domingo, 11 de junio de 2017

"Mors voluntaria"

El suicidio de Séneca (1871), por Manuel Domínguez Sánchez
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El más incisivo entre los cínicos, Diógenes de Sínope, fue el primero en utilizar la capa para dormir sobre ella al raso; detestaba a los atenienses, prefería a los espartanos; se mofaba de los sofistas, menospreciaba las ciencias, decía que para vivir eran necesarias la razón o una soga; no pedía dinero, lo reclamaba, se reía de los nobles; las leyes, como las ciudades, le merecían el menor de los cuidados. Sólo hay una auténtica convivencia, afirmaba:"la del universo". Un día, al visitarle unos amigos lo encontraron cubierto con la capa y le creyeron dormido, pero al destaparlo vieron que estaba muerto. Su procedimiento, se conjeturaba, fue contener la respiración, "mordiéndose el aliento", hasta que consiguió "sustraerse de la vida". Se trataba de un método frecuente, que pervivió entre los romanos y todavía después de la caída del Imperio, cuando resultaron comunes los suicidios por asfixia, para lo cual se requerían trapos y ligaduras. Comas, viendo que nadie le ayudaba a morir, eligió este mismo sistema, de manera semejante a lo que hiciera Casio Licinio, que se ahogó con una servilleta.[...]
  Los epicúreos, en su etapa romana, fueron, si cabe, más proclives a defender la muerte voluntaria en tanto que liberación de los males físicos y anímicos, y no para combatir, como parece que al final era uso de los estoicos, la amargura de los conflictos cotidianos y el tedio causado por la saciedad de vivir.[...]
   Pero fue el estoicismo de Séneca, Epicteto y Marco Aurelio el que marcó en aquellos días una mayor influencia entre los intelectuales y poetas. Las Cartas morales a Lucilio encierran un auténtico manual de consejos destinados a cobrar el buen ánimo y no reprocharse, en caso de que el dolor amenace, sentir el menosprecio de la muerte, ya que la existencia puede convertirse en un largo y monótono goteo que acaba por minar el espíritu. Aunque nos privemos de la vida de un modo tajante, debemos saber que no sólo habremos muerto aquel día, porque "la muerte no viene toda a la vez". Al fin y al cabo, trata de decirle a Lucilio, la vida, donde quiera que la acabes, si la acabas bien y en su momento, queda culminada. No se trata tanto de vivir como de vivir bien. De no cumplirse así, a qué aferrarse a las penas para salvar una jornada tras otra, sin más. En eso consiste realmente la libertad, esa libertas codiciada por la ciudadanía: empezar el día, pero también saber terminarlo.
   Sin embargo no a todos alcanzaba la posibilidad de un suicidio digno, por emplear una expresión moderna, porque el aristocrático Séneca reconocía que los de más baja condición debían conformarse con lo primero que tenían a mano, la soga, el cuchillo, un hacha. La cicuta no estaba al alcance de todos, porque era cara. Escoger la forma de muerte constituía un privilegio, por extraño que parezca y sobre todo llegar al convencimiento siguiente:"Debemos querer la vida aprobada por los demás; la muerte, empero, aprobada por uno mismo"[..] Ciertamente, tener la potestad de desvincularse del mundo fue un derecho extensamente razonado por aquellos filósofos, y de esta suerte Marco Aurelio defendía que de acrecentarse las desventuras en el cúmulo de una existencia, era lícita la huida, por lo que en "caso de que no te lo permitan, sal de la vida"
   Peregrino Proteo, de la escuela cínica, llegó al límite de este sentimiento, ya que, renegando de la humanidad y declarándose harto de la torpeza de los hombres, preparó su propia pira. Atacó sin tregua a los gobernantes, se mofó de las convenciones sociales, se burló de todo lo instituido e incluso cargó contra el mecenazgo de Herodes Ático. Lo sorprendente era que Peregrino anunció su muerte y por eso hizo público el suceso que iba a protagonizar, nada menos que en plena Olimpiada, en el año 165. Luciano de Samosata refiere en Sobre la muerte de Peregrino que la gente se convocó, curiosa, en el lugar en que debían de producirse los hechos. Había levantado una fogata en un sitio especialmente concurrido y, haciendo ostentación de la muerte, y dando a entender su hastío y absoluto desprecio para con sus semejantes, se abalanzó a las llamas y pereció. Luciano, que mantuvo cierta amistad con él, quizá cimentada en el desdén que ambos sentían hacia creencias e ideas establecidas, criticó, sin embargo la exhibición de este vehemente filósofo, al que muchos tuvieron por un peligroso subversivo.
   Éstas fueron las últimas voces de quienes hablaron abiertamente de la mors voluntaria, porque hasta muchos siglos después no pudo comentarse ni salir a la luz un acto de esta naturaleza que no mereciera ser reprobado con la mayor virulencia. Durante la Edad Media se censuró toda defensa de este acto, en el cual se reconocían las mismas huellas de Caín. Aquellos que decidían quitarse la vida, se decía, eran gentes perversas, marginales y poseídas por el diablo. Pocos fueron los poderosos, en contraste con la Antigüedad, cuya desaparición voluntaria se hacía pública. No tenían la libertad que en su momento se tomó el orador Labieno, el cual, al ser prohibidas sus obras por el Senado romano y ordenar su total quema, se suicidó. Ya que en el mundo grecorromano un hombre sin casa, sin obra, era alguien sin patria, sin lugar.


Semper dolens
Historia del suicidio en Occidente
Ramón Andrés

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