Franco y Mussolini en 1941
Desde hace tiempo, pueden leerse noticias y análisis frecuentes sobre
el crecimiento exponencial de la extrema derecha en Europa. En lo que
hace a España, el goteo de atropellos contra los derechos y bienes de
personas y colectivos por parte de grupos fascistas parece no cesar.
Con amenazas y agresiones, se revientan actos públicos en reconocimiento de la nacionalidad catalana. Locales y sedes de partidos de izquierda y de asociaciones que denuncian el racismo aparecen con destrozos y pintadas intimidatorias. Son numerosas las personas que por su orientación sexual o política, o por su condición nacional o económica,
han sufrido coacciones, vejaciones, lesiones o incluso han sido
asesinadas por el terrorismo ultraderechista. Dadas estas dosis
regulares de violencia y contemplado el contexto europeo de crecida
fascista, ¿hasta cuándo hay que esperar para recordar que el derechismo
integrista es un peligro de primer orden para la sociedad?
El problema entre nosotros -y en países como Grecia- cuenta con un
punto más de gravedad, pues de ser una corriente política deleznable
seguida por cada vez mayor número de fanáticos, puede que se esté
infiltrando o se encuentre directamente viva
entre efectivos de cuerpos policiales y militares, al menos en lo que
hace a su núcleo vital racista, jerárquico, ultranacionalista y ajeno a
la humanidad de quien es considerado como enemigo. Suele pasarse por
alto que un Estado constitucional y democrático debe contar con fuerzas
de seguridad imbuidas de respeto escrupuloso a los valores cívicos del
constitucionalismo y la democracia, no adoctrinadas en prejuicios
patrioteros o en convicciones primarias excluyentes.
Desde posiciones liberales, se sostiene que la misma sociedad se basta y
se sobra para generar los mecanismos morales y culturales necesarios
para marginar el fascismo. Quienes secundan este parecer olvidan que
justamente el pretendido desenvolvimiento “espontáneo” de la sociedad
liberal es el que está creando las condiciones propicias para el
resurgimiento fascista.
Otros
creen que el hecho de ser el Partido Popular la formación absorbente de
toda la derecha española nos salva de posibles despeñaderos
ultraderechistas. Varios son los descuidos en este diagnóstico
tranquilizador. No solo existen ya formaciones de extrema derecha, que,
visto el hondo desprestigio del partido en el Gobierno y la celeridad de
los tiempos de crisis, bien pueden ver multiplicados sus apoyos en
breve lapso. También existe el notorio peligro de que, para evitar esa
posible fuga de adhesiones, el sector más extremista concluya por marcar
la agenda popular, algo patente en engendros legislativos como los que
preparan sobre el aborto o la seguridad ciudadana.
En definitiva, ambas lecturas coinciden en recetar la inacción, actitud
muy poco recomendable en este escenario europeo y dada nuestra
situación particular, de falta persistente de condena unánime de la
dictadura franquista.
En círculos más conscientes del peligro se exige represión. Como
potenciales terroristas que son, se trataría de prohibir sus
publicaciones, disolver asociaciones, liquidar partidos, suspender
actos, perseguir a miembros y condenarlos por profesar creencias
funestas para la sociedad.
Esta salida no lleva a solución alguna. No solo se cuenta con el
peligro de extender el mal, incitando posibles reacciones compensatorias
que vengan a legitimar lo que se pretende erradicar. También se corre
el riesgo de pagar la persecución del fascismo con la inoculación en el
propio Estado de prácticas fascistas. Por ahora, al Estado le basta para
combatir los exabruptos ultraderechistas con los recursos penales
disponibles, entre los que figura la agravante general aplicada a los
delitos cometidos por motivos discriminatorios de toda índole (art. 22.4
del Código penal).
La posible resurrección del fascismo debe combatirse en su origen cultural y económico, educando en la igualdad y restringiendo severamente el capitalismo
El problema hay que combatirlo en su origen, que no es sino cultural y,
fundamentalmente, económico. Empieza por ayudar muy poco la
representación espacial y circular del espectro político que, de manera
simplista, identifica “los extremos populistas” de uno y otro signo.
Basta recorrer los idearios ultraderechistas y ultraizquierdistas para
apercibirse de que muy poco tienen que ver el racismo y la
multiculturalidad, las jerarquías con la igualdad absoluta, las fobias
violentamente excluyentes con el discurso de la inclusión total, o el
fundamentalismo nacionalista con el más abierto de los
internacionalismos. Equiparar fascismo y antifascismo puede parecer una
estrategia neutral y equidistante que redunde en favor del borroso
centro político, pero en la práctica solo termina beneficiando a la
extrema derecha. Podría aducirse que tanto unos como otros se abrazan en
su común justificación de la violencia, pero las diferencias siguen
siendo insalvables entre su ejercicio efectivo contra minorías y su
alusión retórica en proclamas revolucionarias, o su recurso defensivo
precisamente contra la amenaza fascista.
Que combatir de raíz el virus ultraderechista sea asunto cultural
conecta con una de las dimensiones fundamentales de la “memoria
histórica”. Ha de concebirse ésta como la debida justicia y reparación a
las víctimas del fascismo, pero también como el recuerdo socializado
permanente de la barbarie, pues solo una conciencia colectiva despierta
en este particular, transmitida entre generaciones, nos puede salvar de
tropezar de nuevo con tan abominable error. De hecho, el creciente
olvido entre los más jóvenes de lo que supuso el terror fascista es
directamente proporcional a la intensidad de su reaparición. Por eso
deben celebrarse disposiciones como la incluida en el anteproyecto de ley andaluza de memoria histórica, que inserta en el currículum educativo de la enseñanza no universitaria la materia de “memoria democrática”.
Arrostrar a la extrema derecha en el plano cultural implica otra obligación de mayor envergadura. En su valioso opúsculo sobre Educar después de Auschwitz,
Theodor Adorno identificaba como la «condición psicológica» fundamental
del Holocausto «la incapacidad de identificarse» con el otro. Solo un
sentimiento extendido de indiferencia hacia qué ocurría en los campos de
concentración explica que en éstos se pudiera aniquilar
burocráticamente a centenares de miles de personas. El predominio
absoluto del interés propio, la deshumanización ulterior de nuestros
semejantes y el consiguiente desprecio hacia su suerte son las bases
culturales que conducen al fascismo, y deben contrarrestarse a través de
la educación, promoviendo los valores opuestos de la igualdad, la
cooperación, la solidaridad y el humanismo.
El problema es que tales bases son las propias de la antropología
capitalista. La acostumbrada afirmación de que los camisas pardas,
azules o negras fueron la infantería del capital tiene una carga de
profundidad mayor de la esperada. No es que el capitalismo se defienda a
través del fascismo; es que lo produce de forma ineluctable. Tanto es
así que vuelve a resucitar sin contar con el “enemigo comunista”
enfrente, desmintiendo con ello el canon interpretativo según el cual el
fascismo fue el morboso antídoto segregado de forma natural por la
sociedad burguesa para defenderse del veneno comunista. Aun sin
presencia probable de revolución social, el ultraderechismo vuelve a
crecer, mostrando que su esencia no radica en su función
contrarrevolucionaria sino en participar del desenvolvimiento del propio
capitalismo.
Los testigos más perspicaces de la opresión lo vieron claro. El
gangsterismo nacionalsocialista fue una consecuencia natural de la
concentración de poder característica del capitalismo de monopolio. El
aislamiento individualista y la enajenación respecto de la propia vida
que conlleva la integración capitalista contribuyen, por necesidad, a
añorar la pertenencia a un cuerpo colectivo místico y la protección
(dominio) de un líder omnipotente. Por su parte, los que asistieron a la
fundación del Estado social y democrático fueron conscientes de que sus
exigencias de homogeneidad económica y distribución del poder eran ante
todo un medio para prevenir la recaída en el fascismo.
Por eso, combatirlo es también una tarea económica, consistente en la
desoligarquización de la sociedad, en el reparto del poder político y
social. Justo lo opuesto de lo que hoy marca las prioridades,
condenándonos a que sea demasiado tarde para sacrificar a la serpiente
que descuidadamente incubamos.
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