Oporto |
Se ha dicho muchas veces, y no sin
razón: aquí el que más y el que menos sabe quiénes son Nicolás Maduro,
Diosdado Cabello, Henrique Capriles, y, por supuesto, Leopoldo López o
Lilian Tintori. De igual forma casi todo el mundo reconocería los
nombres de Juan Manuel Santos, Mauricio Macri, Evo Morales, Alexis
Tsipras, Recep Tayyip Erdoğan o Rafael Correa, por poner solo unos pocos
ejemplos de los políticos que ocupan espacio de –vamos a llamarlo–
información. ¿Pero si hablamos de António Costa o Catarina Martins,
cuánta gente sabría decir quiénes son y qué cargo ostentan? Aún más:
¿cuántos de entre los que sí relacionan estos nombres con un país
sabrían determinar qué cargo ocupan? ¿Es primer ministro de Portugal
Marcelo Rebelo de Sousa o António Costa?
De Portugal solo nos separa una línea
imaginaria, ni siquiera existe entre países una frontera natural y, sin
embargo, parece que nuestro vecino no existe. Y menos ahora que pudiera
servir de ejemplo.
Si lo comento es precisamente por esto
último. Porque incansablemente tertulianos y periodistas nos han querido
mostrar lo que ocurre cuando por fin gobierna la izquierda en un país
de este occidente neoliberal globalizado, y no han perdido oportunidad
de hacerlo con Grecia; señalándonos lo que ocurre en Grecia. Utilizando
como ejemplo un Estado fallido antes de que Syriza alcanzase el poder y
al que se le dio la puntilla precisamente por llegar Syriza al poder. Y
lo señalo por más que la postura del partido de Alexis Tsipras no sea
defendible (ni haya por qué defenderla), y por tanto no como excusa.
Pero ni una palabra de Portugal, a pesar, o precisamente, por los logros
que está alcanzando la coalición de Bloco de Esquerda, PCP y PS
(marxistas/anticapitalistas, comunistas y socialdemócratas).
Y es que en Portugal ya se está viviendo
de los hechos y no de las aspiraciones bienintencionadas pero
imposibles sin mayoría de gobierno. Algo que de momento es impensable en
una España en la que el PSOE está mucho más cerca de ser un peón de la
ultraderecha económica que siquiera de aproximarse al moderado centro
político y social que representa –como mucho– el Partido Socialista
portugués.
El caso es que por el motivo que sea
(cada cual el suyo, unos más nobles y otros menos) estos tres partidos
portugueses han sabido hacer equilibrios sobre una cuerda floja
ideológica que parecía tener poco futuro, y hoy ya pueden hacer balance
de su primer año de legislatura. Un balance más que positivo y
esperanzador.
Está claro que no podemos pedir milagros
en esta época, ni en estas condiciones va a llegar el socialismo ni
nada que se le parezca, pero un año ha dado para mucho, y bueno. Entre
otras medidas y resultados, el paro se ha reducido hasta alcanzar el
10,5%, el salario mínimo ha pasado de 505 a los 557 euros de 2017, se
han aumentado subsidios, pensiones, y se han creado ayudas familiares;
se ha acabado con la precariedad en el sector público, se ha apostado
por potenciar la educación pública, se está reduciendo la deuda y están
aumentando las exportaciones. De hecho es Portugal el país que más crece
de la UE. Y debe ser verdad que algo se está notando entre la
población, porque los partidos de la coalición no solo no están
sufriendo el desgaste propio del ejercicio del gobierno, sino que están
viendo mejoradas sus expectativas de voto a un ritmo importante mientras
la derecha baja a ese mismo ritmo. Y más que lo hará si esta coalición
sigue siendo creyendo que se puede llegar más lejos en políticas
sociales a lo largo de la legislatura.
Pero es muy difícil encontrarse con
estas noticias en la prensa española, casi ni por casualidad. Y como no
debemos ni queremos imitar lo que criticamos, a partir de ahora vamos a
procurar ofrecer mucha más información de la actualidad de nuestro
vecino atlántico. Puede que la información haga que se nos contagie
algo. Como mínimo el sincero optimismo que, aunque solo sea por
comparación con los de aquí, hoy destilan sus cargos públicos. Y no
sería poco.
En cualquier caso podremos celebrar que
en algún lugar ‘sí se puede’, lo que además nunca deja de ser un motivo
para mantener la esperanza.
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