Uno de los militares que patrullan sin distintivos por la región de Crimea.- (GETTY IMAGES / Sean Gallup) |
En estos días hemos vuelto a ser
testigos de la enésima toma al asalto y ocupación de las pantallas
de la televisión por multitudes supuestamente revolucionarias que al
final han llevado al poder a un gobierno de derechas apoyado por
grupos ultras, entroncando con la tradición del Putsch de la
cerveza, en el Munich de 1923. Nada de lo que hemos visto en Ucrania
estos días es realmente novedoso: las multitudes furibundas
intentando tomar al asalto las sedes parlamentarias para implantar la
“verdadera” democracia, remonta a Georgia, en 2003; o a Bulgaria
en 1997. Los grupos de ultraderecha participando en el evento con
gran entusiasmo, “en minoría” pero marcando pautas a la mayoría
y casi siempre armados de una u otra forma, ya los pudimos
identificar en Serbia, durante la “revolución del Bulldozer”
que se llevó por delante a Milosevic, en el año 2000. La supuesta
democracia directa a base de masas anticomunistas que escogen uno u
otro candidato presentado públicamente tuvo su antecedente en el
Bucarest de 1989, mientras Ceausescu escapaba sin rumbo fijo. Y, en
conjunto, en este Kiev de febrero de 2014 se ha desarrollado ante
nuestros ojos, una más de esas “revoluciones” del Nuevo Orden
Mundial neoliberal, a cargo de una izquierda sustitutiva que, en este
caso, ha resultado ser una ultraderecha de la peor especie. Hay un
crescendo en todo ello, una evolución que partiendo de 1991 ha
llevado a que en nuestros días, la derecha más dura hable en nombre
del pueblo –de todo el pueblo- con la mayor de las desenvolturas,
insistentemente y eso del uno al otro confín de Europa.
El que existan causas objetivas para
que una masa convincente de personas salga a la calle a protestar y
enfrentarse a los antidisturbios en nombre de esa derecha dura, no
está reñido con el hecho de que anden implicados en todo ello
intereses estratégicos de alto nivel. Puesto que que a la diplomacia
estadounidense no le estén yendo nada bien las cosas en Afganistán,
Turquía y Siria, justifica (aunque no excusa) que busque obtener
alguna gloria en Ucrania. Y si de paso deteriora las relaciones entre
Europa y Rusia, mucho mejor. ¿Si usted tuviera un negocio, le haría
gracia que se unieran los pesos pesados de la competencia? Pues lo
mismo se piensa en Washington. La alternativa está quedando bien
claro: está entre el “¡Que se joda la UE!” de Victoria Nuland,
hace pocos días, y la demonización de Rusia en términos más
propios de la prensa de 1914 que de lo que debería ser, un siglo más
tarde.
Pero hay más, bastante más. El
descarrilamiento de la estrategia estadounidense en Siria –y la de
sus aliados en la zona, entre ellos Turquía- así como los
problemas de última hora en la retirada de Afganistán se combinan
con la humillación sufrida por los Estados Unidos con la sonada
deserción de Edward Snowden y posterior acogida en Rusia, algo que
provocó las claras amenazas de Washington. Este escándalo, uno de
los mayores en la historia del espionaje de todos los tiempos, supuso
un golpe demoledor contra la administración Obama que debía ser
restañado de alguna forma.
Es en este contexto en el cual estalla
la actual crisis de Ucrania, que posee dos fases bien diferenciadas:
la primera, que arranca de las presiones de Bruselas a favor de Yulia
Timoshenko, a partir del 25 de octubre, y que provoca la reacción
del gobierno ucraniano, el cual suspende los preparativos para el
acuerdo de asociación con la Unión Europea, a celebrarse en Vilna a
finales de noviembre. Las protestas “proeuropeas” de la oposición
son respaldadas por Bruselas –y por altos cargos europeos y
americanos que viajan a Kiev para animar a los opositores- y ya el 24
de noviembre los manifestantes intentan invadir la sede del gobierno.
Todo se precipita cinco días más tarde, a partir de la cumbre de la
Asociación Oriental en Vilnius, capital de Lituania, país que
ejerce la presidencia rotatoria de la UE, cuando queda patente que
Ucrania no ha firmado el acuerdo de asociación. El rescate económico
ofrecido por Putin, que incluye la inversión de 15.000 millones de dólares en bonos ucranianos y una rebaja del tercio del
precio del gas, hace saltar todas las alarmas en Bruselas. En enero
las protestas ya no van destinadas a que el gobierno firme el acuerdo
de asociación con la UE, sino contra el sistema en su conjunto. Y se
vuelven violentas a partir del 19 de enero, con lo cual los grupos
violentos y ultraderechistas adquieren todavía más protagonismo.
Los Estados Unidos parecen tomar cartas directamente en el asunto con
el viaje a Kiev de Victoria Nuland, adjunta a la Secretaría
de Estado para Europa, que tiene lugar el 6 de febrero. Dos semanas
más tarde, el régimen colapsa.
No deja de ser curioso que el vuelco de
la situación tenga lugar en paralelo al inicio de los Juegos
Olímpicos de invierno en Sochi, celebrados entre el 7 y el 23 de
febrero. Por entonces, los esfuerzos de los servicios de inteligencia
y seguridad rusos, además de unidades de élite de las fuerzas
armadas se estaban volcando en proteger el evento y vigilar
estrechamente toda la zona del Cáucaso, lo cual posiblemente
contribuyó a que los rusos bajaran la guardia con respecto a lo que
sucedía en Ucrania. Curiosamente, la guerra de Georgia, en 2008,
arrancó durante los Juego Olímpicos de Pekín.
También resulta significativo que los
disturbios en Venezuela, protagonizados por la oposición, comenzaran
el 12 de febrero y escalaran con gran ímpetu en días sucesivos. Eso
no supone afirmar automáticamente que Washington estuviera detrás
de todos esos disturbios –aunque, técnicamente no sería
imposible; pero sí que indicaría la intención de asimilar unas
protestas a las otras, reforzando su impacto en los medios de
comunicación, y sobre todo en la tele. Así que estaríamos ante un
ejercicio más o menos coordinado de “ocupación de la pantalla
del televisor”. Y llegado el caso, a saber si no se llegaría a
plantear un “intercambio de represiones” entre Moscú y
Washington, como le que tuvo lugar en 1956, con las intervenciones
paralelas en Hungría y Suez por parte de soviéticos y
anglo-franceses.
Para concluir, cabe resaltar que toda
esta situación no está ayudando en absoluto a Ucrania. Su economía
está hundida y la precariedad política con la que emerge de toda la
crisis sólo favorece su vampirización por las grandes potencias
implicadas en este pulso. Quizá contribuiría a superar estas crisis
recurrentes, entre el este y el oeste, el planteamiento de un nuevo
enfoque de integración económica y geoestratégica que enfatizara
la relación que posee Ucrania con el norte y el sur, entre el
Báltico y el mar Negro, entre Suecia y Turquía. No es una utopía:
al fin y al cabo ya funciona un importante eje de comunicaciones
transversal que une Klaipeda, en Letonia, con Odessa a partir de una
activa red ferroviaria. Eso supone poner en contacto directo al mundo
báltico y escandinavo con el Cáucaso y Turquía. Lo cual, al fin y
al cabo, es reencontrar la lógica geoestratégica real que presidió
la fundación de Kiev en el siglo V.
Cabe resaltar que si la “reconexión
norte-sur” se malogra o se persiste en seguir estirando de la
cuerda entre este y oeste, la situación puede comp0licarse todavía
más en el futuro al unificar en el mismo conflicto las tensiones del
Cáucaso. Así, la potencial adquisición forzada de Crimea por parte
de Rusia, podría llevar a la emergencia de una nueva gran zona de
riesgo en el Mar Negro al poner en contacto entre sí zonas de crisis
hasta ahora aisladas entre sí. Por ejemplo, la comunidad tártara de
Crimea, alzada en armas, podría ser apoyada por Turquía –donde
reside históricamente parte de la población de esa etnia huida de
esa península desde el siglo XVIII. Pero, igualmente, podría llegar
a conectarse parte de esa lucha con el radicalismo islamista del
Cáucaso Norte, o incluso con los desbocados proyectos hegemonistas
de Kadirov, que ha insistido en establecer su propio “Intermarum”,
desde el mar Caspio al mar Negro. De la misma manera, la insistencia
rusa en amputar Crimea de Ucrania sólo contribuiría a multiplicar
los enclaves aislados –como Kaliningrad o Transnistria- que son
factores de desestabilización regional al conservarse en ellos
poderosos arsenales militares y focos de amenaza para la provechosa
integración norte-sur.
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