Dos ciudadanos rumanos duermen en una cabina telefónica junto al Vaticano. JESÚS GABALDÓN |
Es lo que hizo una y otra vez durante un año en Kosovo y dos más en Afganistán como francotirador del ejército de Polonia. Ahora está en la plaza de San Pedro, en el Vaticano.
Cada noche en los alrededores de la plaza del Vaticano duermen al menos medio centenar de personas que, como Pietro, descendieron al abismo y ahí siguen. Ni la considerada misericordia del Papa Francisco, ni el hecho de que la plaza de San Pedro sea uno de los lugares más visitados del mundo, parecen servir de mucho. Porque ya no se trata de ser pobre, sino de que no se te vaya la cabeza.
Paula se acomoda en cuanto anochece en una silla de plástico junto a una de las cabinas telefónicas que hay en la calle Corridori, a pocos metros de las columnatas de la plaza del Vaticano. Es una mujer regordeta, de mediana edad, que afirma ser del sur de la provincia de Buenos Aires. Cuando se habla con ella, parece cuerda. «Llevo seis meses en Italia. Vine a buscar trabajo, pero todo está bien emplomado», relata. Vamos, que no hay manera de encontrar empleo.
Paula está allí, junto al teléfono, con el auricular en la mano durante horas. «Hablo con la familia en Argentina. Llamo por la noche porque me sale más barato», argumenta. Pero en realidad no conversa con nadie. «El primero de julio de 1975, 25, 26, 27, 28, 29...», repite la mujer como una autómata en una enumeración sin fin, en la que sólo su mente sabrá qué cuenta.
A pocos metros, un joven escuálido de poco más de veinte años, con barba rala y pantalones de chándal desaliñados, mueve los brazos como si cazara moscas. Se llama Joe y es de California. Es lo poco que se le puede sacar en claro. Se muestra huidizo, y no habla ni una palabra de italiano. Sólo inglés.
La representante municipal recuerda también que Italia aprobó en 1978 la Ley 180, también conocida como ley Basaglia, en alusión al psiquiatra italiano Franco Basaglia, que promovió esta legislación y un movimiento intelectual y político en el país que se oponía al internamiento de enfermos mentales en contra de su voluntad. «Se les podría forzar a someterse a un tratamiento sanitario obligatorio, pero sólo si su situación pusiera en riesgo su vida o la de otros», aclara la encargada del Servicio de Emergencias, en referencia a las personas con trastorno mental que pernoctan en los alrededores del Vaticano.
Giampiero di Leo, presidente de la Federación de Comunidades Terapéuticas y Psiquiátricas del Centro de Italia, lo dice con otras palabras: «Sólo se les podría ayudar si cometen un delito o pierden el conocimiento». En definitiva, Pietro debería liarse a tiros o caer en coma etílico. «Con la escasez de recursos que hay, el servicio de salud mental se limita a atender a las personas que realmente tienen posibilidades de reintegrarse a la sociedad», añade Di Leo. Y no parece que sean precisamente aquellas que duermen al raso.
«Tenemos ocho unidades móviles de atención en la calle: seis diurnas y dos nocturnas», sigue detallando la responsable municipal. Eso para todo tipo de emergencias de la capital italiana, no sólo para la indigencia. Unas 8.000 personas carecen de un lugar donde dormir en Roma, según cálculos de Cáritas y la Comunidad de Saint Egidio. El Ayuntamiento reduce esa cifra a unas 1.400 apenas.
El Vaticano ha habilitado este año tres duchas y una barbería bajo la columnata de la plaza de San Pedro para las personas sin recursos. Las duchas abren a las siete de la mañana, y a esa hora ya hay una docena de personas que esperan para entrar, organizando ellas mismas los turnos para ducharse, escribiendo sus nombres en un papel por orden de llegada. «A veces te apuntas en la lista a las ocho de la mañana, y te toca ducharte a las dos de la tarde», lamenta Helmut, un italiano con nombre alemán, originario de Ferrara, que se mantiene cuerdo aunque la crisis le jugó una mala pasada: perdió el trabajo, después a su esposa, la casa y todo. Hace tres meses que está en la calle. «En realidad tres duchas no son casi nada», masculla.
Helmut también cuenta con un bono para poder almorzar cada día en un comedor social de la Iglesia. «Vas al limosnero apostólico, le explicas tu historia, y te lo da», resume, dando a entender que resulta relativamente fácil conseguirlo. De hecho, Alberto Farneti, encargado de un centro de acogida de Cáritas en la ciudad, admite que difícilmente una persona se moriría de hambre en la capital italiana. Caridad no falta. Otra cosa es salir del agujero. «Para empezar, faltan camas y así es difícil que una persona consiga estabilidad», expone.
Un ciudadano polaco duerme en los soportales de la avenida Conciliazione, junto a la catedral de San Pedro. JESÚS GABALDÓN |
El padre Federico Lombardi, jefe de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, también se muestra vago en su respuesta. Menciona las duchas y la barbería, admite que el Vaticano trabaja en la apertura de un dormitorio para los pobres, añade que la solución para los enfermos mentales debe ser «acercarse a ellos, ofrecerles atención personal», pero que, a la postre, las personas que pernoctan en los alrededores de la plaza de San Pedro «no están en territorio Vaticano». Es cierto. En términos estrictos, dentro del Vaticano no hay ni un pobre, ni un loco. El acceso a la plaza está prohibido en cuanto anochece. Se cierra la entrada con vallas.
Desde que Jorge Mario Bergoglio es pontífice, se ha reunido en repetidas ocasiones con pobres en Roma, y los ha invitado a todo tipo de eventos: almuerzos, conciertos o incluso una excursión a Turín, en el norte de Italia, para ver el Santo Sudario. «Yo he estado con el Papa», afirma con cierto orgullo Casimiro, un polaco con los brazos tatuados que, como Pietro, duerme bajo los soportales de la avenida de la Conciliazione y está totalmente borracho. «La familia es lo más grande del mundo, y yo la he perdido», es lo primero que suelta si se le dirige la palabra. Cuando se le pregunta qué le dijo el pontífice cuando lo vio, se queda pensativo primero, y después le cuesta pronunciar, como si fuera un tartamudo a quien no le salen las palabras. Al final vomita: «No me acuerdo».
«En Italia, la Iglesia nunca ha tenido un hospital psiquiátrico», asegura el presidente de la Federación de Comunidades Terapéuticas y Psiquiátricas del Centro de Italia. «Hay muchas personas con trastorno mental que se creen Jesucristo, y a ver cómo lidian con eso», destaca. «Esta plaza la protegen siempre los ángeles», sostiene Alessio, otro joven italiano que duerme en los alrededores de la plaza de San Pedro. La plaza, sin duda, vigilada está. Hay cámaras de seguridad por todas partes. Alessio luce barba larga y cabello al estilo de Jesucristo, y aprovecha cualquier ocasión para leer los diez mandamientos con voz grave.
Paulina, una monja de Tanzania que colgó el hábito hace cuatro años, lleva nueve meses en la plaza del Vaticano. Duerme bajo la columnata, y allí, estirada en el suelo, se pasa también buena parte del día, cubierta con una manta, y al lado de una maleta, una foto de Cristo, y otra del Papa. «He venido aquí porque tengo una misión. Sentí una llamada interna», es lo único que explica.
A las tres de la madrugada, por fin, la plaza de San Pedro queda totalmente en paz. Ya no circulan vehículos, ni acuden más turistas a hacerse selfies ante la basílica. Se oyen los grillos cantar y el agua de las fuentes correr. Pero la calma dura poco: a las cuatro de la mañana, ya abre el primer quiosco. A las cinco, Paula suelta por fin el auricular y se aleja de la cabina telefónica, donde ha estado con su infinito contar desde las diez de la noche. Algunos indigentes se desperezan y van a orinar detrás de algún contenedor de la basura o contra una cabina telefónica, porque hay lavabos en las duchas del Vaticano pero no abren hasta las siete. A las seis y media de la mañana, ya entra el primer grupo de turistas en la plaza de San Pedro, y la tranquilidad que había puesto el foco obscenamente en los lunáticos se diluye con el trajín de la gente y, con ella, la locura.
Fuente: http://www.elmundo.es/sociedad/2015/10/12/561a923de2704e04738b45aa.html
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