Aquel día Grethe, Amil y Viggoo salieron de su granja camino a la turbera armados con palas y cubos. Querían hacerse con algo de turba del pantano para usarla como combustible en casa… nunca hubiesen esperado encontrar lo que les devolvió el pantano.
Removiendo las oscuras aguas dieron con lo que parecía un cuerpo. Un rostro totalmente ennegrecido emergió entre las aguas. Era un rostro perfecto, con los ojos cerrados, como si durmiese. Un cadáver que flotaba sobre la oscuridad de la ciénaga.
Asombrados, los tres campesinos dejaron sus herramientas y corrieron hacia la policía más cercana en la pequeña localidad de Tollund, en la península de Jutlandia, Dinamarca. Estaban convencidos de que se trataba del cadáver de un joven estudiante desaparecido de la zona.
La policía acudió al lugar acompañado por los campesinos. Era el 6 de mayo de 1950. Cuando la policía vio el cuerpo que flotaba en en la turbera vio que aquel no era un cuerpo reciente pese a su perfecto estado de conservación. Llamaron al arqueólogo del Museo de Copenhague.
Se acababa de descubrir lo que hoy se conoce como “Hombre de Tollund”, una de las muchas momias de los pantanos que se han descubierto en las ciénagas del norte de Europa, la mayoría datados en la Edad de Hierro.
Cuerpos de hace miles de años preservados naturalmente por las inusuales condiciones de las ciénagas del norte: aguas muy ácidas, baja temperatura y ausencia de oxígeno. Unas condiciones que permiten conservar la piel y órganos internos perfectamente.
La piel se oscurece pero mantiene todos sus detalles, a diferencia de los huesos que con el tiempo son disueltos por el ácido de la turba. El Hombre de Tollund, como otros muchos, mostraba signos de haber sido asesinado.
Alrededor de su cuello tenía un cordel de tripa con el que presuntamente lo ahorcaron. ¿Por qué? Posiblemente nunca se sepa, aunque se especula que podría tratarse de una ofrenda a alguna deidad de los pantanos.
Si fue así, el hombre tenía entre 30 y 40 años cuando decidieron sacrificarlo, lucía un barba corta y llevaba puesta un gorra de cuero en el momento en que fue entregado a la ciénaga.
Alguien depositó su cuerpo con sumo cuidado, reposando sobre su costado, como si estuviese descansando, en una zanja abierta en la turbera que poco después debieron cubrir, restando allí hasta que miles de años fue descubierto.
La conservación de su cuerpo es tan buena, que ha permitido, miles de años después, y más de medio siglo después de su hallazgo, saber que comió poco antes de morir. En sus intestinos se hallaron restos de gachas y pescado.
Con las técnicas actuales se ha podido volver a los restos de los intestinos para analizar posibles muestras de polen, proteínas y otros rastros químicos que pudiesen dar información sobre los alimentos digeridos.
Su última comida fue simple: una papilla de cebada, persicaria pálida y lino, que debió cocinarse en un recipiente de arcilla por los rastros de comida carbonizada que se han encontrado. También había algún pescado, aunque no se ha podido identificar la especie.
Un detalle de la composición de las gachas ha sorprendido a los investigadores, la presencia de desechos de trilla, gran cantidad de semillas silvestres que normalmente se eliminaban de los granos cosechados durante la trilla.
¿Los agregaban a las papillas para aumentar su valor nutricional? ¿O era un agregado especial para ocasiones excepcionales como los sacrificios? Quién sabe.
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