“No nos dijeron que nos llevaban a la
cárcel de Saidnaya. Si los presos escucharan eso, algunos podrían
suicidarse”. Al informático Kays Al Morad, lo detuvieron en
febrero de 2012 por ser originario de un pueblo donde se habían
producido manifestaciones contra el régimen y porque algunos de sus
amigos habían huido a las zonas rebeldes. Aquel 18 de febrero fue el
comienzo de unos años durante los cuales “muchas veces lo único que
quería era morir”. Estuvo primero en un centro de la policía del
régimen, en Sasaa: “Me lo quitaron todo y me metieron en una celda
minúscula; cuando entré en ella, me di cuenta de que estaba caminando
sobre personas. No podía ver nada, tenía los ojos vendados.”
Desde allí lo trasladaron al centro de interrogatorios número 93, en el que pasó tres meses, antes de ser enviado a Saidnaya.
“En este centro, se me iluminó la cara porque vi a otros detenidos, no
sólo a los torturadores. Me llevaron a una habitación muy pequeña, de
menos de dos metros cuadrados, donde había ocho personas. No podías
sentarte; si uno de nosotros se sentaba, los otros tenían que ponerse de
pie. Durante todo este tiempo no me dejaron hablar con nadie, sólo con
los que me interrogaban. Te pegaban, caías al suelo y volvían a pegarte,
durante horas”.
Lo obligaron a firmar un papel cuyo
contenido desconocía y lo trasladaron a Saidnaya. “A los coches que
llevan a los presos a Saidnaya les llaman los coches de carne, porque
son como cajas dentro de las cuales las personas se amontonan una sobre
la otra”, explica Kays. Afirma que todos los detenidos reciben al
llegar una sesión de tortura, a la que llaman “fiesta de
bienvenida”. “Nos quitaron la ropa, nos pusieron en fila, cada uno
enganchado a las esposas de otro. La cabeza agachada, los ojos vendados,
nos hicieron bajar dos pisos en el sótano. Nos metieron en una rueda,
de modo que tu cabeza toca tus pies, y nos golpearon con una cinta de un
tanque, de hierro", describe.
Kays asegura que en la prisión de Saidnaya
"no puedes dejar escapar el más mínimo gemido cuando te torturan; si
gritas, o si dices algo, te torturan aún más. Es una regla de la
prisión. Sólo escuchábamos el sonido del golpe contra el cuerpo del
detenido y nada más; si alguien decía una sola palabra, saltaban sobre
él cinco o seis guardias y lo golpeaban hasta matarlo. Me
pegaron hasta que perdí la conciencia. Luego me arrojaron a una
habitación en la que había unas diez personas. Teníamos que permanecer
en silencio. Nos torturaron durante unas cuatro horas”.
Kays sobrevivió dos años y medio a la
cárcel. Su familia lo vio por primera vez a los nueve meses desde la
fecha de su detención. Hasta entonces no habían sabido nada sobre él ni
de su paradero. “Un oficial de la prisión me dijo que iba a ver a mi
familia, que no dijera nada sobre la cárcel. Que todo estaba bien. La
visita duró dos minutos. Vi a mi madre y a mi mujer. No puedo decir lo
que sentía, no podía imaginarme que iba a volver ver a mi mujer o a mi
madre, estaba seguro que me iba a morir sin verlas. En todos aquellos
meses nadie me dirigió nunca una palabra amiga”, rememora sin poder
evitar llorar al acordarse de aquello.
La habitación de la muerte
Su familia comprendió que no podía hacer
preguntas y se dio cuenta de que llevaba la misma ropa que el día de su
desaparición, nueve meses atrás. “Luego mi madre me trajo algo de ropa.
Le dije que no viniera más porque era difícil para ella y para mí,
porque ella es una mujer mayor, sufría mucho y yo podría morir tras la
visita”. Kays cuenta que si los oficiales sospechaban que el detenido
había dicho algo sobre la prisión a sus familiares, a la visita le
seguía una sesión de tortura que podía llevarlo a la muerte. De hecho, a la habitación donde los detenidos esperan antes de ver a sus familiares le llaman “la habitación de la muerte”.
Los oficiales siempre pegan a los
detenidos, explica. “Cuando un oficial te ve, te tiene que pegar, es la
norma. Un oficial de la prisión si te quiere matar, te puede matar;
cualquier oficial te puede matar en cualquier momento.” Relata que a M. Kases
lo mató un guardia una noche que estaba borracho: “A las diez de la
noche, el oficial llamó a la celda. 'M. Kases, ven, te voy a matar',
dijo. '¿Por qué?', preguntó el prisionero. 'Te voy a matar', respondió".
"Nosotros sabíamos que si un oficial venía a
esas horas a la celda, venía a matarnos a alguno de nosotros. Sólo oí
al detenido decir: 'Por favor, señor, necesito ver a mi madre'. Creo que
el oficial puso el pie en su cuello, porque oí como la voz del chico
cambiaba. Creo que ya apenas respiraba, pero aún seguía gritando. El
oficial tenía una barra de hierro y creo que le pegó en el corazón. Le
oíamos decir 'Por favor, por favor', hasta que la voz desapareció de
repente”, relata. A Kays un oficial le dijo un día que si quería
matarlo, una firma suya en un papel era suficiente para que acabase con
su vida: “No sabemos nada sobre los oficiales de la prisión, nunca les
veíamos las caras, solo escuchábamos sus voces”.
A la tortura, se añade el hambre y el frío.
Kays cuenta que los detenidos no comían casi nada durante todo el día.
Por la noche les llevaban una sopa: “Los guardias tiran la sopa
al suelo de la celda y te arrastras por el suelo a recogerla”. Salió de
Saidnaya con tuberculosis porque había vivido en una celda donde
constantemente caía agua del techo. “Cuando hacía frío, no teníamos nada
en el suelo; las mantas se ponían en un rincón y no se podían tocar
hasta que el oficial dijera que las podíamos usar. Recuerdo un enero en
que hacia mucho frío y un oficial de la cárcel nos ordenó que nos
quitáramos la ropa y que nos metiéramos todos en el espacio del lavabo.
El lugar donde está el lavabo es pequeño. Si el oficial abría la puerta
y veía que alguien no estaba allí, lo mataba. Luego ordenó a uno de los
presos que echara agua fría sobre los demás. Intentábamos acercar
nuestros cuerpos para calentarnos.”
Kays cuenta también que, en la noche de los
miércoles, los detenidos sabían que si a alguien se le ordenaba salir
de la celda, iba a ser ahorcado. “Sabíamos que era esa noche cuando ahorcaban a la gente. Los ejecutaban en otro edificio de Saidnaya, no en el nuestro”.
Recuerda que los interrogatorios con tortura llegaban a durar entre cinco y siete horas: “Las esposas
se volvían cuchillos, nos pegaban con los cables y nos colgaban del
techo. Otras veces, los torturadores ordenaban a un preso que se
arrancara el cabello o la barba o que se lo arrancase a otro detenido.
Si se oponía, era torturado”. Muchos detenidos han fallecido a causa de
la tortura, la malnutrición o las enfermedades: “No existe ningún tipo
de atención médica, y el mismo médico no difiere mucho de un
torturador. El médico pega al detenido enfermo, lo mata a golpes. Por
eso cuando un detenido estaba enfermo, normalmente no decía nada sobre
su enfermedad”.
Se encontró en la cárcel con un vecino de
su pueblo al que no había reconocido porque había adelgazado mucho;
tenia el pelo blanco, no se podía mover y estaba enfermo. “Me preguntó
si podía informar a su familia de que se encontraba muy mal y de que iba
a morir. Un mes después de haber salido de la cárcel, me enteré de que
había muerto”. Cuenta que cada madrugada, a las seis, un guardia entraba
en las celdas y preguntaba si alguien se había muerto. “Cada mañana
había un detenido fallecido. Lo envolvían en un plástico y lo ponían en
la habitación de la muerte.”
Kays no sabe quiénes son sus torturadores
ni cuál es el pasado de estos, pero espera verlos un día ante un
tribunal. ”No puedo saber si son humanos o no. ¿Por qué hacen eso? He
leído que en el pasado estuvieron durante meses en campos militares del
régimen, donde les pegaron. A mi me torturaban una hora, pero ese
torturador interrogaba a más de diez detenidos. Eso era lo que hacía
cada día: torturar durante una hora o más a cada detenido. Cuando estaba
en la prisión pensaba en Hitler, en lo que había hecho. Yo no puedo imaginar algo peor que Saidnaya”.
Kays Al Morad estuvo durante seis meses en
un hospital en la frontera turca para recuperarse de la tuberculosis y
mejorar su salud tras salir de la cárcel. Ahora trabaja en Turquía. Al
final, muestra la foto de su hija pequeña, que nació en Turquía: “Mi vida”.
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