martes, 5 de mayo de 2020

Alba Rico: “Nadie nos ha enseñado a morir. En Occidente hemos vivido durante décadas muy protegidos de la realidad”

Alba Rico: “Nadie nos ha enseñado a morir. En Occidente hemos ...
Santiago Alba Rico. Fotografía cedida por el entrevistado
Santiago Alba Rico (Madrid, 1960) es una de las voces más valientes, sosegadas y brillantes de la izquierda española. Filósofo y escritor, es autor de una quincena de libros –el último, Ser o no ser (un cuerpo)– y colaborador de numerosos medios de comunicación, con una especial asiduidad desde que la pandemia pusiera a los filósofos de moda. “Muy mal deben estar las cosas para que nos llamen”, ironizaba hace semanas. Vive desde hace casi dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra, pero la pandemia le sorprendió con su familia en Ávila, donde permanece confinado desde el inicio de la cuarentena: “Con la mitad de mi biblioteca”.

En esta entrevista mantenida por videoconferencia, repasa las múltiples derivaciones de una crisis que conjuga la doble condición de ser tan vieja como el ser humano y, al mismo tiempo, desconcertantemente novedosa para una generación que se creía inmune al dolor, al sufrimiento y a la muerte. “En Occidente, hemos nacido durante décadas con derecho a la inmortalidad y a asistir al Apocalipsis”, ironiza.

Muchos creíamos que el sistema capitalista sufriría un colapso en forma de guerra. Terminó siendo un virus el que nos ha paralizado de la misma forma, aunque sin la violencia y la incertidumbre que genera un conflicto, pero nos ha desvelado que somos vulnerables. ¿Cree que esta bofetada de realidad se traducirá en más humildad o que se olvidará tan pronto haya vacuna? 
Tengo muchas dudas al respecto. En Occidente hemos vivido durante décadas muy protegidos de la realidad, en una ilusión de invulnerabilidad e inmortalidad que nos ha impedido identificarnos o ni siquiera reconocer el dolor de los otros. Como explicaba en un artículo, negar la mortalidad es indisociable de la existencia misma, no podemos estar todo el tiempo pensando en la muerte, pero durante muchas décadas en Occidente hemos estado rodeados de cadáveres que veíamos a través de murallas transparentes, como son la televisión o las redes, que nos permite asistir a las cosas pero no vivirlas.

Esta crisis, sobre todo a este lado del mundo, es un varapalo muy profundo, relacionado con lo antropológico y lo metafísico. Como hemos estado siempre muy protegidos, hemos tenido una existencia aérea, desprovista de cuerpo, convencidos de que los cuerpos los tenían los otros: los inmigrantes, los refugiados, aquellos que quedaban atrapados en las fronteras, los terroristas. Y de pronto hemos descubierto que tenemos cuerpo, y que es vulnerable, y su vulnerabilidad se pone de manifiesto no por la mala voluntad de quien gestiona la crisis sino por una contingencia. Teníamos la convicción en Occidente de haber suprimido las contingencias, tras décadas no ya sin guerras –con la excepción de los Balcanes– sino desinfectadas de toda amenaza. Este descubrimiento de la vulnerabilidad nos deja desarmados, a la intemperie.

Es difícil saber qué va a salir de aquí. Ha habido una emocionante convicción de Humanidad común, sobre todo en los primeros días o semanas, algo que ocurre en guerras y revoluciones. Son los cambios de los marcos de la sensibilidad colectiva que surgen cuando mucha gente comparte al mismo tiempo algo real, sea favorable o desfavorable. Esa convicción de humanidad común ha dejado paso, por usar el símil de las revoluciones, a una burocratización de la realidad común a medida que se prolonga el confinamiento. Nos cansamos e interviene todo aquello que inicialmente había quedado fuera y que tiene que ver con la política, con el modo en que unos y otros usan la política a su favor en una situación de crisis, y con consecuencias económicas y sociales muy difíciles de medir porque no solo hay una primera división entre los confinados y los que no pueden estarlo porque tienen que trabajar, también hay una diferencia en la primera categoría, entre quienes pueden confinarse en casas con o sin jardín, con o sin balcón, pueblo o ciudad, en situaciones familiares difíciles, matrimonios mal avenidos, soledades…

Todo es una fragmentación de esa humanidad común que en estos momentos está unida por la vía tecnológica, lo cual me preocupa un poco. Creo que hay medir las consecuencias del confinamiento en términos tecnológicos porque ya veníamos de una tentación de confinamiento tecnológico, sobre todo para las nuevas generaciones que han crecido moldeadas por el mundo de las redes y las nuevas tecnologías. El hecho de que esta humanidad fragmentada esté viviendo algo, toda ella al mismo tiempo, a través de las nuevas tecnologías va a hacer difícil la desescalada en términos antropológicos. Por un lado, y esa es la paradoja, hemos recuperado el cuerpo en confinamiento, conectado a otros cuerpos por vías tecnológicas que de alguna manera nos descorporizan, y habrá que recuperar el cuerpo y todas las realidades que hemos dejado fuera, y que tienen que ver con las desigualdades, con las guerras, con los refugiados… A mí me ha desconcertado todo un poco, porque pensábamos que una crisis capitalista se iba a resolver a través de la guerra, y nos encontramos con un horizonte de catástrofe estructural. Por eso no sé si vamos a recuperar nunca la normalidad.

Me choca el empeño de los políticos en volver a la normalidad, dado que esa normalidad aumenta nuestra vulnerabilidad al virus, y también la percepción de que nos encontramos ante algo sin precedentes, dado que las pandemias han acompañado al ser humano a lo largo de la historia y diezmando, muchas de ellas, a un importante porcentaje de la población mundial. Yayo Herrero escribía sobre los monstruos de la normalidad –los recortes, las residencias, el clero que rechaza derechos básicos– y la oportunidad de oro que tenemos para ser conscientes de que nos rodean. ¿Vamos a rechazar la anormalidad en la que vivíamos o nos vamos a resistir a evolucionar, por miedo al cambio?
La normalidad era una realidad monstruosa que todos habíamos asumido con más o menos mansedumbre, resignación o incluso algunos con mucho entusiasmo. Siempre nos lamentamos desde los sectores progresistas de la falta de un proyecto colectivo común que sirviera para transformar esa monstruosidad que llamábamos normalidad. Pero no estamos ahora en mejores condiciones para construirlo. En confinamiento, habría que aprovechar este vacío, la ralentización de la vida en general y de los ciclos económicos con las consecuencias colaterales que conocemos, para hacerlo. La cuestión es si tenemos los medios, en términos de organización política, para hacerlo. Quienes tienen los medios son quienes siempre los han tenido. Más bien pensaría en cómo utilizar las divisiones que producen en las propias clases dirigentes cualquier situación de crisis. No creo que estemos en ventaja, incluso si hay una sensibilización o una conciencia mayor de la vulnerabilidad y de la responsabilidad humana y estructural en la pandemia. No estoy seguro de que tengamos los recursos organizativos ni colectivos para introducir una nueva normalidad.

Lo que sí creo es que podemos aprovechar esas divisiones entre las clases dirigentes, a nivel nacional e internacional, incluso dentro de los gestores del sistema económico mundial, para hacer entender a escala global que el interés de todos, no solo de las víctimas de siempre sino incluso de los beneficiarios del sistema, radica en que el modelo es insostenible. Creo que estamos atrapados, eso que define tan bien la frase de Kafka de que “el capitalismo es un estado del mundo y un estado del alma”. Es una situación en la que el mundo y el alma se quedan un poco desnudos, a la intemperie, pero no tenemos recursos para que cambie. Hay que pensar en cómo aprovechar este vacío para impedir que la máquina se vuelva a poner en marcha, o al menos no a la velocidad en la que venía funcionando.

Quizás sería tan fácil como observar. Señalaba en un artículo la disminución de ictus que están registrando los médicos, y que solo se puede atribuir a una disminución del estrés, de la ansiedad que nos produce lo cotidiano, la carrera contra el tiempo, el trabajo… ¿No habría que deducir que el sistema es nocivo para la salud física y mental?
Sin duda alguna. Estamos descubriendo que si se ralentiza esa máquina, nuestros cuerpos y el medio ambiente sufren menos, pero ¿qué podemos hacer para no engranar de nuevo en esa maquinaria? ¿No nos va a costar trabajo reconocer incluso que el confinamiento, para muchos, ha sido una fuente de salud? Nos ha puesto en contacto con los hijos, y hemos descubierto hasta qué punto la escuela pública es esencial, hemos descubierto esa vida desmedicalizada de la que hablaba en mi artículo, que me parece fundamental, y la necesidad de correr riesgos, de hacer sacrificios y no ser sacrificados por el sistema. Pero no estoy seguro de que la simple conciencia de la salud, la limpieza o la renovación climática sea suficiente como para evitar que quienes tienen los medios impongan una nueva normalidad, como dice Sánchez, lo cual es un oxímoron porque si es nueva no es normal, pero que va a ser nueva en la medida en la que va a entrañar de entrada un agravamiento de las desigualdades y también una tentación doble de confinamiento político nacional y por otro lado de autoritarismo, de utilizar la aplicación eficaz de medidas sanitarias de emergencia como pretexto para prolongar la emergencia, no digo en España que tiene menos posibilidades de que ocurra en otros países, pero sí en general. Como discurso global se aprecian las dos tentaciones, la político-económica del confinamiento en la soberanía nacional más que en cooperación institucional internacional como demuestra el caso de la UE, y por otro lado la tentación del identitarismo y el autoritarismo.

Tanta evolución científica, tantos viajes espaciales, tanto dinero invertido en armas… y resulta que es una pandemia la que nos doblega, y el único método eficaz para combatirla es el mismo que se emplea desde la antigüedad, el confinamiento. Por supuesto que la mortalidad se ve drásticamente rebajada gracias al sistema sanitario, a la ciencia, al sistema de bienestar social que disfrutamos en Europa, pero ¿no es un puñetazo contra nuestro orgullo eurocentrista y supremacista el hecho de que nuestro dinero y tecnología no nos impida morir de coronavirus igual que se muere en África?
No te quepa duda. El primer artículo que escribí sobre esta crisis, cuando comenzó en Wuhan, versaba precisamente sobre cómo la pandemia nos descubre la antigüedad de nuestro mundo, nuestro parentesco con los antepasados más remotos y la continuidad entre el Paleolítico y nosotros. Para un mundo como el nuestro, que vive de la constante novedad, que rumia y evacúa permanentemente y olvida nuestro pasado más reciente, esto implica una humillación. Creo que eso explica de alguna forma las teorías conspiratorias, algo muy antiguo que ha acompañado a otras pandemias. Una situación de amenaza y de inseguridad activa la necesidad de buscar culpables, un enemigo concreto, y por tanto de lanzar bulos conspiratorios sobre la responsabilidad.

Pero hay otra fuente que tiene que ver con la convicción de los occidentales de que habíamos controlado y vencido de forma definitiva a la naturaleza. No nos podemos creer que surja un virus que ni siquiera la OMS conoce bien, que se comporta de forma extraña, que no se puede combatir de forma inmediata y eficaz. Esa convicción ilusoria de haber vencido definitivamente a la naturaleza nos hace incapaces de creer que la naturaleza nos amenace con un virus que no podemos controlar. Preferimos creer que si hay algo sorprendente ha sido producido por el ser humano. Creo que tiene que ver con la negación ilusoria de la corporalidad, del derecho adquirido e incuestionable que tenemos los occidentales de encontrar una solución hollywoodiana a nuestros problemas, un deus ex machina, una prótesis, una solución médica o tecnológica. En esta ocasión las hay, pero llevan su tiempo y además dependen de muchas decisiones de expertos y políticos que se pueden equivocar. Por lo demás tiene una consecuencia política: en una situación de desconfianza institucional como la que se vive en toda Europa esa inseguridad es fácilmente manipulable por aquellos que quieren debilitar aún más las instituciones.

En esa búsqueda del enemigo hemos pasado de responsabilizar a los chinos a culpar al ‘bicho’. Me choca que se califique a un virus de forma peyorativa, como si fuera irrelevante y despreciable cuando no es ninguna de las dos cosas dada su tasa de contagio. ¿Es un mecanismo psicológico?
Hay varios elementos cruzados. Uno tiene que ver con la incapacidad humana de representar una abstracción, nuestro cerebro necesita manipular cosas concretas. Parafraseando a Gaston Bachelard, pensamos contra el cerebro. El cerebro es binario, dicotómico, maneja objetos y los distribuye en el espacio. Cuando pensamos más allá, de alguna forma lo hacemos contra el cerebro. Creo que tiene que ver con la condición humana y con la antropología. Necesitamos configurarnos identitariamente frente a un antagonista que tiene que parecerse a nosotros para poder convertirse en lo contrario a nosotros. Debe ser humano para luego ser desplazado fuera de lo humano, como hacemos a través de los mecanismos racistas. Por ahí se deslizan también los discursos de orden militar y belicista, que considero muy equívocos y peligrosos. Y luego se añade el elemento racista y xenófobo. Siempre hemos usado metáforas sanitarias para destruir a otros –los nazis llamaban chinches o insectos a los judíos– y ahora nosotros queremos convertir a los virus en humanos prosopopéyicos mediante metáforas bélicas.

Luego están las contradicciones del mundo científico, muy lógicas teniendo en cuenta que se investiga la enfermedad a medida que se trata, porque es nueva e imposible de anticipar. Tenía la esperanza de que la pandemia revalorizase a los expertos, tan estigmatizados por una sociedad que solo tiene certezas basadas en mensajes descontextualizados, no en información, y que valoraba hasta ahora el éxito efímero y la exaltación mucho más que la experiencia y el sosiego. ¿Esta situación generará más o menos confianza en los científicos?
Dependerá de cuánto tarde en resolverse y en qué medida se trate de una solución definitiva. Por un lado, veo necesidad de autoridad científica y por otro, por estos motivos atávicos, antropológicos y muy occidentales, hay otros que están buscando culpables. Me gustaría pensar que tanto los que apreciamos como quienes odian a Fernando Simón lo hiciéramos con fundamento científico, a partir de la aceptación o el cuestionamiento razonado de su discurso científico, y me temo que ni unos ni otros lo hacemos. Quienes lo apreciamos lo hacemos porque infunde serenidad, porque tiene autoridad moral, y los otros lo odian porque forma parte de un Gobierno al que odian y al que consideran culpable de la crisis. Me da miedo que haya una relación inversamente proporcional entre la confianza ciega previa en el poder omnipotente de la Medicina y esta decepción que todos sentimos viendo cómo un virus puede amenazar nuestras vidas como no lo había hecho nunca antes un tanque.

Hemos pasado de un shock inicial, de una o dos semanas, donde no nos atrevíamos a opinar sobre el fenómeno, a ser todos expertos capaces de cuestionar a científicos o biólogos y epidemiólogos sin herramientas para evaluar porque el virus es nuevo. Ideas tan descabelladas como la guerra biológica están calando. ¿Qué nos lleva a evadir la búsqueda de la verdad para confirmar nuestras opiniones? 
Yo creo que es fundamentalmente el miedo. Conozco a gente muy afín, de enorme sensatez que, de pronto, prefiere creer y busca pruebas para poder creer que esto ha sido elaborado por China en un laboratorio. No ya que se trate de la posibilidad remota de que se les hubiera escapado un virus natural, sino que ha sido fabricado. Creo que es por miedo, porque necesitamos que haya una voluntad, porque las voluntades son persuadibles, combatibles, vencibles. Preferimos siempre que detrás de una amenaza haya una mala voluntad a que haya una contingencia que no podemos controlar.

Esa reacción patriótica en respuesta a una enfermedad, las banderas, el regreso a la tribu que siempre se impone cuando las cosas se tuercen y nos sentimos amenazados como colectivo, ¿está siendo exacerbado por el discurso político? Y el miedo a lo invisible, ¿está siendo explotado por los políticos, sobre todo por la oposición?
A mí me parece evidente. Creo que es muy criticable el discurso y el despliegue militar que ha hecho el Gobierno, aunque interpreto que también lo hace en el marco de la lucha ideológica para no dar una baza a la oposición, a la derecha más beligerante, para apropiarse simbólicamente de algo que siempre han querido apropiarse, incluso materialmente, las derechas de nuestro país. Pero creo que no debe haber muchos países donde, en el contexto de la pandemia, se esté desarrollando una política de derribo tan concienzuda que pasa por la difusión de fakes y de bulos. Hablábamos de los atavismos, y de la convicción de la omnipotencia decepcionada, pero junto a esas dos fuentes de teorías conspiratorias se suma esta otra, los bulos, que creo que es una estrategia premeditada de derribo de un Gobierno frente al cual hay que reservarse el derecho a la crítica pero que no parece que esté haciéndolo mucho peor de lo que pide la OMS al mundo.

Me preocupa que hay una ideologización de una tragedia que no es responsabilidad de nadie, aunque habrá que buscar responsabilidades anteriores que tienen que ver con el desmantelamiento del sistema de salud pública en España, pero ideologizar una tragedia en la que han muerto 20.000 personas y que ha establecido una situación de excepción en la que los hijos no pueden despedirse de los padres es miserable y deplorable. Y también muy inquietante, porque no sé qué tipo de normalidad se restablecerá, pero habrá que seguir haciendo política en España, seguir la actividad parlamentaria, pactar presupuestos, y celebrar tarde o temprano elecciones. Todo, en el contexto de una Europa muy fragmentada en la que los neofascismos y destropopulismos están haciendo grandes avances. No debemos olvidarnos de eso. Tanto más, cuando en el marco de la pandemia vemos una estrategia de la derecha para debilitar a las instituciones democráticas.

Se alaba mucho la resiliencia en estas circunstancias, la buena voluntad, el trabajo bien hecho, se califica de héroes a profesionales que se limitan a hacer su trabajo lo mejor que saben, que es en definitiva el objetivo último que nos debería mover a todos. Nos sorprende y causa admiración la eficacia, ¿qué dice eso de la sociedad?
Creo que se explica porque necesitamos héroes, y a eso se suma una gran dificultad para entender el concepto de responsabilidad, que creo que está relacionada con un déficit de cultura democrática. Entendemos mejor el concepto de culpabilidad y nos resulta muy fácil echar la culpa a otros, y por eso buscamos culpables y héroes, porque son dos extremos de la misma lógica. Entender el concepto de responsabilidad es más complicado: yo aplaudo para agradecer el sentido de la responsabilidad ciudadana de los médicos, pero es cierto que la única forma de agradecerlo es con más recursos económicos para garantizar una sanidad pública capaz de proteger a todo el mundo. Entre la culpa y la santidad, hay que recordar el concepto de responsabilidad.

Alabar esa bondad, buscar los gestos más generosos de la sociedad –héroes, aplausos– es un intento de no enfrentarnos a la parte más negativa? Si la mayoría fuera, como indican los medios, tan generosos y positivos, no se habría documentado un aumento de la violencia machista durante el confinamiento que la ONU calcula en un 20% a nivel mundial.
El dato ilumina muy bien esta contradicción. Admiramos a los héroes de los hospitales mientras pegamos a nuestras mujeres, lo cual es bastante desalentador. La situación de confinamiento ha debido generar tragedias de las que sabemos muy poco. Pero es muy importante recordar que quienes están haciendo su trabajo, los médicos, las cajeras, los transportistas, no lo hacen como Don Quijote o Ignacio de Loyola por una decisión mística de sacrificio o abnegación, sino porque es su trabajo y, en muchos casos, la única manera que tienen de alimentarse. En el caso de los médicos cabe esperar un elemento de vocación, pero sobre todo hay una asunción de la responsabilidad que entraña el compromiso con el trabajo que uno está haciendo. No está mal recordar que salvan vidas, y que sufren, porque lo que más me llama la atención es el sufrimiento de la mayor parte de los sanitarios no ya por temor a contagiarse, sino por no poder salvar todas las vidas y ver sufrir a otras personas.
Valdrá la pena que se nos cuente, cuando pase todo, qué cambios ha introducido en la percepción de la práctica clínica entre los sanitarios, y espero que lleve a cuestionar el sistema del que veníamos porque, por un lado, debilitaba claramente la sanidad pública privándola de recursos y, por otro, había generado un sistema tecnológico protocolizado en el que uno iba a la consulta sin cuerpo, con órganos pero sin cuerpo, un sistema en el que nadie reconoce nuestra fragilidad, flaqueza o vulnerabilidad. Se nos hacen pruebas que se consultan en ordenadores y se aplican protocolos. Creo que esta experiencia del sufrimiento puede servir para que los médicos se replanteen su propia práctica médica.

Me choca el miedo a morir y el tabú de la muerte, que data ya de varias décadas. Hemos confeccionado una sociedad aséptica a la que le cuesta ver imágenes de nuestros muertos, calificamos de carroñeros a los periodistas y fotógrafos, pero nos resultan indiferentes los muertos de otras nacionalidades. ¿Es hipocresía o debilidad social? ¿Nos hace eso menos resilientes en bloque, como sociedad? 
Casi preferiría que fuera hipocresía, pero creo que tiene que ver con el hecho de que hemos vivido en una ilusión de inmortalidad permanentemente alimentada por el acceso a mercancías baratas, la publicidad, prácticas higiénicas y deportivas, cirugía estética y una medicina omnipotente que cada vez progresaba más. Hemos vivido en una burbuja muy bien blindada dentro de la cual ni delante de los cadáveres vistos a través de las murallas transparentes de los medios de comunicación nos sentíamos interpelados por la muerte. Creo que no podríamos sobrevivir si fuéramos siempre conscientes de nuestra mortalidad, pero sí que creo que hay que recordar que en la historia de la Humanidad las pandemias han sido parte de la normalidad. Cuando sí se tenía la sensación de vulnerabilidad física y la longevidad era más baja, cuando en Europa la gente nacía y moría en sus casas, creo que había una conciencia de la fragilidad del cuerpo y de la muerte que hemos perdido. Se puede criticar el cristianismo desde muchos puntos de vista, pero el mundo cristiano medieval estaba muy pendiente de la muerte, no para evitar que a través del pecado uno fuera condenado al infierno, sino de cómo se entrelazaban la vida y la muerte en las vidas cotidianas de los europeos. Había que aprender a morir y la vida consistía también en un aprendizaje de las letras, los afectos, la cultura, la ciencia y también de la muerte. Hemos aprendido letras, afectos, ciencia y cultura pero nadie nos ha enseñado a morir, y creo que esa es una asignatura pendiente de Occidente.

También sorprende la reivindicación de los derechos de los niños en estas situaciones. Me temo que son quienes mejor lo llevan, ya que son resilientes por naturaleza y tienen mucho menos margen de comparación que los adultos. Ese sobreproteccionismo, ¿no les debilita? 
Todos hemos querido evitar a nuestros hijos los pequeños problemas que hemos tenido nosotros, y eso les ha llevado a estar hiperprotegidos. No sé si se ha gestionado bien la pandemia con los niños, porque veníamos de un mundo en el que se idolatra a la infancia, pero que oculta una dejación de responsabilidad muy grande, a veces por razones laborales y otras antropológicas. Se ha abandonado a los niños en manos de multinacionales del entretenimiento, o gadgets tecnológicos, y nos hemos ocupado poco de ellos al tiempo que los idolatrábamos. Lo que me preocupa de la pandemia es que creo que es muy insostenible que niños pequeños vivan confinados con sus padres más de 15 días, porque lo que al principio es un privilegio al final se convierte en una pesadilla para padres e hijos, y porque esos padres confinados siguen trabajando pero al tiempo son profesores interinos, policías interinos, padres interinos…

Todas las madres queremos proteger a nuestros hijos de todo mal, pero si somos incapaces de protegernos a nosotros mismos, ¿cómo vamos a protegerles? Esa percepción genera mucha angustia, y esa angustia en un mundo muy tecnologizado ha generado una hiperprotección distante, sin tiempo, sin afecto inmediato y sin todas aquellas cosas que nunca tuvieron los niños hasta mediados del siglo pasado, pero que no les estamos dando por motivos muy diferentes. Antes, a los niños les robaba la infancia el hambre, la miseria y la desgracia, y ahora se la roba Disney o los dispositivos electrónicos.

Hace medio siglo, la pandemia hubiera sido explicada como la ira de los dioses. Hoy, salvo excepciones, las Iglesias guardan un escrupuloso silencio y delegan en manos de la ciencia. ¿Cree que va a erosionar su credibilidad, o serán compatibles ambas en el futuro?
A mí también me ha sorprendido el laicismo con el que se ha afrontado la crisis desde la Iglesia. Quiero creer que tiene que ver con el pontificado del papa Francisco, quizás de las voces políticas más sensata y comprometida del mundo, con una batalla muy dura en el Vaticano y entre los católicos de Italia. El hecho de que la pandemia haya ocurrido durante su pontificado garantiza de alguna manera que la Iglesia no explote esta vez el sufrimiento de los seres humanos en su favor. El papa Francisco está dando instrucciones para que la Iglesia no intervenga, mientras que en otros lugares, como en América Latina, los evangelistas en cambio sí que están haciéndose eco de discursos de pandemias anteriores, atribuyendo a los pecados la pandemia y confiando la curación a la expiación de los pecados.

El 70% de las víctimas han muerto en residencias para mayores. Parece que la sociedad intuía las condiciones en los centros, pero no se pensaba en ello porque es más fácil aparcar a nuestros mayores para centrarnos en nuestras prioridades, el individualismo, el beneficio inmediato, el hedonismo… Pero no hemos caído en que alimentando este sistema decadente, nos condenamos cuando envejezcamos a ser víctimas de esa misma política. 
Es lo que más me ha impresionado de esta crisis, la muerte de miles de ancianos en residencias. En términos etimológicos, es un holocausto, por supuesto eliminando cualquier referencia al exterminio judío. En términos históricos y religiosos, holocausto tiene que ver con la idea de sacrificar a un determinado conjunto de la población, esa idea de sacrificio con cuchillo, y me quedo con la sensación de que hemos asesinado con cuchillo a miles de ancianos. Y eso obliga a una reflexión mucho más compleja y muy difícil desde el punto de vista ético. De alguna manera, hemos abandonado a los ancianos en residencias porque nuestra vida discurre por ámbitos en los que no cabe el cuidado de los cuerpos, y por otro tiene que ver con la medicalización de la vida. La prolongación de las vidas en Occidente hace que haya cada vez más personas con alzhéimer que tienen que ser cuidadas. Hay que pensar cómo planteamos nuestra relación con la muerte y con vidas cada vez más longevas. También creo que hay que otorgar a los ancianos el derecho a vivir solo cuanto quieran, no más allá de lo que querrían vivir, y esa es una cuestión muy complicada que merece la pena pensar.

La prolongación de la vida, que es un privilegio, plantea problemas de cuidados que no se pueden resolver como se hacía antes, injustamente a través de hermanas, madres o tías. No tiene fácil solución, pero creo que en las últimas dos décadas hemos depositado el cuidado de nuestros ancianos en otras manos, que no son ni las de los médicos ni las del patriarcado clásico, nuestras tías o hermanas o madres, sino las tías, hermanas y madres de personas que viven en Latinoamérica o en Asia y que vienen a nuestros países para mantener a sus hijos mediante el cuidado de nuestros mayores. Y eso es una grave acusación contra todos nosotros. Más allá de las responsabilidades políticas y económicas, que tienen que ver con la privatización de los cuidados, está nuestra propia responsabilidad. Deberíamos sentirnos muy interpelados por esta hecatombe, porque es como si hubiéramos degollados con nuestras propias manos a miles de ancianos.

Fuente: https://www.lamarea.com/2020/04/30/alba-rico-nadie-nos-ha-ensenado-a-morir-en-occidente-hemos-vivido-durante-decadas-muy-protegidos-de-la-realidad/

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