el censo de 1911– pasaba la infancia y adolescencia escuchando
chismes y parábolas sobre vírgenes, santos, milagros, castigos
celestiales, fervor piadoso y apariciones, tanto en casa como en la
escuela, los pocos que la pisaban. La hermana de Lúcia dos Santos, la
mayor de los tres pastorcillos que dijeron ver a la Virgen levitando
sobre los inhóspitos pedregales de Cova da Iria, en Fátima, no fue una
excepción; más bien superaba la norma y era conocida por su precoz
memoria e imaginación. Su hermana Maria dos Anjos contaría tiempo
después: “Todas las noches, especialmente en invierno, nuestra madre nos
leía un poco del Antiguo Testamento o del Evangelio,
otras veces algo de Nuestra Señora de Nazaret o de Lourdes. Cuando fue
lo de las apariciones, me acuerdo de ella diciendo toda irritada a
Lúcia: ‘como Nuestra Señora apareció en Lourdes o en Nazaret, ¿piensas
que también se te va a aparecer a ti?”
El fenómeno no era nuevo. Ya se contaban otros casos
de apariciones o ilusiones colectivas en Portugal, como la de Ortiga o
la de Monte Santo. Sólo tres días antes de la primera aparición de 1917 a
los tres pastorcillos de Fátima, el pastor Severino Alves, que por
aquel entonces contaba con 10 años de edad, juró a su padre que la
Virgen se le había aparecido en una enramada mientras cuidaba del
rebaño. En la actualidad, el lugar de la virgen de Severino, en Ponte de
Barca, junto a la frontera norte con España, sólo cuenta con una
pequeña capilla. Ni siquiera tiene una entrada en la Wikipedia. El caso
no comenzó a ser investigado hasta pasados 57 años, en 1975,
precisamente después de otro momento delicado para la Iglesia: la
Revolución de los Claveles. Mala suerte para Severino...tres días
después de su epifanía, el caso de los tres pastorcillos de Fátima se
iba a llevar la palma.
Se entiende que los milagros han de tratarse con tino,
que una aparición está bien, pero dos en el mismo sitio lo único que
consigue es banalizar la rareza. Lo que no podía nadie prever era que la
Virgen que se apareció a Lúcia, Francisco y Jacinta en aquella tierra
sedienta, salpicada de encinas enclenques, estaba destinada a construir
el mayor centro mariano de peregrinación de Europa. Como en la guerra de
guerrillas urbana, donde un grupo de liberación comete acciones no sólo
para desestabilizar al gobierno central, sino también para despertar a
la población de su supuesto letargo, las primeras reacciones del
gobierno republicano no hicieron sino avivar los ánimos de una población
realmente necesitada de milagros. Es lo que se llama estrategia de
‘acción, reacción, repercusión’: pastorcillos ven milagro, sólo unas 50
personas en cuatro meses se acercan por pura curiosidad: acción. El
Gobierno los detiene a tenor de su encarnizada represión política:
reacción; en octubre, tan sólo cinco meses después de la de los niños,
decenas de miles de personas se dan cita alrededor de los pastorcillos
para ver el milagro anunciado: repercusión.
La repercusión fue seria, e iba a ser recordada como
el Milagro del Sol. Unas 70.000 personas se trasladaron a Cova da Iria
aquel 13 de octubre de 1917, atraídas por las promesas de un milagro que
convertiría, por un día, a los portugueses en el pueblo elegido. En un
país en el que gran parte de la población tenía a un hijo, un padre, un
hermano o un amigo en el frente, no era baladí la posibilidad de ver a
la Virgen y rogarle en persona por la salvación propia y la del vecino.
Lo que hace único al Milagro del Sol es la cantidad de personas que, sin
excepción, aseguraron ver al Sol bailar y hacer cabriolas en el cielo.
Además, las distintas versiones que compartieron los asistentes con
periodistas e investigadores fueron convergiendo con el tiempo y en
pocas semanas todos coincidían en la historia. Todos, niños y ancianos,
más o menos ilustrados, más o menos pobres.
Ni siquiera las apariciones de Knock, en Irlanda, o las de
Garabandal, en la España de los 60, consiguieron llevar al éxtasis a
semejante cantidad de personas y con tanta unanimidad. Por otra parte,
echando un vistazo a todas en conjunto lo que subyace es quizá más
impactante. La idea nietzscheana de que Dios ha muerto iba más allá de
la religión, y en este caso supera la mera justificación mercantilista
de fenómenos sociales tan indómitos y homogéneos. Nos permite de alguna
forma abaratar los deseos codiciosos del estrato financiero de la
Iglesia Católica y devolver a la conciencia colectiva su trascendencia
en los engranajes de los acontecimientos. Tanto Fátima, como Lourdes o
como Knock, ocurrieron en momentos de la Historia en que las personas
veían amenazadas sus creencias, quizá débiles y sin fundamento, pero sin
duda tan arraigadas que la posibilidad de una dolorosa ruptura acabó
por torcer el argumento natural de forma, al menos hasta hoy,
irreversible.
Fuente:
http://ctxt.es/es/20170510/Politica/12681/milagro-fatima-aniversario-historia-religion.htm