Cuando los daneses votaron en contra del Tratado de
Maastricht en 1992, la Unión Europea recondujo la situación ofreciendo a
Dinamarca unas condiciones especiales (opt-outs) en asuntos monetarios,
de ciudadanía, de Defensa y de Interior.
Cuando los irlandeses votaron en contra del Tratado de
Niza en 2001, la UE arregló el problema haciendo algunas excepciones a
Irlanda en materia de Defensa.
Cuando franceses y holandeses votaron en contra del proyecto de constitución europea, el proyecto se desestimó.
E, incluso, cuando la señora Thatcher se empecinó en
corregir la aportación de su país a las arcas de Bruselas, se le dio a
Reino Unido un tratamiento especial (el llamado “cheque británico”).
¡Qué diferencia con el bochornoso espectáculo de
imposiciones, presiones, campañas mediáticas, chantajes e injerencias en
la soberanía griega ofrecido por la Unión Europea en las últimas
semanas!
Los griegos votaron “no” en un referéndum al que sería
justo decir que se vieron abocados por la negociación obtusa del
Eurogrupo; y la respuesta de la Troika y los restantes 18 países del
euro ha consistido en dar una humillante lección al Gobierno de Syriza
por el atrevimiento.
CTXT ha defendido en reiteradas ocasiones la necesidad de
que el Gobierno legítimo de Grecia fuera tratado por la UE como un socio
más. Endeudado e indisciplinado, de acuerdo, pero jamás un inquilino,
sino un copropietario más del club. Para no parecer sectarios o
dogmáticos, y para poder expresar una crítica a la UE, en este momento
tocaría acusar a Tsipras de haber desencadenado la ira de sus
acreedores, de haber equivocado por completo la estrategia, de haber
capitulado cuando el mandato del plebiscito le autorizaba a resistir y a
no aceptar las crueldades contenidas en el documento firmado por los
Veintiocho el 12 de julio en Bruselas.
Pero no vamos a entrar en ese juego. Con independencia de
los errores que haya podido cometer Grecia, la postura intransigente y
la estrategia de desgaste que la UE ha adoptado con Tsipras suponen una
violación de los ideales y principios fundacionales de la Unión. El
rictus de ese nefasto contable llamado Wolfgang Schäuble durante las
interminables horas de tortura a las que el Eurogrupo y la Cumbre
sometieron al equipo griego –un testigo contó a The Guardian que Tsipras
recibió un “brutal ahogamiento mental”-- define uno de los episodios
más tristes de la historia de Europa desde la II Guerra Mundial.
Es fácil culpar a un país de 10 millones de habitantes de
su mala administración y de paso convertirlo en el chivo expiatorio de
la deprimente deriva de la UE. Pero es del todo inexacto. El Eurogrupo
lleva años gestionando de la peor manera posible la crisis de deuda y
liquidez de un país cuyo PIB es una vez y media el de la Comunidad de
Madrid. Parecería una broma si no fuera para llorar. El dato revela toda
la incompetencia gestora, y quizá también la mala fe, de las
Instituciones europeas y del FMI.
Lo cierto es que, por torpes y arrogantes que hayan sido
los dirigentes griegos durante los últimos meses, su actitud ha sido
bastante más europeísta, generosa, democrática y constructiva que la de
sus acreedores. El Eurogrupo nunca ha buscado alcanzar un compromiso
justo y razonable con Grecia. Al contrario, ha ido poco a poco
endureciendo las condiciones, demostrando una inquina ideológica de la
peor especie. Esa ceguera llena de ira tampoco ha permitido un
reconocimiento de los errores económicos cometidos por la Troika en los
dos rescates anteriores, que son lo que han provocado la catástrofe
humanitaria. Y, aunque en el texto del acuerdo se habla por primera vez
de la restructuración de la deuda, asumida incluso por el FMI, la UE no
adquiere ningún compromiso concreto y echa la culpa del aumento de la
misma a los griegos, y no a las recetas que se han seguido por
imposición suya durante los últimos cinco años.
El fin de semana pasado, en el paroxismo de la vendetta,
la UE utilizó todos los instrumentos de coacción a su alcance para
imponer un “acuerdo” a Grecia. Acuerdo es un eufemismo, claro: se trata
de un trágala en toda regla, de un secuestro de soberanía que recuerda a
las condiciones leoninas que los aliados impusieron a Berlín tras la I
Guerra Mundial. Tsipras firmó ese papel, donde solo faltaba el traslado
inmediato del Partenón a Berlín, tras una batalla interminable y
desigual, 27 contra uno y con su ministro de Economía en vela desde 48
horas antes. Algunos asistentes han definido la sesión como un patio de
guardería, con broncas a gritos entre Draghi y Schäuble. Pero debió
parecerse más a un manicomio.
Para escenificar su alergia a Syriza, Alemania llegó a
incluir en la propuesta escrita del Eurogrupo una cláusula vergonzosa y
contraria a los Tratados, que decía que si Grecia no cumplía con las
exigencias, se procedería a su expulsión temporal de la unión monetaria.
El extraordinario párrafo desapareció durante la Cumbre posterior, pero
el mero hecho de su formulación escrita supone abrir un hueco
formidable en la credibilidad del euro, una moneda de la que Alemania
piensa que se puede entrar y salir.
Antes de eso, el Banco Central Europeo, una institución no
sujeta a control democrático alguno, tomó una decisión política a todas
luces ilegítima, si no ilegal: restringir lo suficiente las inyecciones
de capital para forzar un corralito y, a la vez, evitar la quiebra del
sistema bancario, que habría supuesto la salida de Grecia del euro. De
esta manera, la presión sobre Atenas para firmar un acuerdo, el que
fuese, aumentó considerablemente.
Ejercer esas tácticas coactivas en nombre de la Unión
Europea, con tintes surrealistas como el intento de trasladar los
activos griegos a un fondo privado luxemburgués presidido por
¡Schäuble!, representan una quiebra, quizás irreversible, de las
prácticas consensuales que se han respetado siempre en la UE para
resolver los conflictos de intereses entre iguales.
Con Grecia se ha ido más allá de la condicionalidad que
existe en todo rescate financiero. La UE se ha aprovechado de la
fragilidad extrema de Atenas (en gran medida causada por anteriores
rescates y anteriores gobiernos) para dar un golpe de mano y anular el
margen de maniobra del Gobierno izquierdista de Syriza. Probablemente,
este ataque ideológico sin precedentes acabe con Tsipras y desemboque en
un gobierno de concentración nacional –#ThisIsACoup-, privando a Europa
de la posibilidad de ensayar recetas distintas al austericidio
punitivo. Por supuesto, el trágala tiene un componente esencialmente
ejemplificador, heredero directo del mussoliniano “castigar a uno para
educar a ciento”: Europa ha dejado claro ante los demás socios lo que
les espera si no cumplen a rajatabla el diktat de Alemania (con sus
satélites del Norte europeo como avanzadilla ultra, la culpable y cínica
actitud de Francia, y la tecnocracia sin alma de las instituciones
financieras). El mensaje, palmariamente antidemocrático, va dirigido
especialmente a los electores españoles, portugueses e irlandeses:
absténgase ustedes de votar a la izquierda, o ya nos ocuparemos nosotros
de desactivar su elección después.
Lo que cabe preguntarse ahora es si esta forma
plutocrática de “gobernar” y de (de)construir la eurozona no acabará
suponiendo un alejamiento irreversible entre los intereses de los
acreedores y los deudores, entre las elites y los ciudadanos; y cómo
afectará la crisis de confianza e imagen generada por Berlín en todo el
mundo a la legitimidad y credibilidad del proyecto de integración
europea.
Si las respuestas son positivas, las opciones en el
horizonte serían dos: o bien la ruptura de la zona euro en el medio
plazo, o bien su pervivencia bajo una nueva forma de autoritarismo
blando, en este caso de naturaleza financiera, que vaciaría de contenido
la democracia tal como la hemos conocido hasta el momento en el
continente.
Ninguna de las dos parece muy halagüeña. Pero es evidente que, si la pax merkeliana
consiste en humillar a los socios, recortar derechos y libertades a
granel, y condenar a la miseria a las poblaciones de los países de la
periferia, Berlín habrá elegido el peor camino posible: la destrucción
de la envidiada casa común europea. Y, a cambio, no habrá conseguido
absolutamente nada. Alemania nunca ha necesitado reforzar su imagen
autoritaria. No necesita que se le tenga miedo. Al contrario. Necesita,
en el fondo y aun mas que Grecia, de la solidaridad europea, de la
generosidad de los europeos. Y si no es capaz de darse cuenta, es que ha
perdido --otra vez-- el camino.
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