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Escribe Harari: “Es probable que la época en la que la humanidad se hallaba indefensa ante las epidemias naturales haya terminado”. Consciente de su finitud, fragilidad e incapacidad por la irrupción de una realidad que lo devuelve a su lugar natural: una parte más de una totalidad que escapa a su control, la ficción del homo deus ha visto destejida su trama. Sin embargo a dios muerto, dios puesto. Y lo que parece la oportunidad de recomponer la relación de interdependencia con el todo orgánico del que formamos parte, puede conllevar, sin embargo, la fe de aquel que al ver desmontadas su creencias se aferra como un náufrago a los dogmas. Si el hombre no es el dios, lo será entonces la tecnología. “Solo ella puede parecer salvarnos”, se exclama en estos días.
En esta misma línea, Byung Chul Han sostiene en su descripción de la crisis de coronavirus que el control de los bigdata llevado a cabo por China es lo que ha mostrado mayor eficiencia para frenar la pandemia. Y lo aceptamos sin cuestionarnos nada más. En realidad lo que se ha controlado no sido el virus, sino los movimientos de las personas a través de la tecnología. Y ambas cosas, aunque vayan juntas, no son lo mismo: “Se podría decir que en Asia –escribe Han– las epidemias no las combaten solo los virólogos y epidemiólogos, sino sobre todo también los informáticos y los especialistas en macrodatos”. Parece, de este modo, que un nuevo ídolo se refuerza y nos conduce al paradigma de la nueva teología política que, configurada como tecnopolítica, da a nuestra realidad social la forma y la ley que le impone logos de la técnica. Nuevos creyentes plegados a una entidad mayor que nos salvará. Y a ella rezamos.
¿Qué utilidad pueden tener las Humanidades en este momento? Para empezar, para cuestionarnos los falsos ídolos en los que depositamos nuestra fe. Por mucha confianza que tengamos en la tecnología no ha de olvidarse que si la civilización surgió no fue por la construcción de ninguna herramienta sino, como recuerda Margaret Mead, por el cuidado de la comunidad. Para ella un fémur que presenta la cicatriz de una fractura adecuadamente soldada es la señal que marca el verdadero antes y después de la civilización. Un vestigio del cuidado que alguien dispensó a quien lo necesitaba. Todo avance tecnológico que vino después tuvo como origen reforzar esta actitud humana como ser social.
No es la tecnología en sí misma la que atiende y cuida, sino la tecnología que está al servicio de quien la utiliza: los seres humanos que viven en comunidad. Así, el grado de civilización depende del cuidado del nosotros, y no del mero progreso tecnológico, más consagrado a descuidarnos y a obtener beneficios a costa de nuestra salud que para sanarnos. Si tecnología y nivel de civilización fueran inseparables, no tendría sentido que sociedades avanzadas técnica y científicamente fueran al mismo tiempo aquellas que han llevado la catástrofe y la muerte a otros pueblos. Invertir este movimiento es el primer indicio de un cambio en la norma. Walter Benjamin sostuvo que todo documento de cultura lo es de barbarie. Por ello era preciso “cepillar la historia a contrapelo”. Quién nos iba a decir que, de hacerlo, nos encontraríamos con un hueso. Y con este algunas cosas más, como la falsa identificación entre técnica/ciencia, y la equívoca relación entre desarrollo científico-técnico y civilización.
Ni nos salvará la ciencia ni el grado de civilización depende del progreso relacionado con la historia de los descubrimientos e invenciones. Lo que está en juego es la configuración de un modo de estar en el mundo y, con él, la apuesta por la civilización de la que hablaba Mead o la barbarie a la que apuntó Benjamin. El mundo, que no significa en realidad más que “limpieza” y “orden”, es la concreción encarnada de un modo de relacionarnos con los demás. No es algo que esté ahí, sino un modo de tratarnos a nosotros mismos, a los seres vivos y a nuestro entorno, de cuidarnos e, incluso, de descuidarnos, de utilizar la tecnología y la ciencia como herramientas de cuidado del nosotros.
Nos necesitamos y, por mucho que lo queramos, nada podrá negar que somos seres biológicamente entrelazados. Podemos vivir porque convivimos. León Bourgeois lo expresó del siguiente modo en De la politique de la prévoyance sociale: lo que descubrió Pasteur con su teoría microbiana fue precisamente nuestra dependencia orgánica más elemental. Ya ven. En realidad situados en nuestro contexto somos incluso microbios venidos a más. Ciencia y Humanidades han de trabajar conjuntamente: también ellas son interdependientes (para algunos) a su pesar.
Las Humanidades sirven para desarmar la tecnología y guiar a la ciencia sin que se desalme.
Ciertamente los seres humanos sobreviven no solo adaptándose al medio, sino adaptando el medio a sí mismos. En los últimos años nos hemos adaptado incluso a nosotros mismos a un sistema ficticio de autodesignados dioses que casi ni descansan ni enferman, y hemos descuidado tanto la naturaleza que ahora esta se resiente. Pero cuidado: no estamos matando al planeta. Afirmar tal cosa cae en la ficción con la que nos hemos elevado sobre “la naturaleza”. En realidad nos estamos matando a nosotros. Al “planeta” no le hacemos falta. Y seguirá ahí. ¿No lo ven? Es primavera pese a la pandemia. De ser dioses, seríamos entonces deidades que sin posibilidad de crear, producen incluso sí mismos, es decir, falsos ídolos.
Caído el falso dios no elevemos a los altares al dios del silicio. Ahora que la realidad nos ha puesto en contacto con nuestra mortalidad, que la economía e incluso la forma de entender la democracia cambiará, aunque no sabemos cómo, es preciso más que nunca tomarse tiempo. La rapidez no garantiza la eficiencia. Acostumbrados al corto plazo, las Humanidades nos enseñan que todo cambio importante requiere tiempo y que las medidas que pongamos en marcha ahora generarán los modos de las sociedades del futuro. No acabará la cuarentena con un cambio de conciencia, pero sí con la toma de conciencia de que el cambio es necesario, que requiere tomarse tiempo y mirada larga.
Parece que entro en el terreno de la utopía y de los sueños románticos. Quizá sea cierto, pero del mejor Romanticismo, el fundamentado por Schiller y Schelling, el que señaló las contradicciones de la Ilustración, problematizó la confianza ciega en la razón, visibilizó sus monstruos e hizo un llamamiento a la sensibilidad, la compasión y a la empatía. Debemos ir más allá de la Ilustración y construir un nuevo mundo a través del cambio en nuestras relaciones. El punto de partida es la aceptación de nuestra vulnerabilidad e interdependencia. Desenterremos el hueso de Mead y atendiendo a lo humano, seamos conscientes de que la tecnocracia es una opción pero ni es única ni es inevitable: el mundo no será otra cosa que lo que nosotros queramos hacer con él.
Las Humanidades son el contrapeso de la ciencia: aquellas que le proporcionan la mirada necesaria para que no pierda perspectiva. Las que dan medida de lo humano. Las que muestran los sueños alcanzables y señalan lo que puede convertirse en pesadilla. La ciencia sin las Humanidades está vacía y la tecnología ciega. ¿Para qué la ciencia si no hay seres humanos? ¿Para qué el desarrollo y evolución si no es para su cuidado? Las Humanidades son aquello que nos salvaguarda de la tecnología más ciega y peligrosa: la que aparta lo humano para darle el protagonismo a la técnica misma. Si bien la ciencia tiene un objetivo, el sentido de su búsqueda ha de proporcionárselo las Humanidades haciendo visible el punto de partida: la frágil condición humana. Y eso es precisamente lo que enseñan la literatura, la historia, las artes y la filosofía. Proporcionan valor frente a la utilidad, sentido frente a los objetivos, cuestionamiento de certezas frente a la repetición irreflexiva de los dogmas de la eficiencia. Nos hemos armado sin alma. Quizá sea hora de desarmarnos con ella.
Fuente: https://www.lamarea.com/2020/04/01/algo-mas-que-ciencia-la-importancia-de-las-humanidades-en-la-pandemia/
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