miércoles, 26 de abril de 2017

Queremos tanto a Stefan

<p>Stefan y Lotte Zweig</p>
Stefan y Lotte Zweig
University Salford Press Office
 Amamos mucho a Stefan Zweig, cómo no amarle. Zweig nos ofrece un consenso y un espejo a la vez, un modelo de conducta, un ideal moral y un reconocimiento que lima todas esas rebabas éticas sucias que a los europeos se nos quedan por las esquinas del cuerpo. Pero le queremos ahora, cuando es fácil quererle. Le queremos leyenda, pero no sé si le quisimos cuerpo. Le queremos setenta y cinco años después de su suicidio, pero no le quisimos lo bastante hace setenta y cinco años, cuando estábamos a tiempo de evitar ese suicidio.

Qué tontería. Hace setenta y cinco años no estábamos por aquí, no podemos culparnos de haber descuidado a quien no tuvimos ocasión de socorrer, pero de alguna forma intangible y clara al mismo tiempo, su cadáver sigue apelándonos hoy. De ahí sus reediciones, de ahí sus citas, de ahí la película sobre sus últimos años, de ahí estas mismas líneas.

Zweig no fue el mejor escritor de su tiempo. Ni siquiera fue el mejor escritor en alemán de su tiempo. Ni el austriaco. Ni, desde luego, el mejor escritor judío austriaco de su tiempo. En todos los subconjuntos donde podamos incluirlo, hubo mejores escritores que él. Sí fue, sin duda, el más popular y uno de los más ricos, y quizá uno de los ejemplos más acabados de intelectual que ha dado la cultura europea. Podría incluso decirse que la figura del intelectual culmina y se acaba con él, que lo de después de la guerra ya no son intelectuales en el mismo sentido, que lo que viene después es un gallinero estético y filosófico que fermenta como hongos en las zonas peor ventiladas de los partidos políticos, con los existencialistas como especie más resistente a los antifúngicos. Porque si nos interesa y emociona Zweig hoy, si sus libros siguen vendiéndose por millones en Francia y en otros lugares, es por esa forma tan suya de suicidarse y por la elegancia con que dejó un testamento en forma de un libro que ningún europeo (ni persona, creo) puede leer sin rascarse con incomodidad la cabeza. Sin El mundo de ayer y sin esa foto en Petrópolis, nadie se acordaría del pobre Zweig.

 Leemos a Zweig porque nos reconocemos en su desconcierto, en esa forma de medir los pasos al sentir el suelo inestable, en el deslumbramiento al no reconocer una ciudad que una semana antes era la propia y que se ha vuelto extranjera. Más allá de los paralelismos de esta época con la de entreguerras del siglo XX, con la pujanza de movimientos violentos, amenazas militaristas, tensiones, pauperización y todos esos etcéteras, acudimos a Zweig para constatar nuestro asombro. No buscamos en él respuestas, porque ni las tiene ni las ofrece, sino la sensación de no estar solos en esta Europa que no entendemos, que no se parece en nada a la que crecimos y que amenaza con no sobrevivirnos.

 Como Zweig en el exilio, nos refugiamos en una nostalgia que a veces adopta formas combativas, pero que, como toda nostalgia, es puramente defensiva, un acto reflejo de parar un golpe. Evocamos nuestro mundo de ayer mismo y nos preguntamos qué fue de él, qué nazis prohibieron nuestros libros, qué Blitz destruyó nuestra casa y qué diablos vamos a hacer en un presente hecho ruinas donde no nos queda ni la promesa vaga de una pensión. Me pregunto qué nos lleva a consolarnos en la desgracia (mayúscula, peor que la nuestra, varios puntos por encima en la escala apocalíptica) de un escritor judío austrohúngaro que no fue capaz de reunir la fortaleza de ánimo para arrastrarse unos años en el exilio. Por qué su lectura nos reconforta, si anuncia algo irremediable, si agota toda posibilidad de optimismo. Me lo sigo preguntando mientras vuelvo a él de nuevo, a ese monumento que es El mundo de ayer, a ese eterno retorno de gloria y muerte que es nuestra propia historia.

Fuente: http://ctxt.es/es/20170419/Firmas/12320/stefan-zweig-el-mundo-de-ayer-libro-sergio-del-molino.htm#.WQBT-YOuCXN.twitter

No hay comentarios:

Publicar un comentario