Ilustración de portada de 'El sobrino de Wittgenstein', a cargo de Ángel Jové a partir del cuadro 'Aprés le dîner', de Pierre Bonnard (c. 1920). |
El escritor austriaco conectó con el clan desquiciado de la familia del filósofo, un enjambre de suplicios y tragedias al que da cuerpo un ensayo de Alexander Waugh
El Festival de Salzburgo es una buena ocasión para llevar en el bolsillo 'El sobrino de Wittgenstein', un relato autobiográfico de Thomas Bernhard que persevera en su concepción fatalista y sarcástica de la existencia. Y que evoca su convivencia con el sobrino del filósofo. Y del sobrino del pianista, pues el clan de los Wittgenstein, además de suicidas, de monstruos y de criaturas descarriadas, aportó un solista virtuoso que perdió la mano derecha entre los avatares de la Gran Guerra.
Bernhard escribe siempre desde la desproporción y desde la prosa opresiva. Y cuenta que Wittgenstein 'el loco' se dedicaba fundamentalmente a sabotear los conciertos y las óperas a las que asistía. Más años cumplía, más radicalizaba su aversión a los artistas, de forma que únicamente terminó tolerando al maestro Otto Klemperer. Y, por la misma razón, vociferando contra cualquier espectáculo al que asistía en la Ópera de Viena, mayormente si conocía la obra de memoria, a semejanza de un melófobo ilustrado.
No era una bravuconada. Nos cuenta Bernhard que Paul Wittgenstein podía cantar con su voz cascada en la calle 'La valquiria' y 'Sigfrido', del mismo modo que ansiaba llevar a escena él mismo una versión definitiva de 'La mujer sin sombra', de Strauss, a bordo de una plataforma flotante.
Esta clase de delirios únicamente se los participaba a sus allegados, pero la beligerancia de Paul el espectador comprometía las grandes veladas operísticas. Su entusiasmo podía arrastrar el criterio de la audiencia como podía hacerlo su oposición: "Soy capaz de fabricar un éxito, cuando quiero y cuando se dan los requisitos necesarios, y siempre se dan, y puedo igualmente fabricar un fracaso total, cuando se dan los requisitos, y siempre se dan".
Durante decenios, escribe Bernhard desde posiciones hiperbólicas, los vieneses no se dieron cuenta de que el autor de los triunfos en la Ópera era a fin de cuentas Paul, lo mismo que era Paul el autor de los naufragios, los cuales, cuando él quería, arbitrariamente, no hubieran podido ser más aniquiladores ni más radicales. Muchos directores de orquesta cayeron en su trampa.
Con excepción de Karajan.
Paul Wittgenstein lo odiaba. Y Thomas Bernhard no lo odiaba,
incurriendo en una de sus muchas contradicciones. O diferenciando entre
el símbolo del poder que representó el maestro y su dimensión artística, que Bernhard conoció (ambas) en la vecindad salzburguesa al abrigo del festival veraniego.
Odiaba el escritor Salzburgo. Se odiaba a sí mismo. Odiaba la sociedad poshitleriana en su impunidad. Pero no se entienden Bernhard ni su literatura sin el estímulo creativo que supusieron semejantes aversiones, resumidas todas ellas en un pasaje de 'El sobrino de Wittgenstein' que bien podría haber sido su propio epitafio: "Quiero estar donde no estoy". Y no se refería a la tumba, sino a la desolación y a la frustración de la vida.
El nexo de Bernhard y los Wittgenstein no hace otra cosa que redundar en la neurosis y en la angustia, como una feroz redundancia y como un ejercicio de ensimismamiento psicótico. Por eso, tiene sentido iniciarse en el ensayo más distante y académico que escribió Alexander Waugh ('La familia Wittgenstein'), nieto del autor de 'Retorno a Brideshead' —Evelyn Waugh— y heredero de una saga donde proliferaron la endogamia y hasta el incesto.
Nos cuenta Waugh que los Wittgenstein eran una familia incomparable, matizando que el adjetivo no contiene demasiada carga positiva. No puede tenerla, en efecto, porque la dinastía se malogró en la psicosis y la autodestrucción, descoyuntándose en el umbral de la II Guerra Mundial un imperio metalúrgico que Karl Wittgenstein, padre del filósofo Ludwig y del pianista Paul, había empezado a construir vendiendo raíles al imperio ruso en la emergencia del conflicto bélico contra los turcos.
Pudo permitirse Karl amontonar siete pianos de cola en su palacio vienés y reunir nueve hijos. Todos ellos instruidos en la música, como si la música fuera el único lenguaje en que pudieran entenderse o en que pudieron entenderse.
Liberaba así la prole la brutalidad de un padre autoritario y autócrata, feroz y castrense, hasta el extremo de que la leyenda familiar apunta a que la primera palabra de su homónimo hijo Karl fue precisamente 'Edipo'.
Se explica así que la tentación del parricidio anidara entre los vástagos, aunque tres de ellos decidieron suicidarse de manera prematura. Empezando por Rudi, un joven homosexual reprimido que disolvió cianuro en un vaso de leche para desayunar por última vez y resarcirse de los traumas aberrantes de la familia.
Parece ser que su hermana Helen no llegó a tener nunca relaciones sexuales porque le aterraba el contacto carnal. Y está demostrado que otra de las hijas de Karl, Gretl, acudió a la consulta del doctor Freud para intentar curarse de la frigidez.
Este opresivo y atormentado contexto familiar fue el mismo en que nació Ludwig Wittgenstein. Puede que el filósofo más importante del siglo XX. Y el único de los nueve hijos en intuir que cualquier expectativa de salvación consistía en alejarse del volcán paterno.
Fue providencial su exilio londinense, el hallazgo de la amistad con Bertrand Russell, la inclinación hacia una vida ascética, desprovista de la opulencia y de los lujos que habían sepultado a la familia en el fascinante y depresivo periodo de entreguerras.
Paul participó en la primera de ellas, ya lo hemos dicho. En parte por convicciones patrióticas. Y en parte como una escapatoria al yugo paterno, aunque el compromiso militar le provocó una herida irreparable que le hizo perder el brazo derecho.
Había sobrevivido Paul a la captura de los rusos y a la deportación en Siberia. Una prueba de su resistencia y de su obstinación que se prolongaron cuando quiso reemprender su carrera de pianista a pesar de las discapacidades.
Disponía de mucha voluntad para lograrlo. Tenía mucho dinero aún para conseguirlo, de forma que la chequera y las presiones pusieron a cavilar a los grandes compositores de la época para desafiar el prodigio de la mano izquierda.
No le gustaron demasiado los resultados. Introdujo correcciones y florituras al de Ravel, despreció el de Prokofiev porque le parecía demasiado frío. Rectificó la orquestación de la obra de Korngold y, peor aún, enterró en un cajón el concierto de Hindemith.
Allí permaneció hasta 2004, tres años después de la muerte de su viuda, cuya resistencia a cualquier intromisión en la fortaleza familiar de Long Island redundó en el misterio de Wittgenstein y custodió la peripecia del clan en el exilio neoyorquino. Paul hubo de escapar de Austria al hilo de las persecuciones antisemitas. La familia se había convertido al cristianismo desde tres generaciones anteriores, pero el apellido y la fortuna la transformaban en trofeo de caza ejemplar.
Unos y otros detalles forman parte del interesante documental que ha realizado Michael Beyer para el canal Arte. Emerge un retrato contradictorio y severo de Karl Wittgenstein. Nos lo presenta como un tipo tiránico y ególatra. Y como un epígono de Saturno. Porque devoró a sus hijos con la misma ferocidad del cuadro de Goya.
El pianista Paul Wittgenstein. |
Fuente: https://www.elconfidencial.com/cultura/2021-07-30/thomas-bernhard-wittgestein_3205771/
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