Una marea de amapolas de cerámica rodea estos días la Torre de Londres en una acción tan artística como emocional. Recuerdan a los soldados británicos que murieron en la Primera Guerra Mundial. Este año se celebra el centenario de su final.
La Torre de Londres vierte una cascada de amapolas en homenaje a los soldados británicos caídos en la Primera Guerra Mundial. Foto: Juan Martín Serrano.
Fotografías de Juan Martín Serrano
Cae la tarde en la Torre de Londres. Centenares de curiosos observan los miles de flores rojas de cerámica sembradas en el foso. Un Beefeater, un guardián de la Torre londinense, con su característico uniforme popularizado gracias a la imagen de la botella de ginebra, lee nombres entre el silencio respetuoso de la multitud. Jóvenes y ancianos, hijos y nietos, de quienes combatieron en la Primera Guerra Mundial y murieron en la contienda, permanecen atentos al borde del llanto. El rojo del foso brilla con las luces de los reflectores. Es una marea carmesí cultivada durante tres meses con mimo. Son 888.246 flores de cerámica, una por cada soldado británico caído en batalla. Fueron plantadas en la zanja que rodea la Torre por un ejército de voluntarios desde el pasado 5 de agosto, el día en que se cumplía el centenario de la incorporación de los británicos al frente. Las amapolas de porcelana han sido diseñadas por el ceramista Paul Cummins, que ya tenía experiencia en este tipo de instalaciones. Las flores se han estado vendiendo por 25 libras cada una (31 euros) y esperan recaudar más de 15 millones de libras, que se entregarán a diferentes asociaciones caritativas.
“En los campos de Flandes / crecen las amapolas. / Fila tras fila / entre las cruces que señalan nuestras tumbas. / Y en el cielo aún vuela y canta la valiente alondra, apenas oída por el ruido de los cañones”. Estos versos fueron escritos en 1915 por un soldado canadiense, John McCrae, tras ver cómo moría su amigo, el teniente Alex Helmer, en la sangrienta batalla de Ypres, en Bélgica. El poema tuvo tanto éxito que los soldados lo leían y lloraban viendo literalmente los campos cubiertos de sangre. La leyenda, tan conveniente a los sucesos épicos, cuenta que cuando los cañones se silenciaron y los hombres volvieron cojos, ciegos, aterrados de tanto horror, a sus lugares de origen, aquellos campos florecieron en primavera con miles de amapolas.
Y cien años después, el mar rojo se asoma a la City de Londres. Ahora en una singular paradoja convertida en otra atracción más de la ciudad. Todos estos días lucen la amapola en el ojal y en el foso de la torre ya no cabe ni una más. En el recuerdo, el homenaje a quienes combatieron, mientras los labios de muchos musitan otra de las estrofas de los Campos de Flandes: “Jamás descansaremos, aunque florezcan en los campos de Flandes las amapolas”.
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