El atentado fascista en París contra la
redacción del semanario Charlie Hebdo, que ha arrebatado la vida a 12
personas, entre ellas a los cuatro dibujantes Charb, Cabú, Wolinsky y
Tignous, deja una doble o triple sensación de horror, pues está agravada
por una especie de eco amargo y sucio y por una sombra de amenaza
inminente y general. Está sin duda el horror de la matanza misma por
parte de unos asesinos que, con independencia de sus móviles
ideológicos, se han situado a sí mismos al margen de toda ética común y
por eso mismo fuera de todo marco religioso, en su sentido más estricto y
preciso.
Pero está también el horror de que sus víctimas se dedicaran a escribir y a dibujar. No es que uno no pueda hacer daño escribiendo y dibujando -enseguida hablaremos de esto-; es que escribir y dibujar son tareas que una larga tradición histórica compartida sitúa en el extremo opuesto de la violencia; si se trata además de la sátira y el humor, nadie nos parece más protegido que el que nos hace reír. En términos humanos, siempre es más grave matar a un bufón que a un rey porque el bufón dice lo que todos queremos oír -aunque sea improcedente o incluso hiperbólico- mientras que los reyes sólo hablan de sí mismos y de su poder. El que mata a un bufón, al que hemos encomendado el decir libre y general, mata a la humanidad misma. También por eso los asesinos de París son fascistas. Sólo los fascistas matan bufones. Sólo los fascistas creen que hay objetos no hilarantes o no ridiculizables. Sólo los fascistas matan para imponer seriedad.
Pero hay un tercer elemento de horror
que tiene que ver menos con el acto que con sus consecuencias. Ahora
mismo -lo confieso- es el que más miedo me da. Y es urgente advertir de
lo que nos jugamos. Lo urgente no es impedir un crimen que ya no podemos
impedir; ni tampoco condenar asqueados a los asesinos. Eso es normal y
decente, pero no urgente. Tampoco, claro, espumajear contra el islam. Al
contrario. Lo verdaderamente urgente es alertar contra la islamofobia,
precisamente para evitar lo que los asesinos quieren -y están ya
consiguiendo- provocar: la identificación ontológica entre el islam y el
fascismo criminal. La gran eficacia de la violencia extrema tiene que
ver con el hecho de que borra el pasado, el cual no puede ser evocado
sin justificar de alguna manera el crimen; tiene que ver con el hecho de
que la violencia es actualidad pura, y la actualidad pura está siempre
preñada del peor futuro imaginable. Los asesinos de París sabían muy
bien en qué contexto estaban perpetrando su infamia y qué efectos iban a
producir.
El problema del fascismo y de su
violencia actualizadora es que se trata siempre de una respuesta. El
fascismo está siempre respondiendo; todo fascismo se alimenta de su
legitimación reactiva en un marco social e ideológico en el que todo es
respuesta y todo es, por tanto, fascismo. El contexto europeo (pensemos
en la Alemania anti-islámica de estos días) es la de un fascismo
rampante. En Francia concretamente este fascismo blanco y laico tiene
algunos valedores intelectuales de mucho prestigio que, a la sombra del
Frente Nacional de Le Pen, llevan calentando el ambiente desde púlpitos
privilegiados a partir del presupuesto, enunciado con falso empirismo y
autoridad mediática, de que el islam mismo es un peligro para Francia.
Pensemos, por ejemplo, en la última novela del gran escritor
Houellebecq, Sumisión (traducción literal del término árabe “islam”), en
la que un partido islamista gana al Frente Nacional las elecciones de
2021 e impone la “charia” en la patria de Las Luces. O pensemos en el
gran éxito de las obras del ultraderechista Renaud Camus y del
periodista político del diario Le Figaro Eric Zemour. El primero es
autor de Le grand remplacement, donde se sostiene la tesis de que el
pueblo francés está siendo “reemplazado” por otro, en este caso
-obviamente- compuesto de musulmanes extraños a la historia de Francia.
El segundo, por su parte, ha escrito El suicidio francés, un gran éxito
de ventas que rehabilita al general Petain y describe la decadencia del
Estado-Nación, amenazado por la traición de las élites y por la
inmigración. Hace unos días en Le Monde el escritor Edwy Plenel se
refería a estas obras como depositarias de una “ideología asesina” que
“está preparando Francia y Europa para una guerra”: una guerra civil-
dice- “de Francia y Europa contra ellas mismas, contra una parte de sus
pueblos, contra esos hombres, esas mujeres, esos niños que viven y
trabajan aquí y que, a través de las armas del prejuicio y la
ignorancia, han sido previamente construidos como extranjeros en razón
de su nacimiento, su apariencia o sus creencias”.
Este es el fascismo que estaba ya
presente en Francia y que ahora “reacciona” -puro presente- frente a la
“reacción” -pura actualidad asesina- de los islamistas fascistas de
París. Da mucho miedo pensar que a las 7 de la tarde, mientras escribo
estas líneas, el trending topic mundial en twitter, tras el
tranquilizador y emocionante “yo soy Charlie”, es el terrorífico “matar a
todos los musulmanes”. La islamofobia tiene tanto fundamento empírico
-ni más ni menos- que el islamismo yihadista; los dos, en efecto, son
fascismos reactivos que se activan recíprocamente, incapaces de hacer
esas distinciones que caracterizan la ética, la civilización y el
derecho: entre niños y adultos, entre civiles y militares, entre bufones
y reyes, entre individuos y comunidades. “Matad a todos los infieles”
es contestado y precedido por “matad a todos los musulmanes”. Pero hay
una diferencia. Mientras que se exige a todos los musulmanes del mundo
que condenen la atrocidad de París y todos los dirigentes políticos y
religiosos del mundo musulmán condenan sin excepción lo ocurrido, el
“matad a todos los musulmanes” es justificado de algún modo por
intelectuales y políticos que legitiman con su autoridad institucional y
mediática la criminalización de cinco millones de franceses musulmanes
(y de millones más en toda Europa). Esa es la diferencia -lo sabemos
históricamente- entre el totalitarismo y el delirio marginal: que el
totalitarismo es delirio naturalizado, institucionalizado, compartido al
mismo tiempo por la sociedad y por el poder. Si recordamos además que
la mayor parte de las víctimas del fascismo yihadista en el mundo son
también musulmanas -y no occidentales- deberíamos quizás medir mejor
nuestro sentido de la responsabilidad y de la solidaridad. Pinzados
entre dos fascismos reactivos, los perdedores son los de siempre: los
inmigrantes, los izquierdistas, los bufones, las poblaciones de los
países colonizados. Una de las víctimas de los islamistas, por cierto,
era policía, se llamaba Ahmed Mrabet y era musulmán.
Del yihadismo fascista no espero sino
fanatismo, violencia y muerte. Me repugna, pero me da menos miedo que la
reacción que precede -valga la paradoja einsteiniana- a sus crímenes.
El “matad a todos los musulmanes” está de algún modo justificado por los
intelectuales que “preparan la guerra civil europea” y por los propios
políticos que responden a los crímenes con discursos populistas
religiosos laicos. Cuando Hollande y Sarkozy hablan de “un atentado a
los valores sagrados de Francia” para referirse a la libertad de
expresión, están razonando del mismo modo que los asesinos de los
redactores del Charlie Hebdo. No acepto que un francés me diga que
defender los valores de Francia implica necesariamente defender la
libertad de expresión. Por muy laica que se pretenda, esa lógica es
siempre religiosa. No hay que defender Francia; hay que defender la
libertad de expresión. Porque defender los valores de Francia es quizás
defender la revolución francesa, pero también Termidor; es defender la
Comuna, pero también los fusilamientos de Thiers; es defender a Zola,
pero también al tribunal que condenó a Dreyfus; es defender a Simone
Weil y René Char, pero también el colaboracionismo de Vichy; es defender
a Sartre, pero también las torturas de la OAS y el genocidio colonial;
es defender mayo del 68, pero también los bombardeos de Argel, Damasco,
Indochina y más recientemente Libia y Mali. Es defender ahora, frente al
fascismo islamista, la igualdad ante la ley, la democracia, la libertad
de expresión, la tolerancia y la ética, pero también defender la
destrucción de todo eso en nombre de los valores de Francia. Da mucho
miedo oír hablar de “los valores de Francia”, “de la grandeza de
Francia”, de ”la defensa de Francia”. O defendemos la libertad de
expresión o defendemos los valores de Francia. Defender la libertad de
expresión -y la igualdad, la fraternidad y la libertad- es defender a la
humanidad entera, viva donde viva y crea en el dios que crea. La frase
de “los valores de Francia” pronunciada por Le Pen, Hollande, Sarkozy o
Renaud Camus no se distingue en nada de la frase “los valores del islam”
pronunciada por Abu Bakr Al-Baghdadi. Son en realidad el mismo discurso
frente a frente, legitimado por su propia reacción asesina, que
bombardea inocentes en un lado y ametralla inocentes en el otro. Pierden
los de siempre, los que pierden cuando dos fascismos no dejan en medio
ni el más pequeño resquicio para el derecho, la ética y la democracia:
los de abajo, los de al lado, los pequeños, los sensatos. De eso sabemos
mucho en Europa, cuyos grandes “valores” produjeron el colonialismo, el
nazismo, el estalinismo, el sionismo y el bombardeo humanitario.
Mal empieza 2015. En 1953, “refugiado”
en Francia, el gran escritor negro Richard Wright escribía contra el
fascismo que “temía que las instituciones democráticas y abiertas no
sean más que un intervalo sentimental que preceda al establecimiento de
regímenes incluso más bárbaros, absolutistas y pospolíticos”.
Protegernos del fascismo islamista es proteger nuestras instituciones
abiertas y democráticas -o lo que queda de ellas- del fascismo europeo.
La islamofobia fascista, en Europa y en las “colonias”, es la gran
fábrica de islamistas fascistas y una y otro son incompatibles con el
derecho y la democracia, los únicos principios -que no “valores”- que
podrían aún salvarnos. Buena parte de nuestras élites políticas e
intelectuales están más bien interesadas en todo lo contrario.
Descansen en paz nuestros alegres y
valientes compañeros bufones del Charlie Hebdo. Y que nadie en su nombre
levante la mano contra un musulmán ni contra el derecho y la ética
comunes. Esa sí sería la verdadera victoria de los fascismos de los dos
lados.
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