lunes, 18 de abril de 2016

"Nos han violado a todas"

Las madres sursudanesas, asaltadas, golpeadas y humilladas, ponen rostro a una limpieza étnica de proporciones desconocidas
Visitamos una base de Cascos Azules donde 52.000 personas buscan cobijo de las balas junto a la destruida Malakal 


Sunday, una madre Nuer, en el interior del container en el que vive con sus dos hijos dentro del centro de protección de civiles de Malakal (Sudán del Sur).
 Sunday siempre se viste de domingo. No sólo porque sea una mujer orgullosa, sino porque huyó de las balas con ese vestido, el de ir a la iglesia, el único que le queda. "No puedo comprar ropa porque el mercado está en el pueblo. Nuestro dinero no vale nada. Y si vamos allí nos violarán".
- ¿Entonces no podéis salir de esta base de Naciones Unidas?

- Sólo salimos a por leña para cocinar. Dentro de la base no hay. Ellos nos están esperando fuera.
- ¿Es peligroso para vosotras?

- Por supuesto. Nos golpean, nos humillan, nos detienen durante días para divertirse con nosotras. A algunas las han matado. Ninguna mujer te lo va a contar, pero ahí fuera nos han violado a todas.

Cuando Sunday, madre de dos niños, pronuncia la palabra "ellos", se refiere a los soldados del gobierno sursudanés. Cuando dice "ahí fuera" se refiere al perímetro de la base militar que la ONU tiene a unos kilómetros de Malakal, el corazón sangrante de Sudán del Sur. A este lugar, lleno de contenedores metálicos llamado hoy Centro de Protección de Civiles, llegaron hace dos años 52.000 personas procedentes de la ciudad, corriendo por la carretera con su miedo como única posesión. Se refugiaron aquí y aquí siguen, hacinados, sobreviviendo en pésimas condiciones y esperando a que se apague ese odio primitivo entre las principales etnias del país. El 77% de ellos han perdido algún familiar en alguna de las batallas por reconquistar la ciudad.

Centro de protección de civiles en la base militar de Naciones Unidas de Malakal (Sudán del Sur).

El 11 de marzo la ONU publicó un informe en el que aseguraba que los soldados del Gobierno "obligaban a la gente a practicar el canibalismo" y que tenían permiso "para violar mujeres y saquear como parte de su salario". Sobre el terreno, ese 'salario' tiene muchos nombres. Uno de ellos es Martha, una princesa Nuer de 1,80 metros que explica cómo funciona ese pago en especie: "Están en las charcas donde tenemos que ir a lavarnos. O en los lugares donde vamos a por leña. Suelen ir muy borrachos. Buscan a mujeres solas o en pequeños grupos. Por eso procuramos ir juntas. Saben que nuestros hombres no están aquí y nos violan para destruirnos, como botín de guerra. No buscan placer sexual. A veces usan palos".
- ¿A ti también te han violado? (Antes de contestar, mira alrededor al resto de mujeres que observan la conversación en silencio).

- Es algo que no puedo decir. Aquí a las violadas se las estigmatiza por hablar de ello. Pero es algo general.
A varios contenedores de allí malvive Julia, de etnia Shilluk, y sus cuatro hijos. Habla del terror que le produce salir de la base y de la dificultad enorme de dar de comer a sus cuatro hijos. "No es sitio para ser madre, pero es el único en el que podemos estar". Su hijo Lidal, el más pequeño, nació en la base nace dos años y en la base morirá si no se recupera de la desnutrición severa que padece, otra de las armas con las que unos y otros se matan en Sudán del Sur.

Julia y sus cuatro hijos, en el área que ocupan en el centro de protección de civiles. Su hijo pequeño, Lidal, tiene malnutrición severa.

Rebecca, de 24 años, ataviada con las marcas faciales de su etnia en la frente, muestra sus enseres domésticos carbonizados por el fuego. "Hemos perdido lo poco que teníamos y hasta la salud. Ya no tengo la menstruación. No podemos ser madres en un lugar así".

Hace cinco años, el país más joven del mundo votó unido para conseguir su independencia de su vecino del norte. Vino George Clooney para hacerse fotos y limpiaron las calles. Hoy toda esa esperanza ya no existe. Los viejos señores de la guerra (el presidente Salva Kir, de etnia Dinka, y su vicepresidente Riek Machar, de procedencia Nuer) siguen dándose apretones de manos y llamándose uno al otro "hermano", pero ya nadie les cree. En un ciclo autodestructivo por el poder, por la posesión de los rebaños de vacas o por el dinero del petróleo, violan en pocas horas cada acuerdo que paz que firman. Lo único seguro en Sudán del Sur es la venganza.

Un grupo de niños, en la parte de la base que fue quemada durante el ataque del 17 de febrero de 2016.
 El problema para todas estas madres que viven en este Centro de Protección de Civiles es que ni siquiera dentro de la base están a salvo. El 17 de febrero, entre 100 y 50 soldados uniformados del Gobierno, todos de etnia Dinka, entraron en este recinto militar, a plena luz del día, y abrieron fuego contra los civiles, mujeres, niños y ancianos en su mayoría de etnias minoritarias Nuer y Shilluk. Prendieron fuego al campo y saquearon las escuelas de Unicef y la clínica de International Medical Corps. No dejaron ni los marcos de las puertas. Los cascos azules intervinieron tres horas después. Durante el ataque hirieron de bala a más de 50 personas y mataron a 20, cuatro de ellas bebés. En el único dispensario que quedó en pie nacían al mismo tiempo otros cuatro niños.

Resulta difícil entender como en una base militar pueden colarse, para atacar a civiles, decenas de soldados Dinka armados desde el exterior, pero así sucedió. Para contribuir al desastre, los jóvenes del otro lado, los Nuer, sacaron varias armas ocultas y respondieron desde dentro. ¿Cómo pudieron introducir los kalashnikov dentro de la base? Nadie se lo explica, pero James Deng, uno de los líderes de la comunidad, hace un gesto con la barbilla señalando a varias mujeres con hatillos de leña sobre la cabeza entrando en la base, donde nadie distinguiría un arma.

Deng era secretario de Estado de Sanidad hasta que comenzó la guerra. Hoy es un desplazado más, cuya vida se desarrolla en una tienda de palos y plásticos de seis metros cuadrados. "Tengo tres esposas y 12 hijos. Es algo normal aquí. Tres de mis hijos están luchando con los rebeldes en el conflicto. Del pequeño hace mucho tiempo que no tengo noticias. No puedo decir que estoy feliz. Para el gobierno no valemos ni el precio de la bala que va a matarnos".

Soldado Nuer de la milicia rebelde, más conocido como 'Ejército Blanco'.
 Nadie sabe cuántos muertos está provocando esta guerra. El International Crisis Group afirma que nadie cuenta los cuerpos desde hace un año por falta de personal. Y ya iban por 50.000. Teniendo en cuenta que hay zonas sin acceso por carretera, las cifras que algunos trabajadores humanitarios manejan se acercan a los 300.000, números parecidos a los de Siria en un territorio con la mitad de población. Los cadáveres se abandonan allí donde caen, formando auténticos campos de la muerte. Un festín para las moscas.

Los desplazados de Malakal saben que no recibirán ni el 1% de la atención que han tenido los sirios o los iraquíes. A pesar de ello, aún comen gracias a que el Programa Mundial de Alimentos suministra sorgo a diario. Los niños irán a la escuela porque Unicef está reconstruyendo los colegios quemados. Y hay asistencia sanitaria gracias a MSF y IMC, que han montado dos clínicas más. Aunque este lugar sea un infierno, "los civiles no merecen ser abandonados a su suerte", dice Paulin Nkwosseu, jefe de programas de Unicef. "Políticamente este país es un desastre, pero la gente no tiene por qué sufrirlo". Hasta 15.000 menores han sido reclutados como niños soldado desde el comienzo del conflicto.

Al día siguiente su equipo visita el otro lado, lo que queda de la fantasmal ciudad de Malakal, controlada por las tropas Dinka. Toda la población ha sido destruida y saqueada durante las siete veces que ha cambiado de manos. Pero hay dos cosas que no se llevaron: la única cabina de teléfono del pueblo en un país sin línea telefónica (aunque la hubiera no funcionaría) y la mesa del dentista del único hospital de la ciudad.

El doctor del hospital de Malakal, apoyado por Unicef, atiende a un soldado con un coma etílico.
 Aquí el doctor Rachid atiende de 80 a 90 pacientes al día. En ese momento, el caso más grave es el de un soldado del gobierno que ha llegado con un coma etílico. "Cuando se les acaba el alcohol beben cualquier cosa", dice el médico. Cinco madres Dinka sostienen a niños con ojos desprovistos de vida por el hambre, exactamente igual que los hijos de sus enemigos en la base de Naciones Unidas. "Hay que actuar rápido para que no se mueran". En Sudán del Sur sólo engordan los buitres.

El ambiente en las calles es tenso y mortecino. Grupos de soldados en chancletas y camisetas de fútbol patrullan con desgana. Son las 10 de la mañana y el termómetro ya supera los 38 grados junto al Nilo. Uno de los pocos lugares habitados es la antigua escuela. Allí sobreviven varias familias Dinka que antes vivían en la base y que fueron expulsadas en febrero por los Nuer tras el ataque. Angelina ocupa una de las aulas. De nuevo, sólo se ven mujeres, niños.

- ¿Dónde están los hombres?

- Están haciendo la guerra.

- ¿Por qué os refugiáis aquí?

- Nuestra casa está destruida. No tenemos dónde ir. Si dejamos la ciudad los rebeldes nos violan.
- A las mujeres de la base también las violan si salen de allí.

El centro de protección de civiles de Naciones Unidas, al atardecer.

  Yo no tengo problemas con ellas. Ojalá puedan volver pronto a la ciudad, pero los hombres Nuer y Shilluk se pusieron de acuerdo para atacarnos. Les tenemos pánico.

En Sudán del Sur "hay miles de niños y adolescentes reclutados por los ejércitos. Otros se separaron de sus padres en los combates y vagan solos en busca de su familia. En Malakal hay muchos que viven entre las ruinas", dice el responsable de Unicef en la ciudad.

Graze Anzoa tardó dos años en encontrar a sus hijos, a los que perdió de vista en un tiroteo y creía muertos. Cuando se reencontró con Rebecca y Abi, de cinco y seis años, no pudo parar de llorar en varios días. Hasta 2,3 millones de personas han huido del país por la guerra.

A pocos kilómetros de la base de la ONU se levanta la aldea de Kodok (Fachoda), donde convergieron, en 1898, dos expediciones militares: la del Imperio colonial francés, que buscaba comunicar sus posesiones desde Senegal hasta el índico, y la del imperio británico, que quería trazar una línea entre Sudáfrica y Egipto. Si no se produjo una guerra fue porque los galos quitaron su bandera en el último momento. Hay mucho de aquel conflicto a escuadra y cartabón en las guerras civiles de estos estados fallidos.

Hace cinco años, en pleno proceso de independencia de su vecino del norte, un militar mostró a este periodista el interior de tres contenedores metálicos con miles de armas junto al aeropuerto de la capital. "Esto lo vamos a fundir para hacer un monumento que simbolice la paz", dijo. Hoy, esos contenedores siguen ahí, pero en vez de armas dentro viven varias familias que piden limosna a los viajeros que llegan a la terminal.

Ni las armas están allí ni la estatua de la paz se construyó jamás.


Fuente:  http://www.elmundo.es/grafico/internacional/2016/04/17/57111fc7e5fdea9f548b4655.html

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