Federico García Lorca. Fotografía: Cordon. |
Hace un siglo, Federico García Lorca era un estudiante de poeta que escribía sus Impresiones y paisajes y empezaba a ensayar su personalísima interpretación de España, que sería una lectura mítica y abierta de su particularidad universal, de su flamenco mediterráneo, de su mezcla de razas y orígenes. Hace noventa años, Federico García Lorca era ya un escritor compacto, que estaba llegando con sus poemas y con sus obras de teatro a personas de todas las edades y clases sociales, fiel a la investigación en nuevas vanguardias para la poesía y la dramaturgia, por naturaleza inquieto. Hace ochenta y dos años, Federico García Lorca era ejecutado por falangistas: todavía no hemos encontrado su cuerpo.
Pero su alma —es decir: su biografía y su escritura— no ha dejado ni por un momento de permanecer vigente. ¿Por qué nos siguen interpelando sus libros y su figura tanto tiempo después de su muerte? Porque siguen comunicando progreso, cosmopolitismo, búsqueda. Porque fue un escritor expandido que abrió zonas de futuro. Porque fue un autor queer mucho antes de que existiera ese concepto. Y porque su tumba sin nombre no ha dejado ni por un instante de poner en jaque ese rey esquizofrénico que llamamos España.
En Poema del cante jondo, su poemario más radical, Lorca llevó al verso el latido tristísimo de la música gitana; y en Romancero gitano modernizó con imágenes nuevas su métrica antigua y sus viejos cuentos. Por supuesto que su acercamiento a las juergas y los genios del Sacromonte fue el de un niño de papá, el de un pijo que no tenía que trabajar para vivir: pero supo encontrar en sus textos un lugar de enunciación absolutamente ético, desde el cual transformar las experiencias y las tradiciones de los otros en versos universales, a través de un yo que es orfebre y portavoz. Desde los Cuentos de la Alhambra, de Washington Irving, el patrimonio gitano español no encontraba una figura de mediación a la altura de su importancia. No es de extrañar que Camarón de la Isla, décadas más tarde, rindiera homenaje a Lorca.
El artista es una máquina de apropiaciones. Cada obra debe encontrar mecanismos lícitos de representación del material que robas o que expropias o que te ceden o que te regalan. Lorca es un maestro del diseño de esos mecanismos. Tal vez el más elocuente sea el que encontramos en el momento más trágico de «Prendimiento y muerte de Antoñito el Camborio», cuando el yo lírico se convierte de pronto en testigo directo interpelado por el protagonista: ««¡Ay Federico García, / llama a la Guardia Civil! /Ya mi talle se ha quebrado /como caña de maíz». El poeta está del lado de las víctimas. Y ellas lo saben más allá del espejo, al otro lado de la página.
Repitió y amplificó la operación en todo su teatro, en que los problemas de los gitanos son substituidos por los de las mujeres. Yerma o La casa de Bernarda Alba son al mismo tiempo obras maestras dramáticas y denuncias implacables del machismo español de principios del siglo pasado. Su interés por los gitanos, las mujeres o los afroamericanos (en Poeta en Nueva York) señalan una sensibilidad periférica, alejada de la del escritor heterosexual y castizo. Sin esa dimensión de empatía hacia las minorías y las víctimas, también en la obra de Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda o Pedro Salinas el yo se desprende de los atributos imperativos de la masculinidad clásica. No es de extrañar que, tras el exterminio o el exilio de dos generaciones, la joven voz que se aprovecha de ese vacío y se impone como nuevo centro del canon sea la de Camilo José Cela, voz de macho alfa, erudito de exabruptos y sinónimos de falo, afín al nuevo régimen dictatorial.
Esas figuras imperialistas no tienen espacio en nuestra época. Sí lo tienen, en cambio, las figuras líquidas que produjeron textos queer. Aunque sea cierto que El público, Poeta en Nueva York o Sonetos del amor oscuro son obras sobre la homosexualidad de gran exigencia formal escritas para el futuro; aunque sea verdad que «Grito hacia Roma» tendría que ser el poema que el papa Francisco escuchara cada vez que se baja de un avión en una ciudad del mundo, toda la obra de Lorca ha demostrado su capacidad de sobrevivir al paso del tiempo, por su potencia experimental, queer, feminista, solidaria, inconformista y sobre todo polisémica.
Su interpretación de España como un crisol de culturas. Su obra transatlántica, con vértices en Cuba, los Estados Unidos y Buenos Aires. Su concepción de la literatura como una criatura que devora todos los lenguajes artísticos que la rodean: la música en Poema del cante jondo o en las conferencias performáticas acompañadas con piano, el cine en el guion de Viaje a la Luna, el dibujo en Poeta en Nueva York, las artes aplicadas en las puestas en escena de textos propios y de textos ajenos, las intervenciones culturales colectivas (como la revista Gallo o como La Barraca, que llevó las obras de los clásicos españoles por los pueblos de España). Todo apoya su vigencia, incluso la ignominia. La vergüenza de que no se haya encontrado todavía su cadáver, de que los restos de su verdugo, Francisco Franco, hayan descansado durante más de cuarenta años en un monumento, y hayan recibido flores frescas cada día, mientras que el suyo sigue en una fosa anónima, en una cuneta o un barranco, mantiene viva la búsqueda, la indignación. Como su obra, su cuerpo se resiste a la adoración, a la quietud, al monumento. Todo se sincroniza para que la obra lorquiana siga bombeando oxígeno y gasolina, aire fresco e incendio, en la cultura del siglo XXI.
Fuente: https://www.jotdown.es/2018/09/lorca-nos-sigue-interpelando-desde-su-tumba-sin-nombre/
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