Hoy en día el sistema económico pone al alcance de las personas todo tipo de productos
 y bienes para el consumo, desde lo más básico, como alimentos o prendas
 de vestir, hasta lo más extraño, como gorras que pueden sujetar latas 
de refrescos.
El consumo  como concepto no hace referencia a nada malo ni perjudicial. Podemos definirlo como el simple hecho de consumir
 para satisfacer necesidades o deseos. El problema llega cuando esta 
actividad se vuelve patológica. Entonces ya no hablamos de ‘consumo’, 
sino de ‘consumismo’. La Real Academia Española (RAE) define el 
consumismo como “la tendencia inmoderada a adquirir, gastar o consumir 
bienes, no siempre necesarios.”
El modelo
 de bienestar de la sociedad actual se basa en la posesión y acumulación
 de bienes, lo cual sirve de justificación para que prolifere el 
consumismo entre las personas. Si el objetivo de la vida es tener muchas
 cosas, la principal actividad que se ve beneficiada es, lógicamente, el
 consumo. La posesión y acumulación de bienes suele darse siempre de 
forma inmoderada, tal y como apunta la definición de la RAE.
El término inmoderado
 parece ser un adjetivo demasiado subjetivo. ¿Qué es ser un consumidor 
inmoderado? ¿cuántos iPods hay que comprar para considerarlo algo 
inmoderado?. Las definiciones de la Real Academia destacan por ser 
objetivas y rigurosas, así pues, que incluya el adjetivo inmoderado en la definición de ‘consumismo’ puede sorprender. La RAE define moderar como evitar el exceso, por lo tanto inmoderado es algo que no lo hace. 
Necesitamos
 lo que compramos en la medida en que nos auto-convencemos (o nos 
convencen) de que el producto en cuestión nos va a ayudar a ser más 
felices y a vivir mejor. En ese sentido, con la sociedad de consumo el 
individuo tiene como principal actividad consumir.
Para 
muchos autores que la defienden, la sociedad de consumo es reflejo de un
 alto nivel de desarrollo socioeconómico, que se manifiesta en el 
incremento de la renta de cada individuo. Consideran también que este 
tipo de sociedad basada en el consumo constante ofrece a las personas la
 posibilidad de adquirir bienes y servicios cada vez más diversificados,
 y que eso contribuye a mejorar la calidad de vida y produce una mayor 
igualdad social, ya que son muchos los individuos que pueden hacerse con
 una gran cantidad de productos que, según las tesis de los defensores 
del sistema, contribuirán a hacer sus vidas mucho mejores y más felices.
Así pues, 
el principal argumento para la defensa de la sociedad de consumo se 
apoya en que el consumo contribuye a mejorar la calidad de vida de las 
personas y que ayuda a las sociedades a desarrollarse. Lo autores 
pro-consumo olvidan que en esta sociedad ideal donde las personas pueden
 comprar cualquier cosa que quieran, hay muchos que no pueden consumir, 
ya que el principal requisito para disfrutar de la sociedad de consumo, 
moderna y desarrollada, es tener dinero. En la sociedad actual sigue 
habiendo millones de pobres, incluso en países desarrollados, que no 
pueden participar en la sociedad de consumo.
Aunque 
quizás no es tan importante que participen, ya que el consumo de hoy en 
día no se puede entender como la actividad que permite sobrevivir a las 
personas.
La 
principal característica que diferencia al consumo de masas tal y como 
lo conocemos hoy del consumo tradicional en otras épocas de la historia 
es el objetivo que motiva a las personas a consumir. Si antes se 
consumía para cubrir necesidades básicas (comprar comida, ropa…), 
actualmente la mayor parte de la actividad consumista tiene como 
objetivo satisfacer los deseos de los consumidores, que consideran 
necesarios los bienes que demandan.
Uno de los
 rasgos del sistema económico y del consumo actual es que crea 
necesidades artificiales. Mediante la constante publicidad y otras 
técnicas, convencen y atrapan a las personas en el círculo vicioso del 
consumo, del que es muy complicado salir una vez se ha entrado.
Una vez 
dentro del ‘circo del consumo’, un sinfín de productos, anuncios, 
ofertas y posibilidades se aparecen ante los ojos del individuo, que, 
abrumado por todas esas luces, sonidos e imágenes, se siente incapaz de 
evitar comprar alguno de los productos que tiene ante él. Muchas veces 
incluso, la falsa necesidad se crea segundos después de ver por primera 
vez un producto. Verlo en el escaparate de la tienda y darse cuenta de 
que es indispensable para poder seguir caminando por la calle. ¡¿Cómo he
 podido vivir sin esto?! Pocas semanas después, el objeto en cuestión 
estará olvidado en algún baúl, o quizás estropeado y tirado a la basura.
En definitiva, el fenómeno del consumismo depende cada vez más del deseo que de la necesidad.
Pero el 
consumo actual no sólo tiene como objetivo cubrir necesidades o 
satisfacer deseos, además sirve para distinguir a las personas entre sí,
 evidenciando aun más el sistema de clases sociales que forma nuestra 
sociedad hoy en día.
Como hemos
 comentado, para consumir sólo es preciso una cosa: tener dinero. A 
partir de ahí, todo depende de la cantidad de dinero de que se disponga.
 A más dinero, más productos. O, también, a más dinero, productos más 
caros.
Cuanto más
 caro es un producto menos gente lo puede poseer. Esta regla básica 
explica el sistema de clases. No es lo mismo una falda de la tienda del 
barrio que un vestido de Chanel, por lo tanto, no es igual la mujer que 
lleva esa falda a la que viste el vestido. Son dos mujeres diferentes. 
Diferentes socialmente.
Pero 
aunque es la vestimenta el rasgo que las diferencia exteriormente, en 
realidad el factor diferencial es el dinero. La cantidad de dinero. 
Aunque eso no se puede ver ni saber con certeza, se puede deducir, entre
 otras cosas, por la manera en que visten.
Precisamente
 por eso la mujer que tiene más cantidad de dinero decidió no comprar la
 falda de la tienda de barrio (aunque podía hacerlo). Si hubiera 
comprado esa sencilla falda y la hubiera llevado puesta por la calle, 
nadie podría haber sabido cuánto dinero tiene en realidad. Para mostrar 
en qué estrato social se encuentra, gracias a su dinero, la mujer con 
posibilidades compró el vestido de Chanel. Y así, cuando pasea por la 
calle, no hay dudas sobre su posición. Todos pueden ver que ella es 
diferente a los demás. Es más que los demás.
Con la 
expansión del consumo por distintos escalones sociales, esta realidad 
ejemplificada con la falda y el vestido se observa también a niveles de 
mucha menos opulencia y riqueza. En la misma clase media de la sociedad 
(incluso en algunos sectores de la clase baja) ya observamos los mismos 
comportamientos entre personas que, aunque son social y económicamente 
parecidos, pretenden diferenciarse a través de los productos que 
consumen.
Así, el 
joven de barrio que tiene una moto más grande es mejor que el que la 
tiene más pequeña, o el que puede llevar pantalones de Levi’s es más que
 el que lleva un pantalón de chándal. También es mejor tener el último 
modelo de gafas de sol, y llevar un teléfono móvil de gran tamaño.
Así pues, 
una de las funciones del consumo es proporcionar al individuo formas de 
distinguirse de otros grupos de distinto nivel social. Las empresas y 
las marcas lo saben, y ofertan sus productos como exclusivos, punteros e
 inigualables. Ante esos astutos anuncios publicitarios, es fácil 
rendirse a la tentación de ser la chica o el chico más exclusivo, 
puntero e inigualable del barrio.
Lo curioso
 es que, en el afán de distinguirse de los demás mediante la compra de 
objetos y productos aparentemente únicos, las personas, en esta sociedad
 actual, caen en la paradójica situación de que cada vez son más 
parecidas entre sí.
Con el 
consumo de masas desenfrenado se avanza hacia una progresiva pérdida de 
identidad personal, ya que los ciudadanos (que en realidad ya no son 
‘personas’, sino ‘consumidores’) responden ante modelos de consumo 
idealizados mediante las efectivas técnicas de marketing. Es decir, hay 
un gran número de personas que consumen sintiéndose especiales y que 
realmente forman parte de un mismo grupo social, en el que todos los 
individuos tienen un comportamiento y una cultura similar.
El 
consumidor de clase media español tiene los mismos hábitos que el 
consumidor de clase media italiano, y ambos se parecen cada vez más a 
sus semejantes brasileños, coreanos o saudíes. Todos ellos consumen las 
mismas marcas de ropa, escuchan las canciones de los mismos ídolos 
juveniles, llevan en las orejas los mismos cascos de música, utilizan 
los mismos teléfonos móviles y ven las mismas películas en el cine.
La 
globalización cultural puede considerarse en realidad una 
occidentalización. Aun sumido en crisis económicas, políticas y 
sociales, Occidente sigue siendo el centro del mundo, muy especialmente 
en lo que a cultura y consumo se refiere. Es en Occidente donde nacen 
las marcas y las empresas que venden sus productos alrededor del mundo.
Regresando
 a la homogeneización que fomenta el hecho de consumir masivamente, hay 
que añadir otro apunte interesante: el consumo connota socialización. En
 la medida que un individuo se reconoce con determinadas marcas, se 
reconoce con los otros consumidores de esas marcas y se distingue de 
otros que no son como él.
El cliente
 de una marca de gafas de sol tenderá a encontrar más afinidad con las 
personas que lleven esas gafas, ya que el consumo forma parte de la 
cultura, y en esta sociedad actual todos aquellos que son iguales en sus
 hábitos de consumo pueden considerarse también iguales en su cultura. 
Así pues, se crean culturas nuevas a raíz de los productos que se 
consumen (principalmente por el tipo de prendas que se visten o el tipo 
de música que se escucha).
Por otra 
parte, el consumo, además de atender a necesidades básicas, atiende a lo
 aspiracional. Las personas quieren ser algo más. Y eso no se consigue 
usando siempre los mismos pantalones ni teniendo siempre el mismo 
televisor. Siempre existe la posibilidad de hacerse con un producto 
nuevo y mejor, y, como existe la posibilidad, existe también el deseo.
La 
sociedad se expresa a través del consumo. Como ya hemos dicho no basta 
con cubrir una necesidad. Actualmente con el consumo se deben conseguir 
otro tipo de beneficios, como el reconocimiento en un grupo social.
Si se 
tiene sed, se puede consumir agua, pero hay muchas más opciones que el 
agua para cubrir esa necesidad. El mercado te ofrece cientos de bebidas y
 refrescos. Aunque son mucho más caros que el agua, ésta se torna un 
bien demasiado simple y sencillo como para consumirlo en público. Es 
mejor comprar una lata de un refresco que transmita a los demás lo 
activo, joven y moderno que uno es. El agua no transmite ningún valor. 
Las bebidas comerciales sí.
Así, hemos
 llegado a convertirnos en una sociedad materialista, consumista y muy 
competitiva. La competitividad tiene su reflejo también en el consumo, 
ya que el hecho de comprar cada año un teléfono móvil o un bolso nuevos 
no responde a una necesidad real, sino a un deseo de ser mejor (o 
aparentarlo) en este mundo en el que vivimos. Aquel que sólo tiene un 
abrigo, o que vive en un piso pudiendo vivir en un chalet, es 
considerado como un perdedor.
Porque es 
mucho mejor tener un armario lleno de abrigos y chaquetas para poder 
llevar uno distinto cada día. Es mejor tener dos coches que uno. Es 
mejor cambiar el teléfono por el último modelo, que vivir siempre con el
 mismo móvil. Es mejor volver con bolsas del centro comercial, que 
volver con las manos vacías. Es mejor tener muchas cosas que tener tan 
sólo las suficientes.
El que no consume no está disfrutando la vida al completo porque, hoy en día, vivir es consumir.
 
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