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Hace una semana, juré que no volvería a ver las 
noticias en la televisión. Llegué a la conclusión de que, en tiempos de 
crisis, el flujo constante de información se convierte en una especie de
 rueda de hámster en tu cabeza. Gira y gira y gira, abrumándote con 
imágenes de un presente catastrófico, repitiéndote indefinidamente lo 
que ya sabes, causando pánico existencial en todas las direcciones. Y, 
como una rueda de hámster, no te lleva a ninguna parte. Es el mito de 
Sísifo en versión electrónica, exacerbado por nuestra edad 
sobreconectada.
Pero
 hace unos días, rompí mi promesa cuando un escritor amigo mío me envió 
un mensaje desde Nueva York: “Enciende la televisión. Trump está 
batiendo sus propios récords de locura”.
Treinta segundos después, estaba de pie frente al único televisor de mi casa en Maine (donde estoy confinado –para
 usar la nueva palabra de moda– con mi hija de 23 años, Amelia, y su 
novio Zach desde que la epidemia se extendió por nuestras vidas). Y 
allí, en la CNN, mantenía
 su discurso ese promotor inmobiliario charlatán, convertido en estrella
 de telerrealidad y, más tarde, jefe nominal del así llamado mundo 
libre. En este caso, parecía un presentador de un concurso con 
maquillaje muy malo y pelucas aún peores. Intentaba asegurar a la nación
 que a este episodio viral se lo llevaría el viento antes del Domingo de
 Pascua. Esperaba que las iglesias de todo el país estuvieran llenas 
para la celebración anual de la resurrección de Cristo, después de su 
horrible episodio en la cruz.
Incluso para los estándares de locura de Trump, esta 
declaración era totalmente irracional. Trump es neoyorquino como yo. El 
implacable avance de la Covid-19 ha hecho de nuestra ciudad natal el 
epicentro estadounidense del virus, con nuevos casos que se duplican 
cada tres días. El gobernador del Estado de Nueva York, Andrew Cuomo, cuya voz lleva un realismo furioso y un poderoso liderazgo local en estos tiempos vertiginosos,
 advirtió ese mismo día de una inminente catástrofe sanitaria para la 
ciudad. Explicó que Nueva York necesitaba 30.000 respiradores 
artificiales, pero solo tenían 400 y se estaban esperando 7.000, 
prometidos por el Gobierno federal. También dijo que los 3.800 millones 
de dólares asignados a Nueva York en el plan de emergencia del Senado 
eran 
Se ha acusado a Trump de violación. Las amantes de 
Trump eran estrellas porno; hasta una de ellas describió el sexo con él 
como “los peores noventa segundos de mi vida”. Trump trata a las mujeres
 como objetos desechables pero se presentó a las elecciones de 2016 como
 un conservador social y eligió a Mike Pence como vicepresidente: un fundamentalista cristiano, homófobo y declarado antifeminista, que tiene el encantador
 hábito de llamar a su esposa “Madre”. La elección de Pence fue un golpe
 de genialidad, uniendo la base evangélica a la causa de Trump. La 
aventura amorosa de Trump con este encantador inveterado, de dudoso 
matiz cristiano, alcanzó nuevos niveles cuando nombró para el Tribunal 
Supremo a dos jueces profundamente conservadores: Neil Gorsuch y Brett 
Kavanaugh, acusado de agresión sexual. Estos hombres no escondieron su 
oposición al aborto, lo que significa que la mayoría republicana que lo 
legalizó a nivel nacional en 1973 –el llamado caso Roe contra Wade– podría ser revocada en los próximos años. Pero la erradicación de Roe contra Wade es el Santo Grial de los evangélicos en la guerra cultural que ha dividido a los Estados Unidos desde 1968.
En realidad, la necesidad de Trump de vincular la 
Pascua a la promesa de un renacimiento comercial fue un guiño a los 
conservadores cristianos y blancos que ayudaron a que fuera elegido 
contra toda lógica hace casi cuatro años. Estos hombres seguirán siendo 
fieles, aun sabiendo que es un completo hipócrita, si las próximas 
elecciones se celebran en noviembre de este año (pero como todo está 
sujeto a una cancelación estos días, no me sorprendería si este último 
símbolo de la elección democrática también se suspendiera pronto).
Sin embargo, también fue un recordatorio de que, 
incluso en este momento de grave crisis mundial –que reveló la total 
falta de preparación del Gobierno federal de los Estados Unidos para 
ayudar a sus ciudadanos a sobrevivir a este crepúsculo de los dioses 
virológico–, Trump sigue cultivando en nuestro discurso nacional las 
profundas divisiones que él mismo ha amplificado y profundizado.
Una lección de historia: Richard Nixon ganó la Casa 
Blanca en 1968 gracias a su estrategia sureña, basada en el odio de los 
Estados del sur contra la legislación de derechos civiles (que 
garantizaban los derechos de los afroamericanos como ciudadanos en 
igualdad de condiciones) aprobada por el Congreso bajo el liderazgo del 
demócrata tejano Lyndon Johnson. Nixon también había jugado con el miedo
 de los hombres blancos a las minorías: las mujeres, los radicales y los
 hippies por el amor libre (era el año 68, después de todo), afirmando que existía una “mayoría silenciosa” en los Estados Unidos
 que rechazaba el progresismo educado de Nueva York, California y las 
principales ciudades del norte. También denunció públicamente todo lo 
que pudiera ser percibido como intelectual y culto (aunque en privado 
era un fanático del jazz y un aficionado a la Historia). Despreciar las 
cosas del intelecto es un viejo hábito americano… especialmente entre 
los populistas. Ronald Reagan, a su vez, cortejó a la derecha cristiana 
en 1980, que, de repente, adquirió un inmenso capital político durante 
su presidencia. Y los dos Bush –el propio Junior se convirtió en 
cristiano renacido para curar su alcoholismo– también dieron a los 
evangélicos lo que querían.
Así es como Trump hablaba a sus bases cuando jugó la 
carta de “volver al trabajo por Pascua”. De la misma manera que 
intentaba convencer a Wall Street y a las grandes empresas de que el “business as usual”
 [la normalidad en los negocios] no estaba lejos. Unas horas antes de 
escribir este artículo, hablé por teléfono con un amigo del Instituto 
Pasteur de París. Me dijo: “Nuestro actual estado de confinamiento, el 
cierre de las fronteras, el cese de la vida cotidiana (salvo por 
estrictas necesidades dietéticas o médicas) durará, en el mejor de los 
casos, otras seis semanas… y esa es la estimación optimista”. El daño 
económico será colosal y con la devastación fiscal vendrá la devastación
 personal. En Estados Unidos, donde no queda casi nada de la red de 
Seguridad Social después de décadas de recortes y donde el Obamacare
 es un sistema nacional de salud no del todo aceptable (aunque 
esencial), la pesadilla que aguarda a millones de personas será 
terrible.
Desde las reaganomics de los ochenta [la política económica de inspiración neoliberal del entonces presidente], la otrora próspera y estable clase media americana ha sido destruida. Manhattan, mi isla natal, estuvo habitada en su día por familias de clase obrera. En mi familia éramos cuatro y vivíamos en un apartamento de 60 metros cuadrados. Ahora mismo, Manhattan solo es accesible para los ricos. Hoy, para vivir como un joven artista en cualquier ciudad importante de América, tienes que vivir de rentas o tener dos o tres trabajos a la vez. Y, en lo más profundo de Estados Unidos, la lucha por la supervivencia económica es dura en el contexto del monocultivo hipermercantil. ¿Se derrumbará el capitalismo estadounidense como un castillo de naipes cuando sea atenuado el Covid-19? Mis amigos de la izquierda estadounidense ven una esperanza en la inminente carnicería; la esperanza que puede provocar un cambio radical, un New Deal para sacar al país de una inmensa depresión. Por supuesto, a mí también me encantaría ver semejante cambio de rumbo a nivel nacional, igual que vi consternación cómo la mayoría republicana en el Senado trató de torcer el plan de rescate de las grandes multinacionales a expensas de los trabajadores que ahora están en plena caída libre económica.
No voy a hacer de politólogo y afirmar que el único efecto colateral positivo de la Covid-19 será el fin del presidente Trump. Sobre todo porque es el Rasputín de la política moderna. ¿Recuerdas cómo ese místico charlatán ruso, disparado por enemigos que querían poner fin a su infamia, se las arregló para levantarse y abalanzarse sobre ellos? Trump posee la misma resistencia tóxica. Dado que ahora existen dos Américas, que se odian con sinceridad, no sería sorprendente que la base de Trump continuase apoyándolo… aunque eso signifique votar en contra de sus propios intereses.
No voy a hacer de politólogo y afirmar que el único efecto colateral positivo de la Covid-19 será el fin del presidente Trump. Sobre todo porque es el Rasputín de la política moderna. ¿Recuerdas cómo ese místico charlatán ruso, disparado por enemigos que querían poner fin a su infamia, se las arregló para levantarse y abalanzarse sobre ellos? Trump posee la misma resistencia tóxica. Dado que ahora existen dos Américas, que se odian con sinceridad, no sería sorprendente que la base de Trump continuase apoyándolo… aunque eso signifique votar en contra de sus propios intereses.
Escribo estas palabras a pocos metros de un hermoso 
litoral en un Estado gobernado por una maravillosa mujer progresista, 
Janet Mills, donde el matrimonio gay y el cannabis están legalizados, 
donde puedes conseguir toda la cerveza casera que quieras, ir a 
festivales impresionantes de música clásica y de cine de autor, 
prestigiosas universidades y restaurantes de alimentos locales y 
frescos. Maine, a lo largo de su majestuosa costa atlántica, encarna 
todo lo que aprecian los americanos educados en la izquierda. Del mismo 
modo, hay una parte del Estado rural, conservadora y económicamente 
escabrosa, que vota a Trump y ve a los residentes de la costa como la 
encarnación del elitismo esnobista. La guerra cultural nunca está lejos 
de tu puerta en la América contemporánea. Desde ahora, tampoco lo está 
la perspectiva de terribles dificultades. Justo antes de dejar Nueva 
York, fui a escuchar a un amigo pianista en un pequeño club de jazz. 
Divorciado y padre de dos hijos, vive de concierto en concierto, 
completando sus ingresos con lecciones de música. “Estamos a pocos días 
de un encierro general”, me dijo mientras tomaba un trago entre los 
sets. “Cuando esto suceda, los clubes de jazz estarán cerrados, mis 
estudiantes no podrán venir a mi casa… y el dinero se secará. 
Siendo 
pianista en Nueva York, no tengo ahorros. ¿Cómo voy a sobrevivir?”.
No supe cómo responder a su pregunta desesperada. Sin 
embargo, en las últimas dos semanas he escuchado repetidamente esa misma
 pregunta en conversaciones con muchos de mis amigos artistas de Nueva 
York y de otros lugares. Aunque reciben una ayuda financiera simbólica 
del Gobierno federal, saben que, cuando Estados Unidos vuelva al 
trabajo, ellos estarán hasta el cuello de deudas. Y una vez que la 
moratoria de desalojos termine, corren el riesgo de irse a la calle. 
Gracias a los defensores de la economía de suministro y a los adoradores
 de Milton Friedman que han dictado la política fiscal americana durante
 los últimos cuarenta años, ahora vivimos en una versión high-tech
 del capitalismo del siglo XIX, alimentada por un poderoso subtexto de 
darwinismo social. Dentro de algún tiempo, cuando todos seamos polvo, no
 me sorprendería que los historiadores del futuro escribieran: “Cuando 
una amenaza viral invisible se extendió por el país a principios de 
2020, mostró con despiadada claridad lo moribundo que se había vuelto el
 tan elogiado sueño americano”.
 
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