Los apuntes de la escritora retrataron una tierra hostil cuando viajó a España en 1905, pero amable y feliz al volver en 1923
Retrato contemporáneo de Virginia Woolf. Christiaan Tonnis |
En el siglo XIX, la literatura de viajes se veía como
un arte de segundo orden, por lo que a las autoras mujeres esta les
venía bien para escribir, de forma camuflada, sobre aquello de lo que
entonces solo podían hablar los hombres. Así es, según la filóloga
Verónica Pacheco, cómo entonces empezó el fenómeno de las viajeras del sur. Desde la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, esta profesora ha elaborado la investigación La aventura andaluza de Virginia Woolf.
Enmarcados en ese género literario, el de los viajes,
se encuentran los periplos de Woolf a Andalucía. También gracias a los
avances sociales y tecnológicos de la época, estos relatos acabaron
teniendo “una repercusión enorme en la sociedad y se convirtieron, sin
saberlo, en textos subversivos dentro de ese mundo patriarcal en el que
las mujeres viven y viajan”. Pero Pacheco también enumera, entre las
dificultades que Woolf encontró en su camino, el trastorno bipolar que
la autora padecía, y que le llevó a ocupar el último eslabón del sistema
médico.
Mientras la académica investigaba sobre el relato de
Andalucía en Europa se dio cuenta de que, desde un punto de vista
literario, Woolf pisó la tierra andalusí y escribió dos ensayos sobre
ella: “Me interesó especialmente cómo Virginia daba una imagen de
Andalucía, y me detuve a analizarlos”. Al fin y al cabo, la perspectiva
de Woolf resultaba estimulante, especialmente, al tratarse los suyos dos
viajes entre los que pasaron 20 años: “Me centré en su texto y cómo
describe Andalucía en 1905 y 1923”.
El primer viaje, en 1905, fue la respuesta a un brote
depresivo, tras la muerte del padre de Virginia, Leslie Stephen. “Ella
viene con su hermano Adrian, a la edad de 23 años, cuando aún era una
jovencita victoriana, que no había salido mucho, porque en esa época los
que viajaban y estudiaban eran ellos”. Virginia no estudió, pero tuvo
la suerte de contar con la gran biblioteca de su padre, en la que
“absorbió todo el conocimiento que pudo”. Cuando muere, deciden que el
viaje puede ser bueno para “tomar el aire”. Aquella sería una depresión
de las muchas que tuvo a lo largo de su vida.
Cuando llegan a Sevilla, el 8 de abril, se hospedan en
el Hotel Roma, en el que toma una “deprimente cena” según se desprende
de su diario. Hay que tener en cuenta, tal y como explica Pacheco, que
en ese momento las calles no estaban asfaltadas y Sevilla era un
barrizal en cuanto llovía. “Caminar por la calle le parece un suplicio,
al ser ella de Londres, todo un ejemplo urbanístico, y se encuentra con
las calles embarradas, los vestidos largos. Eso le choca y sufre, porque
nunca antes había salido de su realidad”, más allá de los libros en los
que viajaba. El diario recoge que “el paisaje no es hermoso, es
desarbolado y hace calor”. Sin embargo, cuando la escritora entra en la
catedral de Sevilla para cobijarse del calor “se queda entusiasmada por
su gran tamaño”.
Algo así le ocurre en la Alhambra, que le apasiona, y
menciona: “Empequeñece al más hermoso jardín de Inglaterra y es un
precioso palacio árabe rodeado de maltrechas murallas de color ocre”. De
nuevo, la magia se queda en el icono. “Cuando llega a un pueblo perdido
de Granada lo describe con una ironía mordaz que impacta”, cuenta la
investigadora, con un entusiasmo y alegría que calan.
“El tren es horroroso, se para cada cinco minutos. Los
trenes se detienen constantemente para respirar”, apuntó Woolf. “Es
una señorita victoriana y cuando se para el tren del pueblo al que se
dirigen, se baja y resulta que nadie habla inglés”, comenta Pacheco. Y
agrega: “Ella tampoco habla español, ya que llega con su mente
colonizadora de la época”. La profesora comparte con la autora de Al faro (1927) y Un cuarto propio (1936) ciertas hazañas. “Me reconocí en ella en ese tren, un tren que además chirriaba mucho”, comenta entre risas.
La académica no es andaluza, y confiesa que coincide
con algunas de las opiniones que la autora volcó en sus textos, con esa
exquisita sensibilidad que le caracterizaba. “Yo no dejo de ser una
extraña en Andalucía, y a mí hay cosas que aún me chocan muchísimo, como
le pasó a Virginia”, explica, desde un despacho decorado con imágenes
de Woolf y Simone de Beauvoir, entre otras grandes escritoras de la
época.
Sueños quijotescos
Virginia y su hermano terminan en una posada andaluza
—que inspiraría el título del ensayo sobre su viaje, publicado ese mismo
año, An Andalusian Inn— a la que se refiere como un “desierto
arenoso coronada con un castillo moro”. La posada no era tal, sino una
casita a la que les dirigieron y donde contaron con una habitación y una
lona como puerta. Al otro lado del dintel, se encuentra un grupo de
hombres, junto al fuego, bebiendo y hablando muy alto. En opinión de
Virginia, llevada por la imaginación, no podían ser sino unos bandidos y
forajidos, dispuestos a atacarles en cuanto se quedaran dormidos. En
una carta, a su amiga Violet Dickinson, le transmite su deseo de volver a
casa. Hasta añade que “lo mejor de un viaje es precisamente eso,
volver”. En este primer viaje, tal y como explica Pacheco, la escritora
se queda en los clichés, y de ahí su decepción.
La segunda vez que vuelve a Andalucía, en 1923, lo
hace con su marido, Leonard, casi veinte años después, y por lo que se
sabe a través de una carta escrita a su hermana Vanessa, supuso “un
descanso mental”. Salir de ese Londres gris, golpeado por la Primera
Guerra Mundial y llegar a Andalucía le supone paz. Se dirigen a la
Alpujarra, a la fonda en la que vive su amigo Gerald Brenan, y ella
misma escribe “cuántas cosas han ocurrido desde entonces”, aludiendo a
su primer viaje. Así figura en To Spain, su segundo texto sobre España, y publicado ese año.
La escritora ve un cambio en sí misma y en lo que le
rodea, hasta el punto de que monta en burro para acceder a la casa de su
amigo Brenan y “el propio escritor en su libro Al sur de Granada
recuerda a Virginia corretear por el campo feliz y contenta”, afirma
Pacheco. Ese año, escribe a Vanessa que está decidida a pasar mucho
tiempo fuera de Inglaterra y afirma que “es muy fácil viajar”.
Esos 20 años encerrada en la biblioteca de su casa le
habían hecho ver el mundo con otro prisma, alejado de aquella vieja
realidad de la mujer victoriana que no podía viajar sola. “En el segundo
viaje, la escritora vino encantada”, sostiene la catedrática. Porque
importante de este último periplo es, tal y como comenta Pacheco, una
Virginia que se ha encontrado a sí misma, que ya no está “oprimida en
esos corsés victorianos, donde apenas podía moverse. 20 años después, es
una mujer libre, ve el viaje con una mente más abierta y con otra
percepción, y corretea feliz por el campo”, sonríe la profesora. Como si
la imaginara entre las higueras y los olivos de la Alpujarra granadina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario