miércoles, 15 de abril de 2020

Verde agua

J.R



El final de la guerra y la ocupación yugoslava representaron para mi familia un primer período de miedo, desconfianza, registros domiciliarios. La Ozna, la temida policía secreta, cuyo solo nombre hacía palidecer a mis padres, vino una mañana a nuestra casa a preguntarnos si teníamos armas para entregar. Mientras mi madre decía que no, presa del pánico, yo, sorprendida, le pregunté delante de los agentes cómo era posible que no recordara la pistola que papá había escondido bajo el colchón. Ese día, por suerte, la crueldad de los hombres de la Ozna se suavizó frente a las lágrimas desesperadas de mamá, que se arrodilló, y a la desprevenida confianza de una niña que no veía en ellos a unos enemigos. La pistola fue requisada, pero no nos hicieron daño alguno.
   A esto siguió bastante pronto una relativa tranquilidad. Papá, que había sido despedido en mayo de 1945 del puesto de vicedirector de la Unión Provincial de Fiume de la Confederación de los Agricultores, encontró poco después un empleo como contable en no sé qué oficina, gracias probablemente a su conocimiento del serbocroata; mamá ya no se vio obligada a cocinar solo guisantes secos y hacer largas colas después de salir al amanecer para conseguir un par de huevos y un poco de leche en el mercado negro. Yo me hice rápidamente amiga de los niños eslavos que vinieron a vivir cerca de nosotros, en las casas de las familias de italianos que empezaban a irse en masa, y no entendía la desolación y el tácito rencor de mis padres, que no se resignaban a ver su ciudad desnaturalizada por nuevos atuendos y nuevas caras, por los bailes folclóricos, como el kolo, danzados en las plazas y sobre las riberas, y por la llegada masiva de serbios, croatas, macedonios, bosnios, bodoli. Mis padres los llamaban zingani, ya sea por los trajes pintorescos y la piel oscura de algunos, ya sea por ciertas actitudes inconvenientes y ruidosas a las que se sumaba la arrogancia del vencedor....

Verde agua
Marisa Madieri


...Al final de la Segunda Guerra Mundial la Yugoslavia de Tito, tras su extraordinaria resistencia partisana, no solo recuperó tierras étnicamente eslavas incorporadas con anterioridad a Italia, sino que ocupó e hizo también suyas tierras en las que vivían italianos, como Istria y Fiume -actualmente Rijeka, en Croacia-, donde Marisa Madieri nació y vivió, de niña, con su familia.
   En los años anteriores, los eslavos sufrieron la opresión y la violencia fascista y también la infravaloración o negación de sus derechos por parte de muchos italianos que no se declaraban fascistas sino nacionalistas. La reconquista yugoslava, al calor del totalitarismo y del nacionalismo, fue a su vez violenta e indiferenciada con los italianos; el choque nacional, además, se entrelazaba con un conflicto político de mayor alcance entre Este y Oeste, entre mundo comunista y mundo occidental, porque esos codiciados y lacerados confines orientales de Italia eran entonces el infranqueable y temido Telón de Acero.
   Alrededor de trescientos mil italianos abandonaron en los primeros años de la posguerra -marcada por el miedo, la intimidación y la persecución- Istria, Fiume y otras localidades dálmatas, perdiéndolo todo y viviendo durante muchos años, como Marisa Madieri y su familia, la vida mísera y precaria del exiliado en campos de refugiados. A menudo los habitantes de las ciudades en las que buscaban rehacer su existencia los miraban con sospecha y los empujaban a encerrarse en un amrgo y resentido aislamiento. La injusticia que habían sufrido inducía a algunos de ellos a caer en un nacionalismo antieslavo, mientras que otros -como Marisa Madieri- seguían reconociéndose en el diálogo entre italianos y eslavos y considerándose miembros de un mundo compuesto, italiano y eslavo, venetoadriático y centro europeo.[...]
   La frontera puede ser un puente para encontrar al otro o una barrera para rechazarlo, un lugar de apertura o de obsesiva cerrazón....

Claudio Magris

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