Retrato de Myra Hindley, de Marcus Harvey |
Hace unos años la exposición de arte
contemporáneo Sensation, de la colección Saatchi, dio la vuelta al
mundo. Durante un tiempo, las obras de Damien Hirst, los hermanos
Chapman, y Tracey Emin, entre otros, pudieron verse en Londres, Berlín y
Nueva York. Más de uno se acordará de ello: el tiburón en formol, los
cuerpos desmembrados, la cama deshecha, y diversas obras más que se
convirtieron en esenciales para entender lo que se conoció como el Young British Art.
Años después, todos ellos son figuras importantes del arte
contemporáneo británico, e incluso han sido criticados por lo que el
estudioso Julian Stallabrass definió como Arte Lite, o arte vacuo.
Charles Saatchi, dueño de la colección, se forró, los artistas también, y
mucha gente adquirió postales con el tiburón, inmóvil, sumergido en su
tanque azul.
Pero en el Reino Unido, muchos
aún se acuerdan de la polémica que causó Sensation en su apertura. Un
cuadro, en concreto, logró conmocionar a una gran parte de espectadores:
Myra, de Marcus Harvey, un retrato ampliado de la ficha policial de la
asesina Myra Hindley, sufrió daños en varias ocasiones por parte del
público. El cuadro tuvo que ser protegido por una pantalla de
metacrilato, y más adelante custodiado por guardas de seguridad,
mientras durara la exposición, porque varias personas habían intentado
atacarla de nuevo. ¿Qué causaba tal horror a la gente? La respuesta la
encontraba uno al acercarse al cuadro. La obra de Marcus Harvey ampliaba
la famosa ficha policial de Hindley hasta que, en apariencia, se
desdibujaba, se pixelaba. Pero al observar detenidamente esos píxeles,
uno se daba cuenta de que la obra en realidad se componía de huellas de
manos diminutas. El cuadro, pues, estaba hecho de manos infantiles.
Teniendo en cuenta que Myra Hindley y su novio Ian Brady habían sido
condenados de por vida por el abuso sexual y asesinato de al menos cinco
menores, la contraposición resultaba chocante. Myra se había
convertido, con los años, en una medusa atroz, el rostro del terror
inexplicable, ahora fantasmagóricamente ampliado.
La reacción era comprensible, claro, pero la
censura de la exposición —como pretendía la madre de una de las víctimas
de Brady y Hindley— injustificable. Pese a todo, cuatro miembros de la
Royal Academy —dónde se exihibía el cuadro—, dimitieron, para intentar
acallar las quejas. Varios casos de muertes de niños a manos de
pedófilos en el Reino Unido en ese momento ayudaron a crear un clima de
histeria mediática que generó una gran atención al cuadro pero también
hizo peligrar la continuidad de la exposición.
¿Y a qué viene esto?
La revista ¡HOLA! exige la retirada de la revista satírica Mongolia de
los quioscos, el cese de su comercialización y la destrucción de su
stock, entre otras demandas. Se argumenta la vulneración de la marca,
pero resulta cuanto menos pecar de inocencia ajustarse a esta
afirmación. De ser así, ¡HOLA! habría estado más preocupada por proteger
su marca en otras ocasiones, y habría interpuesto demandas contra la
infinidad de quioscos y copisterías que utilizan una imitación de la
revista para anunciar enlaces, bodas, bautizos y comuniones, por
ejemplo. Pero no.
De la misma manera que un
espectador puede sentir que su sensibilidad es atacada con la mirada
aterradora de Myra Hindley, habrá a quien le moleste la sugestiva imagen
de la Infanta, y, de rebote, la implicación a la revista del corazón.
Habrá a quien le resulte insoportable, incluso. Pero sería inocente de
nuevo pensar que es por lo que apunta sobre los escándalos financeros en
los que se ha visto envuelta —imputada— Cristina de Borbón. Lo
insoportable se convierte aquí, literalmente, en aquello que no debe ser
soportado, aquello que debe ser borrado. Aquello a aniquilar. Cuando en
realidad lo que demostró el cuadro de Myra es que lo insoportable, en
ocasiones, resulta ser así porque es un reflejo malintencionado. De uno
mismo.
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