Papyrus de James Bruce |
Domiciano inauguró con esos crucificados un triste cómputo de opresiones. Desde entonces, incontables censores han aplicado el mismo método del emperador, castigando responsabilidades indirectas. El éxito del mecanismo represor estriba precisamente en extender la amenaza de represalias, multas o cárcel a todos los eslabones de la cadena de difusión (desde los amanuenses o impresores de antaño, al administrador de un foro o proveedor de internet). Amedrentar a esos agentes ayuda a acallar los textos incómodos, pues es poco probable que todos los involucraddos estén dispuestos a correr los mismos riesgos que el autor, más visceralmente comprometido con la publicación de su propia obra. Por tanto, las amenazas a los libreros son parte esencial de esta guerra sin cuartel contra los libros libres.
Casi nada sabemos de los libreros a quienes el emperador ajustició por copiar y vender la historia de Hermógenes, que tal vez ni siquiera les gustaba. Solo los salva del olvido una frase veloz de Suetonio, en un párrafo sobre el terror que instauró Domiciano. Aparecen y desaparecen al instante, dejándonos un regusto de curiosidad insatisfecha. Se les nombra por primera vez cuando mueren, y ahí queda todo. ¿Qué historia habrían contado ellos? ¿Qué penurias pasaron, y qué alegrías conocieron en su profesión?¿Fueron víctimas de un escarmiento arbitrario o apoyaban el espíritu subversivo del autor del texto que les costó la vida?
Un apasionante libro de memorias da voz a los libreros de otra época incierta, caótica y autoritaria: la España del siglo XIX que salía del reinado absolutista de Fernando VII. El autor, George Borrow, al que los madrileños llamaban "don Jorgito el inglés", vino a nuestro país enviado por la British and Foreign Bible Society con la misión de difundir los libros sagrados en su versión anglicana. Borrow recorrió la geografía de la península por caminos polvorientos y casi clandestinos para ir depositando sus ejemplares de la Biblia en las principales librerías de capitales y pueblos. Entre un paisaje abigarrado de venteros, gitanos, meigas, labriegos, arrieros, soldados, contrabandistas, bandoleros, toreros, partidas carlistas y funcionarios cesantes, retrata el famélico mundo editorial que conoció. Al publicar en 1842 el relato de sus viajes peregrinos, La Biblia en España, afirmó sin rodeos: "la demanda de obras literarias de cualquier género es en España miserablemente reducida".
La obra despliega una impagable galería de libreros que hablan en primera persona, testarudos, quejosos, maltratados -y, en algún caso, inquietantes-. El librero de Valladolid, "hombre sencillo, de corazón bondadoso", solo podía dedicarse a la venta de libros en combinación con otros negocios heterogéneos, ya que la librería no le daba para vivir. Borrow logró que un intrépido librero de León aceptase vender sus biblias anglicanas y anunciarlas. Pero los leoneses, "furibundos carlistas, con raras excepciones ", incoaron un proceso ante el tribunal eclesiástico contra su heterodoxo convecino. El librero, lejos de acobardarse, sostuvo el reto y llegó hasta fijar un anuncio en la misma puerta de la catedral. En Santiago de Compostela, Borrow trabó amistad con un veterano del oficio, que lo llevaba a recorrer las cercanías de la ciudad durante los suaves atardeceres veraniegos. Tras varias caminatas, se atrevió a hablarle a corazón abierto y confiarle las persecuciones sufridas: "Los libreros españoles somos todos liberales. Somos muy amantes de nuestra profesión y, más o menos, todos hemos padecido por su causa. Muchos de los nuestros fueron ahorcados en los tiempos de terror, por vender inofensivas traducciones del francés o del inglés. Yo tuve que huir de Santiago y refugiarme en la parte más agreste de Galicia. A no ser por los buenos amigos, no lo contaría ahora: con todo, me costó mucho dinero arreglar el asunto. Mientras estuve escondido, se hicieron cargo de la librería los funcionarios de la curia eclesiástica, y le decían a mi mujer que era menester quemarme por haber vendido libros malos".
El más oscuro de todos -un Sweeney Todd ibérico- fue el librero-barbero loco de Vigo, que según le cuantan a Borrow, igual te vendía un libro que intentaba rebanarte el cuello so pretexto de afeitarte. No queda claro de qué dependía la actitud amable u homicida del buen hombre. Me pregunto si su menguante clientela se jugaba el pescuezo al opinar sobre literatura.
Hay casi mil ochocientos años de distancia entre Domiciano y Fernando VII, pero la historia respira una atmósfera compartida. En épocas tiránicas, las librería suelen ser lugares de acceso a lo prohibido y, por tanto, despiertan sospechas. En épocas de fobia al influjo extrajero, son puertos en tierra firme, pasos fronterizos difíciles de vigilar. Las palabras forasteras, las palabras repudiadas o incómodas encuentran allí su escondrijo....
El infinito en un junco
La invención de los libros en el mundo antiguo
Irene Vallejo
Llegué a este texto justamente leyendo el extraordinario libro El infinito en un junco de Irene Vallejo
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